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Más de dos horas encerrado en el calor de su vehículo blindado. El sargento primero Jorge González Vergara y su pelotón de diez efectivos, la última frontera que evitaba la toma de la base española de Al Ándalus en Najaf (Irak), frenaron la embestida de miles de insurgentes enardecidos. Resistieron hasta la extenuación, orinando en botellas que tenían a mano, soportando el bochorno más tórrido. Fueron un muro ante las acometidas enemigas. Sin ellos, la conocida como "la batalla de todas las batallas" del Ejército español hubiera tenido un fin muy distinto.
Hace falta remontarse al 4 de abril de 2004 para contar esta historia. En círculos castrenses la llaman también "la batalla del 04/04/04". El escenario: la localidad iraquí de Najaf. Las tropas españolas estaban a punto de iniciar su repliegue y salida de la región, atendiendo a la promesa electoral de José Luis Rodríguez Zapatero -vencedor de las elecciones generales- de retirar las tropas de Irak.
En la víspera, las tropas estadounidenses capturaron a un destacado líder insurgente, a la mano derecha del todopoderoso Muqtada Al Sadr. Se trata del imán Al Yaqubi. Los fieles de éste, convencidos de que el detenido permanecía en la base española de Al Ándalus, se precipitaron sobre ésta en la mañana del 4 de abril.
El sargento primero Jorge González Vergara era el jefe de uno de los vehículos de exploración de caballería (también llamados VEC, modelo habitual de blindados). El blog Enemigo a las puertas del Ejército de Tierra, editado por el teniente coronel Norberto Ruiz, recoge el relato con viñetas del dibujante José Manuel Esteban.
Comienza el ataque
A las 11.50 de esa jornada, llamada a ser feroz, se produjeron los primeros incidentes: tronaron los primeros disparos de los insurgentes, que comenzaban a agolparse en el exterior de la base.
Vergara corrió a su dormitorio y se equipó con su casco y su chaleco antibalas. En las manos, su fusil de asalto HK. No era momento para llevar puesto el seguro.
Corriendo, el sargento primero se dirigió hacia uno de los puntos calientes de la base, a escasos metros de la puerta de la nave. Se encuentra a un grupo de iraquíes que corre hacia su posición. "¡Alto!", les ordenó Vergara, encañonándolos con su arma: sabía que estaban perdidos si los insurgentes accedían a la base. Los interpelados obedecieron sus órdenes y se echaron al suelo. En realidad se trataba de un grupo de soldados iraquíes afines que iban desarmados; entre ellos, algún intérprete que identificó su cargo. Más valía prevenir, debió de pensar Vergara, que lamentar infortunios.
Dos horas frente al enemigo
Los disparos que había escuchado el sargento primero no eran sino el preludio de la hecatombe que estaba a punto de desatarse. Como ya contó EL ESPAÑOL, los militares destinados en la base Al Ándalus protagonizaron un rescate sin precedentes. El capitán Jacinto Guisado guió a un puñado de efectivos en dos incursiones a través de calles repletas de insurgentes. El objetivo, rescatar a 70 soldados salvadoreños y 38 iraquíes. Los informes de inteligencia apuntan a que alrededor de la base se agolpaban 2.000 enemigos.
Mientras Guisado se metía en la boca del lobo, Vergara frenaba sus zarpazos a las puertas de Al Ándalus. El sargento primero dispuso dos vehículos blindados en la puerta de la base, la zona más vulnerable. Él comandaba las acciones de uno de ellos; el cabo primero Molero, las del otro.
Era la guerra más cruda. La que se volcaba con todos sus disparos contra el contingente español. La que asfixiaba con un calor aplastante, tratando de diezmar sus fuerzas.
Los dos vehículos de caballería abrieron fuego al unísono con sus cañones M-242 de 25 milímetros. Frente a sí zumbaba aquel enjambre enardecido, dispuesto a asaltar la base en busca de un líder que se encontraba, seguramente, a varias decenas o cientos de kilómetros de distancia.
El enemigo no sólo abría fuego con munición ligera. En ocasiones, Vergara temía el alcance directo de esos misiles RPG que caían a escasos metros de sus posiciones. Pasaban minutos que parecían horas, siempre contrarrestando las embestidas de los insurgentes. Bajar la guardia un segundo era ceder a la incertidumbre. Juego peligroso cuando bailan la vida y la muerte.
El pelotón de González Vergara -compuesto por Tomás, Fidel, Pinar, Herrera, Molero, San José, Isidro, Soria y el Sevi- era un muro. Los militares orinaban en botellas, no bajaban la guardia ni un instante. Con el paso del tiempo se veían obligados a racionar la munición.
Fueron más de dos horas a bordo de los blindados hasta que, sobre el cielo, se escuchó el zumbido de las hélices. Eran dos helicópteros Apache, cuatro Defenders y tres Black Hawk estadounidenses prestos al apoyo.
A los insurgentes sólo les quedó replegarse ante la llegada de las aeronaves. El capitán Guisado, todavía entre las calles de Najaf, agradeció su llegada. El sargento primero Vergara y los suyos habían sido el muro que necesitaba la base Al Ándalus. Sin ellos, en vez de escribir sobre "la batalla de todas las batallas", posiblemente haríamos referencia a un episodio oscuro.
Por esta acción, Jorge González Vergara fue condecorado con la cruz del mérito militar con distintivo rojo.