Nada más pisar la calle, lo primero ha sido la luz. Una luz intensa que da sombra y relieve a los edificios, una claridad que se había dado por hecha y que había caído en el olvido. Sin embargo, para un adulto, sigue siendo un día relativamente nublado. Matilde y Borja, a sus 10 y 8 años respectivamente, salen del confinamiento este domingo por primera vez en 42 días y lo que más les ha sorprendido es esa luz. Tenían terraza y demás, por suerte, pero sólo veían el edificio de en frente y ahora protagonizan así una especie de actualizado mito de la caverna de Platón. A su manera. Pero siguen paseando y, aunque se encuentran con su amigo Lucas, en los detalles, ven que el mundo por el que andan ya no es ese que era.
Cerca de seis millones de niños en España han salido de sus casas este domingo por primera vez desde aquel 16 de marzo en el que se decidió encerrarles. En todo este tiempo han visto como sus padres salían a hacer la compra, a pasear a los perros y, algunos, incluso a trabajar. Pero ellos no. Han quedado relegados a deberes en diferido, a una acumulación de horas frente al televisor. Muchos, sin entender demasiado bien qué es lo que está pasando. EL ESPAÑOL ha decidido acompañar a una familia en este primer paseo, de una hora, que abre la veda para una etapa nueva que parece cada vez más cerca: la desescalada de las medidas del confinamiento tomadas a causa del coronavirus. La suya es una historia concreta, pero al mismo tiempo es la de todas las familias.
Sonia recibe a este diario en la Avenida Adolfo Suárez de la localidad madrileña de Boadilla del Monte, donde reside. Ella es la tía de Borja y Matilde y los niños viven con ella. También está Ainara, la hermana de los críos, a la que se menciona constantemente, porque van en pack, pero ella no ha podido apuntarse al paseo. Aunque la ley establece que pueden pasear hasta tres niños con un adulto, ella tiene el delito de tener 15 años. Está uno por encima del baremo establecido y ahí, en casa, paga su penitencia por la que no ha hecho nada. Eso sí, su tía puede sacar a los perros todos los días. Pero Ainara no es un perro.
“Al salir, eso es lo que más les ha llamado la atención, la luz”, cuenta Sonia mientras pasea frente al Palacio del Infante don Luis de la localidad. “Tenemos la suerte de tener terraza en casa, muchos no tienen eso, y ahí han pasado muchas horas, pero al final lo único que tienes por la ventana es el edificio de enfrente. Han visto al salir una amplitud y una claridad que yo creo que se les había olvidado”, añade.
“Les he explicado bien todo al salir y les he dicho que vayan con las manos en los bolsillos, sin tocar nada”, continúa explicando Sonia. De repente, en un gesto inocente sin tener en cuenta, Borja toca uno de los bolardos que escoltan la calle. Error, eso no se puede hacer. Cuando se le explica, el niño vuelve a meter las manos en los bolsillos y camina resentido entre el estar pero no estar y los periodistas pesados que le hacen fotos. Al menos ahora pueden dar un paseo, hace unos días el único horizonte que les esperaba era acompañar a los adultos al supermercado, por su suerte el Gobierno rectificó.
El mundo es distinto
Aunque de clase media, al vivir en Boadilla del Monte Sonia y sus niños cuentan con un entorno privilegiado. La Avenida Adolfo Suárez por la que pasean -que antes se llamaba Generalísimo hasta que el alcalde Antonio González Terol, ahora mano derecha de Pablo Casado, la cambió relativamente tarde- está flanqueada por un inmenso campo. Y esa verdura bucólica es el destino al que se dirigen. Pero al llegar al inicio del camino una cinta de Policía Local corta el paso. Al final es eso, estar paseando pero sin llegar a hacerlo de verdad.
En el camino, los niños se sorprenden con este mundo que ha quedado en la época ‘d.C.’, después del coronavirus. En los sitios en los que antes campaban y jugaban, como los bancos en los que ya no se pueden sentar, han crecido las plantas. “Qué pena que no se pueda pasar al campo, con la primavera y ahora que lo han dejado respirar está precioso”, lamenta Sonia mientras los niños siguen resignados.
La estampa que deja la calle es una a medio camino entre el flautista de Hamelín y aquello que dijo Jesucristo de “dejad que los niños vengan a mí”. Ahora el flautista y Jesucristo, a la vez, es la calle. Pero nada es como era, siguen repitiendo. Hay varios ejemplos: dos madres que se conocen hablan con sus niños de la mano pero con un paso de cebra de por medio; Borja y Matilde se encuentran con sus amigos de siempre pero no pueden tocarlos, no pueden jugar con ellos tanto como les gustaría. “Ves, se ponen con la pelota, yo les digo que sólo con los pies, que no la toquen con las manos, porque no sabes si a un padre le puede molestar, es muy complicado todo”, cuenta Sonia.
En esas, aparece Lucas, muy pequeño y amigo de los críos. Él va con una bici mientras sus hermanos se dedican a matar hormigas. “Nosotros no hemos podido sacar la bici porque tenemos las ruedas pinchadas, ¿a que sí?”, lanza Sonia mirando a los niños que, sin salir de su timidez, siguen mirando al suelo sin saber muy bien qué hacer más allá que caminar.
“No sé si entienden bien toda esta situación. Yo les he explicado que hay un virus muy malo y que no es fácil, que se contagia mucho y que no se sabe muy bien cómo hay que actuar”, explica Sonia. “Yo creo que lo han llevado más o menos bien aunque no sé si lo han entendido mucho. ¿Cómo le explico que al perro sí que lo puedo pasear pero con ellos no?”, añade. “Pero mira, nosotros vamos mucho al monte, cogen bellotas de la tierra y en casa plantamos encinas. No tenemos espacio pero hasta que crecen las tenemos un tiempo. Ahora pueden pasear pero tampoco podemos hacer nada de eso, es raro”, apuntala.
“Al súper, ni locos”
Desde que se inició el confinamiento, el día a día de Borja, Matilde y su hermana Ainara es prácticamente el mismo. Sonia trabaja por las noches en asistencia a carreteras. Desde que los críos se tuvieron que quedar en casa la empresa le dijo que podía teletrabajar sin problemas. Desde entonces ella, que termina de trabajar a las 2.00 de la madrugada, se levanta a las 10.00, les da de desayunar y los viste y les enseña, como puede, para que no pierdan el ritmo educativo. “Por las tardes pues jugamos a la PlayStation o a la Nintendo”, dice Borja. “También hemos creado una especie de bingo propio con palabras y jugamos con tapones”, añade la tía.
“He tenido algunos problemas con el colegio. Sé que en los privados han seguido relativamente bien con la enseñanza telemática pero ellos van al público. A nosotros nos mandan unas fichas que hay que completar y nos dicen que los deberes de esta asignatura hay que mandarlos a este correo, los de la otra al otro, y así es un lío”, dice Sonia. “Al final estás haciendo un poco de profesor”, comenta.
“Ellos este confinamiento lo han llevado relativamente bien. Como yo trabajo en el turno de tarde-noche, por las mañanas con los deberes y por las tardes se entretienen. Se han peleado mucho y creo que ha sido una forma de descargar entre ellos”, dice. “Hay otras madres con las que he hablado que fatal, que sus hijos no querían salir de la terraza en todo el tiempo y no querían hacer nada”, añade.
-¿Tenéis ganas de volver al cole? -ella va a quinto de primaria y él a segundo-.
-Sí, por los amigos. También ir a su casa a jugar.
-¿Y, Sonia, cómo crees que se ha gestionado toda esta crisis?
-Pues esta medida me parece que se ha tomado un poco tarde. No hablo en términos políticos, los otros lo habrían hecho mejor aunque desde la izquierda creo que castigamos más. Pero si tienes cuidado al salir creo que podríamos haberlo hecho antes. Eso, ¿cómo explico yo que con el perro sí pero que con ellos no? Lo que sí, ni loca iba yo con ellos al supermercado. Esa medida no la he entendido. Yo, porque tengo a Ainara que es la mayor y se queda con ellos, pero si no, tampoco sé cómo habría hecho, no les podría dejar solos. Ahora que salen ya ves, van contentos pero extrañados porque, desde luego, no es lo mismo.