El 13 de marzo, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, apareció en las pantallas para anunciar que había tomado la decisión de decretar el estado de alarma en el país para frenar la propagación de un virus que tres meses antes sonaba a chino. De entonces, han pasado seis meses. 26 semanas.183 días.
En 26 semanas, ese virus, que pasó a denominarse pandemia, lo ha cambiado todo, comenzando por la forma de comportarnos. Ya no nos saludamos igual ni paseamos por la calle de la misma manera. Ha modificado la forma de celebrar reuniones sociales y ha instalado el miedo al contacto con el de enfrente: en la calle, en los supermercados, en el trabajo. A dos metros, con la familia y con los extraños.
En 183 días, el coronavirus ha borrado la expresión de los rostros y los ha decorado con mascarillas. Ha impuesto estrictos protocolos de higiene y de prudencia. Ha reunido a vecinos para aplaudir en los balcones y ha dejado solos a muchos en sus últimos momentos, en hospitales saturados.
Ahora, nada es igual a las semanas previas al decreto del estado de alarma ni tampoco lo es a cuando este cayó, más de tres meses después. La situación actual es radicalmente diferente a la de marzo, pero la preocupación sigue instalada en España.
La curva de contagios
El 13 de marzo, en nuestro país se contabilizaban más de 4.000 contagiados. Según la última actualización del Ministerio de Sanidad, fechada el pasado viernes, los casos han superado ya los 560.000 y los fallecidos rozan los 30.000; aunque otros sistemas de conteo, como el informe MoMo de sobremortalidad sitúan esa cifra más allá de los 50.000.
Entre número y número, la sociedad española se ha habituado a hablar de “la curva” y el departamento de Salvador Illa ha modificado en varias ocasiones el sistema de medición de la situación epidemiológica, cuyos datos siguen siendo imprecisos y difíciles de interpretar. Caen en un oscuro vacío durante el fin de semana y contradicen a los ofrecidos por cada una de las comunidades autónomas.
Cuando comenzó el estado de alarma, los positivos diarios aumentaban exponencialmente en miles, hasta llegar al “pico” 12 días después, el 26 de marzo, con 9.181 contagios, según los datos del Instituto de Salud Carlos III. A partir de entonces, con todo el país confinado, comenzó a “aplanarse” la curva. El 21 de junio, fecha en la que cayó el decreto, se registraron 334 contagios.
En las últimas semanas, la curva ha vuelto a dispararse hacia arriba y los números de casos diarios son muy similares a los cerca de 10.000 que marcó el pico. El mejor ejemplo se dio el pasado viernes, cuando Sanidad notificó la mayor cifra diaria de contagios desde que comenzó la pandemia: 12.183 nuevos casos.
Pese a todo, el análisis de la situación actual difiere mucho del que se hacía hace seis meses por motivos como la capacidad de diagnóstico, el perfil de los contagiados o, incluso, los avances científicos sobre la propia enfermedad. No son simples números los que hay que comparar.
A principios de marzo, las pruebas PCR se hacían únicamente a quienes ingresaban en los centros hospitalarios. Los que manifestaban síntomas leves y los asintomáticos escapaban completamente del filtro, como ratifican los datos. Cuando se decretó el estado de alarma, se realizaban en el conjunto del país unas 3.000 PCR al día; ahora, han alcanzado picos de 89.000 diarias, aunque la media es próxima a las 60.000.
De los casos que se detectaban entonces, casi un 55% requerían de atención hospitalaria; ahora son menos del 5% y entre el 40% y el 50% de los diagnosticados son asintomáticos. Las consecuencias de todo esto se manifiestan en la letalidad: si a principios de la epidemia era del 13%, desde mayo está por debajo del 1%.
Del mando único a las CCAA
En el ámbito político, la respuesta de la pandemia ha pasado de estar en manos de un mando único a las comunidades autónomas. El estado de alarma desembocó en una gestión centralizada: el Gobierno central se convirtió en la única autoridad para mantener el confinamiento y, más tarde, para diseñar la estrategia de desescalada. Siempre escoltado por “expertos sanitarios”.
Con la Cámara Baja en suspenso, el recién estrenado Gobierno de coalición se enfrentó a un reto mayúsculo e inesperado y el protagonismo recayó principalmente sobre dos personas antes desconocidas: el ministro de Sanidad, Salvador Illa, y el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias, Fernando Simón.
Cuando el 21 de junio cayó el estado de alarma, la gestión de la pandemia pasó a las comunidades autónomas, hasta entonces retrotraídas y únicamente visibles en las convocatorias semanales de la Conferencia de Presidentes, en desuso hasta ahora.
Las fases de desescalada fueron lentas y desiguales, pese a que la temporada estival que llegaba como reactivadora de la economía estaba a la vuelta de la esquina. Y cuando llegó la nueva normalidad, los gobiernos regionales se vieron obligados a hacer malabares con sus competencias para frenar la proliferación de los casos.
La aparición incesante de nuevos brotes llevó a las regiones, sobre las cuales recaen las competencias en asuntos delicados como Sanidad y Educación, a forzar la poco trabajada coordinación con el Ejecutivo central y a establecer medidas específicas que, en los casos que conllevaban limitación de derechos, fueron revocadas por la Justicia.
Precisamente, Sanidad y Educación han sido las principales puntas de lanza en el envite entre las regiones y el Gobierno. En las últimas semanas, con la vuelta al cole, se ha amplificado el dogma de “17 formas distintas” de actuar, como reproche de algunas comunidades a un Ejecutivo que se ha instalado en un papel pasivo y ha apelado a la “cooperación”; eso sí, siempre por iniciativa de las regiones, que por ley ostentan las competencias.
Por ello, ahora son los gobiernos regionales quienes cierran parques infantiles y prohíben verbenas y fiestas populares, como Baleares; limitan a seis personas las reuniones, como Navarra; o reducen el aforo de las actividades sociales al 50%, como Galicia.
Otra recesión
A finales de 2019, todas las casas de análisis revisaban a la baja las previsiones de crecimiento de la economía española para 2020: apuntaban a un avance del PIB de un 1%. Con la crisis impulsada por la pandemia, el Banco de España anticipó en abril que la caída del PIB oscilaría entre el 11,6% en un escenario pesimista y el 15,1% en el más adverso.
Los datos, por el momento, no son nada halagüeños. En el primer trimestre del año, el PIB cayó un 5,2% tras dos semanas de cierre económico. En el segundo, el golpe fue aún más duro: un 18,48%. Según FocusEconomics, España podría perder en el tercer trimestre un 12,4%; en el segundo, un 9%, y podría comenzar 2021 con una caída del 2,1%.
En el plano turístico, según las estimaciones de Exceltur, se perderá a lo largo del año un 64,7% del PIB sectorial, con una caída de la actividad de 98.753 millones de euros. El paro es otra gran herida. Las previsiones del Ministerio de Economía, que están bajo revisión, indican que el desempleo alcanzará este año un 19% y el próximo se reducirá hasta el 17,2%.
España se ha convertido en el país de la Unión Europea más golpeado por el coronavirus en términos económicos. Registra datos mucho peores que los de Italia, el primer país que vivió el impacto de la pandemia, y de otros socios también dependientes del turismo como Francia o Grecia.
El desplome prácticamente duplica la contracción del 11,8% en la eurozona y del 11,4% en el conjunto de la UE, que es también la más grave desde el inicio de la serie en 1995. En el primer trimestre de 2020, el PIB ya cayó un 3,7% en la eurozona y un 3,3% en la UE.
Después de que todas las previsiones económicas se hayan pulverizado, la necesidad de contar con unas arcas públicas bien nutridas para lidiar con la pandemia hará que el país se endeude en 700 millones de euros cada día que pase hasta final de año. Los planes del Gobierno contemplan que el endeudamiento del país crezca en 130.000 millones de euros para poder afrontar cualquier estrechez que pudiera sobrevenir.
Pese a todo, la lectura es que esta vez todo ha sido diferente. Tanto los Gobiernos nacionales como la Unión Europea han aprendido de los errores de la crisis financiera de 2008 y han sido capaces de poner en marcha en tiempo récord una respuesta potente frente a la Covid-19 para preservar la economía y garantizar una rápida recuperación.
Así lo defendió la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, en Bruselas, alegando que las medidas puestas en marcha por el Gobierno español (en particular, los Expedientes Temporales de Regulación de Empleo (ERTE) financiados con dinero público, los avales del Estado por valor de 100.000 millones de euros para empresas y las ayudas a los autónomos) han evitado una contracción del 25% en la economía española este año y la destrucción de tres millones de puestos de trabajo.
Sea como fuere, nuestra economía queda en manos de los fondos que vengan en los próximos tres años de la Unión Europea y del aguante del Banco Central Europeo. En concreto, se espera un montante de ayudas que rondará los 140.000 millones de euros, pero del que todavía se desconocen muchos aspectos como la condicionalidad o las ayudas directas.
Camino de la vacuna
Desde el comienzo de la pandemia se ha intentado asentar la idea de que el final llegaría con la llegada de una vacuna. Y, aunque el camino se ha querido pintar de rosa en algunas ocasiones, lo cierto es que cada día hay más constancia de que el recorrido no será fácil ni corto.
El último ejemplo ha sido la interrupción, la pasada semana, de los ensayos de la vacuna de la farmacéutica Astrazeneca y la Universidad de Oxford después de que apareciera una reacción adversa en un voluntario. En el mundo, hay una treintena de vacunas contra la Covid-19 en fase de experimentación, nueve de ellas en la recta final.
El titular de Sanidad, Salvador Illa, insistió la pasada semana en el Simposio Observatorio de la Sanidad de EL ESPAÑOL en que, si los procesos de validación de la vacuna de Astrazeneca son correctos, a partir de diciembre España estaría en disposición de tres millones de dosis. Aunque matizó: la Unión Europea ha acordado tener un catálogo de entre siete y nueve vacunas distintas porque "nadie puede garantizar que una en concreto vaya a funcionar". Lo importante, ha repetido en diversas ocasiones, es que esas vacunas sean seguras y eficaces.
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