Domingo Montáñez es recuerdo infiltrado en el presente, la nostalgia que el pasado inyecta en 2017 para proteger su hueco en la ciudad. Domingo es limpiabotas desde hace 46 años. Caja de madera, taburete y betún a las puertas de Richelieu. Todos los días. Ya son más de 2.200 domingos. A pesar de la dictadura, la democracia, rojos y azules. “Yo con todos fenomenal”, se ríe este hombre de setenta años, pelo cano y camisa azul de manga corta con una ristra de clientes que le impide jubilarse.
“¡Aquí te lo dejo!”, le grita un hombre que coloca un par de botines en el hueco junto a la puerta, donde se improvisa la zapatería. “¡No tardo nada, en un ratito lo tienes, niño!”, le responde Domingo ya sentado en la terraza frente a la grabadora, su primera entrevista en estos cuarenta y seis años, una exclusiva rebobinada, de secretos contados a la luz de un paño y un cepillo.
Las huellas de Suárez y Calvo-Sotelo
Porque el limpiabotas borra huellas, pero también las memoriza. Domingo ha lustrado los zapatos de famosos, políticos, toreros, cantantes… “¡De todo, de todo! Por aquí pasaron los dos primeros presidentes del Gobierno, Adolfo Suárez y Lepoldo Calvo-Sotelo. También Domingo Ortega, el torero. Ministros, estrellas de la música… ¡España entera!”, sintetiza mientras palpa y ordena el paquete de boletos de lotería que guarda en el bolsillo de la camisa. Por cierto, sus zapatos, negros, de charol, impecables. “Da igual que lleves el mejor traje si las botas van sucias, lo estropea todo”.
¿Y qué pasaba con esos ministros que naufragaban en gin-tonics, vino o whisky? Entonces, silencio, una media sonrisa. Domingo calla y presume: “Una vecina me dijo que tendría que escribir un libro. Si supierais las cosas que he escuchado aquí...”. El cuarto del limpiabotas tiene “mucho de confesionario” y el propio limpiabotas, otro tanto de sacerdote. “Como los curas, me lo quedo para mí, está aquí, en mi cabeza”. ¿Y cómo fue lo de los presidentes? “¡Lo mismo, pero con guardaespaldas!”.
Las suelas de los corruptos
Domingo no lo niega. Han sido varios desayunos con la no-sorpresa en el periódico. Fulano de tal condenado por corrupción. “¡Pero si ese es cliente mío! Claro que me ha pasado, varias veces”. Sin deslizar nombres, menciona al que guardaba en su bolsillo el dinero que cobraba por vender vivienda pública y a los extorsionadores que amenazaban a limpio grito en mitad del salón. “¿Te acuerdas de Amedo y Domínguez? A esos los escuché yo decirle a alguien que si no pagaba no sé cuántos millones le pegarían un tiro”. También está el que “ha dado el palo y sigue por aquí”.
En palabras de Domingo, la corrupción es y ha sido la ruina. Mira atrás, a los “eighties”, a la década prodigiosa llena de Pirañas que describía Sánchez-Ostiz, y se acuerda de la obsesión, de los rostros sudados en busca de dinero. “Cuba libre para arriba y para abajo, había que ver aquello. No te imaginas lo que era esto. Se llenaba de parceleros, gente que compraba terreno en un impulso. En algún momento tenía que explotar y, claro, explotó”. Díganselo a ese que aparecía por Richelieu a la hora del flirteo, vestido de comandante militar, traje de gala. “¡Joder, luego supe que no estaba ni en el ejército!”.
Pero lo dicho, “secreto de confesión”. Las botas que esperan en una bolsa han llegado de la mano de un chófer. “Llevan trayéndolas mucho tiempo, supongo que será alguien con dinero, pero no sé quién”. No lo sabe, ¿o no quiere decirlo? Domingo se ríe, saluda a diestro y siniestro. “¡Que te vas a hacer famoso!”, le gritan un par que entran a Richelieu a la hora del aperitivo.
"¡Esto no es sólo para ricos!"
Limpia los zapatos por cinco o seis euros. Una media de diez pares por día. La mayoría de clientes, de traje, con más de cincuenta. ¿Esto es para ricos? “¡Qué va! No tiene nada que ver. La gente se gasta ese dinero en un paquete de tabaco. Creo que es un problema de tradición. En general, la juventud no entra, es una pena porque el oficio desaparece”. Lo reclaman los parroquianos que conserva desde hace más de veinte años y el hombre que ha confeccionado una colección de cien pares, “todos ellos hechos a mano, por más de trescientos euros, calculo”.
También están quienes aprovechan esos siete u ocho minutos para charlar. A veces demasiado: “Los tengo a todos calados. Se desahogan, lo pasan bien. Oye, a algunos he tenido que mandarlos a tomar por culo”, se ríe.
Los secretos del zapato
El zapato bueno es bueno, antes y ahora. En los setenta, eran de órdago los blancos, que ahora no se llevan. ¿Y los más difíciles de limpiar hoy? “Esos que van a varios tonos, que mezclan negros, granates y marrones, pero ya les cogí el truco, hay que ver, hacen cosas rarísimas”. Todo es cepillo, no tanta crema y “mucha muñeca”. “Sobre todo, mucho cariño, supongo que en cualquier oficio, pero se trata de hacerlo con cariño”.
Desde el taburete, con ese encuadre de abajo arriba, Domingo visita el lujo, la vida a todo tren, el poder adquisitivo que la mayoría nunca conocerá. “Yo tengo la suerte de coincidir con gente buenísima. Tontos hay en todos los lados. Lo de limpiar las botas es un intercambio de respeto. Yo los quiero y ellos me quieren. He pedido favores, claro que sí. En momentos de crisis no se lo vas a pedir al pobre, que no podrá ayudarte”. Un cliente histórico de Domingo colocó a su hijo como guardacoches en un club. “Me ayudó muchísimo”. En un tiempo tan voluble, la tortilla da la vuelta. “A mí también me ha tocado hacer favores. Conozco ricos, riquísimos, que se han quedado sin nada”.
"Estoy orgullosísimo de ser limpiabotas"
“Soy limpiabotas y estoy orgullosísimo”. Limpiabotas, con todas sus letras y sílabas. “Esto es igual que el que corta el pelo, las uñas o da masajes. ¿Cuál es el problema? Al que le dé vergüenza decirlo es un ignorante. He vivido bien, sigo haciéndolo. He criado cinco hijos gracias a esto”.
Su mujer estaba embarazada de uno de ellos cuando Domingo se vino de Extremadura a Madrid a buscar trabajo. Aprendió el oficio con su padre, cuando tenía diez años. “No tenía estudios, no sabía leer ni escribir, ¿qué iba a hacer?”. Empezó en el parador de la calle Velázquez, pero aquello le pareció demasiado serio, todo lleno de generales, “ambiente de convento”.
"Cuando llegué, todo esto era tierra"
Sin una peseta -un teniente coronel le tuvo que prestar 1.000 para ir a ver a su mujer-, se presentó en los cines que había en Colón: “Fui a ver a mi primo, también limpiabotas, un tío muy alto”. Allí le dieron una tarjeta para presentarse en Richelieu, que llevaba poco tiempo abierto. “¿Cuándo puede usted empezar?”, le preguntaron. “Ahora mismo voy a por la caja”.
Cuando Domingo llegó a esta cafetería, el paseo de Eduardo Dato “era tierra”. Cuarenta y seis años después, el confesionario del limpiabotas palpita a ritmo de ciudad. ¿Y lo del libro? “Cela tenía que inventarse muchos rollos… ¡A mí me han contado muchas verdades interesantísimas!”.