Hasta Pedro Sánchez Pérez-Castejón, y con la excepción del fugaz Leopoldo Calvo-Sotelo, los presidentes en España seguían un camino similar. Primero ganaban las elecciones, después lograban la investidura y finalmente aprobaban los Presupuestos con los que gobernarían.
La senda de Sánchez fue distinta desde el principio. Se instaló en la Moncloa sin una victoria electoral clara que le anclase y tras haber sido, en 2016, el primer candidato a una investidura que no lograba el respaldo del Congreso. Aquel primer intento, de la mano de Ciudadanos, fracasó.
Después, tras su caída y resurrección como líder del PSOE, llegaron, por este orden, la moción de censura que le aupó al poder en 2018; el rechazo a su primer proyecto de Presupuestos con Podemos, tumbado por los separatistas; la convocatoria electoral de abril de 2019; el fracaso de su investidura en pleno enfrentamiento con Pablo Iglesias en el verano de aquel año, cuando decía que le quitaría el sueño gobernar con el líder de Podemos, y la repetición electoral de noviembre.
Para entonces Sánchez llevaba año y medio en la presidencia del Gobierno, pero un tercio de ese tiempo en funciones, y sin el aval de una investidura ni mayoría estable con la que sacar adelante unas Cuentas Públicas. Era, de alguna manera, un presidente interino, o de prestado.
Todo ha cambiado, definitivamente, doce meses después. Sánchez preside ahora un gobierno de coalición con Podemos, el primero en la historia de España, y el 1 de enero entrarán en vigor sus primeros Presupuestos, pues hasta ahora gobernaba con los últimos del PP, elaborados por Cristóbal Montoro. Además, tras la negociación presupuestaria tiene unos socios parlamentarios claros, fundamentalmente ERC y Bildu.
Crisis sin precedentes
Sánchez dispone de los ingredientes para completar la legislatura, el sueño de todo presidente, aun cuando sus socios provocan algo más que recelos en buena parte del PSOE, como bien reflejan sus más significados barones territoriales.
Al mismo tiempo, tiene el desafío de afrontar una crisis sin precedentes. La pandemia ha cambiado el mundo, a España, y también a su presidente. Tanto, que su discurso de investidura del 4 de enero parece hoy de otra época ya olvidada: cuando no había Covid-19.
El 6 de febrero, Sánchez se reunía con el entonces presidente catalán, Quim Torra, en el Palau de la Generalitat. Antes y después de la entrevista corrieron ríos de tinta, habida cuenta del compromiso adquirido en la investidura con ERC, cuya abstención fue clave para reactivar la "mesa de diálogo" con los independentistas.
El portavoz de los republicanos, Gabriel Rufián, lo dejó claro en su intervención en el debate de investidura: "Si no hay mesa, no hay legislatura". La entrevista entre los presidentes central y autonómico se inscribía en lo que entonces todos los actores implicados daban por hecho que era la precampaña de unas inminentes elecciones catalanas anticipadas que, finalmente, se celebrarán a principios de 2021.
En todo ello andaba metida España hasta que llegó el sábado 14 de marzo que cambió todo. Con cara de circunstancias, Sánchez anunciaba ese día su primer decreto de estado de alarma, el segundo de la democracia tras el aplicado por Zapatero durante la crisis de los controladores aéreos de 2010. Habló de "moral de victoria", expresión que repetiría a partir de entonces hasta la saciedad en sus discursos durante el confinamiento y la posterior desescalada.
La pandemia une
La gestión de la pandemia trastocaba todos los planes. El hasta entonces ignoto para el gran público Salvador Illa se convertía en una de las grandes figuras del Ejecutivo, al frente de un Ministerio de Sanidad que Podemos rechazó durante la negociación del pacto de coalición.
Y un técnico como Fernando Simón, nombrado en su día por el PP y al que Sánchez ni siquiera conocía, pasaba de la noche a la mañana a ser pieza clave de la estrategia de comunicación del Gobierno, aun sin sentarse en el Consejo de Ministros.
Los meses de confinamiento fueron de una gran intensidad. Los ministros comparecían de dos en dos o de tres en tres para anunciar las medidas con las que combatir el virus. También lo hacía Simón junto a sanitarios y miembros de las fuerzas de seguridad y del Ejército, lo que provocó el recelo de los nacionalistas catalanes.
La operación Balmis terminaba en junio después de que los soldados ayudasen en la desinfección de espacios, en el montaje de hospitales de campaña y en la asistencia a muchas de las víctimas que fallecían lejos de sus seres queridos. Una peripecia que recordaba emocionada la ministra de Defensa, Margarita Robles, al recoger el Premio a la Solidaridad de EL ESPAÑOL, que recaía este año en las Fuerzas Armadas.
La pandemia actuaba como "pegamento" de la coalición, tal y como admitían en público y en privado los miembros de PSOE y Podemos, que inscribían las críticas de la oposición como una operación de acoso y derribo al Gobierno. Pero por mucho que la adversidad uniera al gabinete, las costuras no han parado de tensarse entre ambas formaciones.
"No seas cabezón"
Durante la última comparecencia de Sánchez este año en el Congreso, el pasado 16 de diciembre, se vio a Iglesias y a María Jesús Montero discutiendo en un salón anexo al Hemiciclo. "No seas cabezón", se oyó decir a la ministra de Hacienda. La anécdota refleja a las claras el clima enrarecido que existe en el Ejecutivo.
El salario mínimo y el ingreso mínimo vital; el plan antidesahucios y el de alquileres; la Ley sobre libertad sexual que impulsa Irene Montero en Igualdad; el conflicto del Sáhara; las críticas a la monarquía en general y el Rey emérito muy en particular... Todo ello ha sido (y es) objeto de debate entre los socios, sin que se haya respetado siempre ni la discreción ni el propio protocolo que los grupos socialista y de Unidas Podemos firmaron para coordinar su actuación parlamentaria.
"Nos hemos dado cuenta de que la forma de conseguir cosas es apretar", dicen en el lado de Podemos. Y "apretar" significa tanto filtrar a la prensa el descontento por una determinada medida, como presentar una enmienda sin contar con el PSOE o que Iglesias sugiera en público que el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, es un "machista" por poner pegas jurídicas al proyecto de ley del "sólo sí es sí".
Pero ha sido el asunto de la Monarquía lo que ha provocado mayor tensión interna. El 19 de marzo, en una de sus primeras ruedas de prensa en la Moncloa durante el estado de alarma, Iglesias alentaba las caceroladas contra la Corona. Desde entonces, y hasta que el ministro José Luis Ábalos arremetió en diciembre contra el vídeo de Podemos en el que se vincula a la Familia Real con la serie Narcos, muchos han sido los episodios de tensión y desencuentro.
Podemos considera que Juan Carlos I se fugó en verano de España para eludir la acción de la Justicia y que el PSOE actúa como "guardaespaldas" del Emérito al no permitir que se constituya una comisión de investigación sobre este caso.
Incluso el director del Centro de Investigaciones Sociológicas, José Félix Tezanos, se ha visto salpicado por esta cuestión. Podemos ha llegado a presentar una iniciativa para que el CIS pregunte a los españoles su opinión sobre la Jefatura del Estado.
Las coincidencias
Pero el Gobierno Sánchez también ha exhibido unidad sin fisuras. El 21 de julio, en una imagen convenientemente distribuida por Moncloa, todos los ministros aplaudían al presidente a su vuelta del histórico Consejo Europeo en el que se aprobaba un fondo de recuperación por la Covid-19 de 750.000 millones de euros, de los cuales España recibirá 140.000.
Y en octubre, Sánchez e Iglesias se repartían las tareas de réplica a la moción de censura de Santiago Abascal, una ofensiva estéril en la que destacó el sonoro no de Pablo Casado.
Desde la perspectiva legislativa, la Ley de Educación ha sido el proyecto en el que más cómodos han estado juntos PSOE y Podemos. Incluso para enmendarla, de la mano de ERC, con el objetivo de blindar la exclusión del castellano como lengua vehicular en Cataluña.
Esto último provocó a la postre que Ciudadanos se bajase del barco de apoyos al Gobierno, tras exigir Inés Arrimadas una rectificación como línea roja para su apoyo a los Presupuestos. Pese a haber mostrado su disposición a la negociación tras reunirse con Sánchez en La Moncloa en septiembre, y haber votado con el PSOE y sus socios en contra de las enmiendas a al totalidad de PP y Vox, finalmente la líder naranja rechazó las Cuentas Públicas.
Como en todo gobierno de coalición, una cuestión clave es determinar qué repercusión electoral tiene para sus componentes esa cohabitación. Y lo que dicen las encuestas es que el PSOE sigue liderando la intención de voto y que Podemos se mueve en torno al 10% de apoyos, un poco por debajo de lo que obtuvo en 2019.
Ahora bien, los resultados de las dos únicas citas con las urnas que ha habido este año, las autonómicas gallegas y vascas del 2 de julio, dibujan una realidad inquietante para Iglesias, que posiblemente explique muchos de sus movimientos desde entonces.
En ambos comicios Podemos se llevó un tremendo varapalo. Desapareció del Parlamento de Galicia, allí donde fraguó en 2015 muchos de los llamados "ayuntamientos del cambio", y perdió la mitad de sus apoyos en el País Vasco, allí donde llegó a ser el partido más votado en las generales de 2015 y 2016. Esa caída extrapolada a unas elecciones generales tendría consecuencias letales para Iglesias...
Pero para eso aún queda. Los españoles tendrán ocasión de evaluar por separado a los dos partidos de la coalición en 2023, si nada se le tuerce a Sánchez.