Labib tiene la fuerza de un relato a la altura de cualquier pantalla. Hace cinco años, huyó de Siria por culpa de la guerra. El hilo narrativo de su odisea puede construirse con tres tópicos que, esta mañana en el barrio de Tetuán, son carne viva, heridas sin cicatrizar: “Hemos perdido todo”, “nos fuimos sólo con la ropa”, “no sabemos si alguna vez podremos volver a casa”.

Lo cuenta con frases cortas, a través de su hijo Issam –unos veinte años–, que hace de traductor. Están sentados en la mesa del restaurante familiar que han lanzado para ganarle la partida al tiempo, al fin de mes.

Labib

Labib, tez morena, barba de algunos días y una educación milimétrica –ofrece una silla y falafel para probar a todo el que entra– ni siquiera fue cocinero en su país. Lideraba una empresa que importaba mármol desde España y Portugal. Él mismo venía a seleccionar el material. “El negocio ya funcionaba prácticamente solo”, apostilla Issam. Cuando llegaron a Madrid, “un restaurante era lo más fácil”.

“Sabíamos que aquí no había comida verdaderamente siria, así que nos pusimos en marcha, pero no nos va bien… Algunos grandes hoteles nos hacen pedidos, incluso una familia se lleva un montón de comida cuando para por aquí, pero los refugiados, que cada vez son más, no tienen dinero para pagar”, explica por boca de su hijo. Cuando dice que no son “caros”, Issam ofrece una carta. “Un kilo de carne a la barbacoa cuesta 18 euros”.

Volver a empezar

Labib asemeja la comida siria a la turca, la palestina y la de Líbano: “Muy especiada, el arroz juega un papel importante”. Insiste mucho en lo del falafel: “Es una mezcla de garbanzos y verduras, muy barato. En mi país puedes comprar un bocata por diez céntimos”.

Labib muestra a la cámara un plato de falafel. Silvia P. Cabeza

Allí hubo que empezar a esconderse hace ya casi siete años. Primero llegaron las manifestaciones, luego los hombres armados en la calle… Al final, los bombardeos. Una vez, Labib, Issam y el resto de su familia estaban asomados a una terraza. “Cayó una bomba en el edificio de enfrente, todo saltó por los aires”.

Cuando ellos se marcharon, la guerra no había penetrado en su ciudad, Homs, pero Issam recuerda el ruido de los aviones y el fuego a lo lejos en la oscuridad. “Eso no se olvida”. Igual que tampoco se olvida aquel militar abatido en la protesta o la carrera hasta meterse debajo de un coche cuando empezaron a escucharse los disparos.

El día que se fueron

El día que se marcharon de casa, recuerda Issam con una sonrisa nerviosa, les daba miedo abrir el portalón: “Es muy ruidoso y si la gente armada se asusta, abre fuego. Temíamos que dispararan al primero que se asomara”. Se montaron en el coche y se fueron. Los últimos días, en algunos trayectos, los asaltantes empezaron a preguntar por las mujeres: “Antes nunca lo hacían, sólo pedían la documentación a los hombres. Eso le dio pánico a mi padre y decidimos marcharnos”.

Fachada del restaurante Al-Aga. Silvia P. Cabeza

Tras un vuelo con escala en Alemania, llegaron a Madrid. No han pedido que se les dé el estatus de refugiado: “Hay gente que lo necesita mucho más”. Según les contaron, robaron en su casa poco después de marcharse. En la empresa, desapareció el mármol. En palabras de Labib a través de Issam, hay “varias categorías de ladrones”: “Primero llegan los que se llevan la tele y los objetos valiosos, después aparecen los que se quedan con la comida. Al final, se presentan los que aprovechan hasta los cables del cobre”. Hoy, en casa de Labib, viven unos desconocidos que no pueden permitirse escapar: “Sí, gratis, ¿para qué les vamos a cobrar? Si no nos ayudamos entre nosotros…”.

Cuando Labib responde acerca de la guerra en Siria, habla más rápido, hace algunos gestos: “Es sólo una partida de ajedrez entre los políticos, no les interesa que esto termine. Ellos ganan y siempre pierde el pueblo sirio”.

Labib, tras el mostrador de su restaurante. Silvia P. Cabeza

Ya al final de la entrevista, pide trasladar un mensaje: “El restaurante no va bien. Ojalá esto sirva para que venga más gente a descubrir nuevos sabores. El alquiler, la luz, el agua… Con lo que vendemos, apenas llegamos a pagar esos gastos”. Labib enseña las rodillas. Están moradas, hinchadas. “Trabaja de 10h a 22h, al principio contratamos a gente, pero ahora ya es imposible”, relata Issam.

En España, encontraron una “curiosidad” que poco tardó en convertirse en dificultad: “Aquí el camarero quiere ser camarero y el charcutero, charcutero. Nosotros buscamos a alguien que limpie, barra, haga las cuentas, cocine… Funcionamos así”.

El restaurante Al-Aga también ofrece productos para llevar, importados de Siria, cada vez menos, y de Líbano. Al fondo, tras las mesas de madera, un gran horno. También muchas sartenes y una repisa de metal donde manipular verduras y especias. Labib se despide desde los fogones. Prepara falafel y unas empanadas rellenas de carne.

Labib comprueba si está frito el falafel. Silvia P. Cabeza

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