Un agujero en la tierra, las entrañas de la ciudad. Tierra seca cubierta de barro. Ha llovido. Las americanas y los vestidos corren en busca del taxi al morir la calle Raimundo Fernández Villaverde, justo cuando se elevan los Nuevos Ministerios. Ruido de bocinas, ambulancias, gritos. Y en medio, el gran agujero.
Lo rodean grúas y chatarra. También peones y arquitectos de chaleco amarillo. En el centro, a cinco o seis metros de profundidad, una puerta de cemento y ladrillo. Es intocable. El corazón financiero de Madrid acaba de descubrir un refugio antiaéreo, construido en 1938 en las tripas del Taller de Artillería, recientemente derribado. Por eso la tierra, el barro, la nada.
La demolición de este edificio de estilo neomudéjar para hacer hueco a un bloque de viviendas rompió el Gobierno de Carmena. Aquellos que querían conservarlo contra el resto, pero pocos sabían lo que ocultaba el suelo de la ya difunta primera construcción de hormigón armado de la ciudad, levantada en 1899 por el ministerio de la Guerra. Perteneció al Estado -con uso militar durante décadas- hasta 2014, cuando se vendió a una cooperativa inmobiliaria por 111 millones de euros.
"Es la primera visita tras su descubrimiento"
Nada más abrir la puerta, escaleras. Los bancos de cemento que acostaban el miedo a la muerte aparecen a seis metros de profundidad. Tierra virgen para la cámara y la libreta. "Es la primera visita tras su descubrimiento", cuenta Isabel Baquedano, arqueóloga de la Dirección General de Patrimonio de la Comunidad de Madrid, que paralizó la licencia de obra hasta que aseguró la supervivencia del refugio.
Una última mirada hacia la luz. Baquedano evoca la carrera hacia el sótano. El agujero de tierra era entonces un patio interior en el Taller de Artillería. En el suelo, una puerta. Después, otra, como la que ahora se atraviesa.
Hemingway y los obuses
Contaba Hemingway que, al principio de la guerra, el ciudadano avistaba temprano el avión enemigo y las sirenas no tardaban en chillar. Después volaron mucho más alto y las muertes se multiplicaron. Un obús era "ese silbido creciente, como un tren del metro que choca contra la cornisa y baña la habitación de yeso y cristales rotos". El norteamericano, con acidez de copazo, solía bromear: "Mientras oyes el vidrio sonar al caer te das cuenta de que, por fin, estás de vuelta en Madrid".
Las escaleras y las paredes son de ladrillo. "Como las de casi todos los refugios", explica Baquedano. La arqueóloga que actúa como guía de esta visita reseña una arquitectura pactada, institucionalizada, fruto de la necesidad, confeccionada a contrarreloj. "La Cruz Roja internacional llegó a elaborar un mapa de los refugios antiaéreos en Madrid", relata Javier Rubio, historiador cuyo hermano estuvo escondido en Madrid por aquel entonces.
Peldaños pequeños que conviene alumbrar con la linterna. En 1938, un cableado ahora roñoso y mugriento daba luz a todo el refugio. También hubo subterráneos de sillón y terciopelo rojo, pero no es el caso.
Escribieron los cronistas que no era extraña la imagen del hombre borracho y desesperado que empujaba y saltaba por encima de ancianos y niños. Aquí se adivina un descenso rápido, pero castrense. Se cree que este sótano sólo cobijó a los militares del Taller de Artillería, más y cuando a unos metros, en la Glorieta de Cuatro Caminos, un hospital contaba con un espacio similar.
Las bombilllas, intactas, pero vacías. El refugio es un laberinto de galerías que se cruzan. El cámara y Javier, un trabajador de la obra, encabezan con linternas el recorrido. Los bancos de cemento tienen algunas marcas, realizadas por el estudio arqueológico encargado por la Comunidad, que confirmó el hallazgo. Duros, casi a ras de suelo. "Se calcula espacio para entre 80 y 100 personas", dice Baquedano.
¿Qué dijo Chaves Nogales?
En 1938, Madrid era la épica de una guerra perdida. El general Miaja, héroe republicano, defendía a cuerpo descubierto las trincheras. Pistola en mano, gritaba en busca de hombres que supieran morir. Tiras de papel recorrían los escaparates de las tiendas para evitar que la vibración de los bombardeos los rompiera.
"Cada cual fue a meterse temeroso a su agujero. La vida huyó de calles y plazas. Ni una luz, ni un ruido en el ámbito fantasmal de la gran ciudad", narró el periodista Manuel Chaves Nogales. "Este pequeño burgués liberal" -así se definió-, que predijo el nacimiento de una dictadura independientemente del color de la victoria, vio en los bombardeos una suerte de lotería a la que los madrileños jugaban despreocupados: "Insensata y heroica, Madrid aprendió a vivir con alegre resignación".
Poco queda de aquel miedo cotidiano en estos túneles de difícil salida, a veces demasiado estrechos, frescos, guardianes de un silencio absoluto, ajenos todavía a los centros comerciales que han crecido a su alrededor.
Sánchez Mazas y los cuentos para olvidar
Algunos hablaban, otros callaban. ¿Cerrar o abrir los ojos? Distintas formas de afrontarlo. El temeroso Rafael Sánchez Mazas, en palabras de quienes lo trataron entonces, escribió una novela al ritmo de las bombas. Para su evasión y la del resto. Capítulo a capítulo, se la leía a sus compañeros de Falange en la embajada de Chile, donde Carlos Morla Lynch, diplomático responsable, les procuró refugio.
En la famosa foto, Sánchez Mazas en medio, varios refugiados escuchan esa novela inacabada que se llamó Rosa Kruger. Aquí los bancos, en hilera, no invitan a la conversación. Sólo recogimiento, aunque quizá sea la falta de costumbre.
En línea con lo que decía Chaves, Agustín de Foxá, en su "De Corte a checa", reflejó: "A las cinco de la mañana, los vecinos comentaban el bombardeo tomando churros y copas de anís".
"Para dejar un rastro, para no desaparecer del todo"
A las puertas del refugio, o quizá dentro, en estos bancos prueba inequívoca del hallazgo, corrían las lágrimas de las despedidas. "Como esos insectos que realizan el vuelo nupcial antes de morir, los hombres que mandaban a la Sierra o aquellos que esperaban agitados el fusilamiento anhelaban la presencia femenina y el amor para dejar un rastro, para no desaparecer del todo".
Poco se sabe de este refugio, sigue Baquedano en este camino de pasitos cortos. Los arqueólogos no encontraron huellas más allá de los bancos. Los militares que llegaron tras la guerra utilizaron el subterráneo como galería de tiro. Por eso la arena al fondo del pasillo que ahora toca recorrer y los rasguños que las balas han dejado en el ladrillo.
El ruido de las bombas
De repente, un ruido. Fuerte, sordo. La conversación se apaga de golpe. El cámara y el periodista miran a Javier, que se ríe. "Tranquilos, las grúas están moviendo la chatarra y habrá caído aquí encima". Es un ruido de esos que encogen, que obliga a las piernas a temblar.
Un ruido cosmopolita e ingenuo, que nada tiene que ver con el trueno del obús que martirizaba a Arturo Barea. En su "Forja de un rebelde" confesó tener pesadillas con el impacto. Se imaginaba la mutilación de los cuerpos, su putrefacción, los miembros arrancados en la acera... Cuando las sirenas comenzaban a sonar y el peligro se tornaba cierto, Barea relató sentir "un profundo alivio", fruto de la vuelta a la realidad, la única salida entonces a esa espiral de locura.
"Se me llenaba la boca de vómito"
"Bajábamos al sótano. Nos sentábamos allí con otros huéspedes, todos en pijama o bata, mientras los antiaéreos ladraban y las explosiones sacudían el edificio. Algunas veces se me llenaba la boca de vómito, pero era un consuelo porque todo era real. Después, me quedaba profundamente dormido", escribió.
Al salir, la luz, y una ciudad que palpita, que nada tiene que ver con aquel Madrid que, en palabras de Foxá, apagaba los faroles por miedo a los bombardeos, mientras los últimos tranvías pasaban por las rondas con sus lucecillas trágicas, pintadas de un azul verdoso.
En la valla, varios curiosos se asoman al agujero. Dependientes, oficinistas, consultores, abogados... En 1938, apuntó Barea, eran vecinos de barrios lejanos que acudían a ver de cerca cómo era un bombardeo. "Se marchaban contentos y orgullosos con trozos de metralla, todavía calientes, como recuerdo".