Ángeles Domínguez, víctima del 11M contra la prescripción: "Ahora quizá salga alguien confesando"
Fundó y presidió durante años la Asociación Víctimas del 11-M. Fue sacada 'in extremis' por un militar de uno de los vagones que explotaron.
11 marzo, 2024 04:30Cuando el viento se asoma con fuerza a sus orejas, se las tapa con las manos. "Ay, los tímpanos". ¿Cómo duelen los tímpanos? Ese dolor hermana a cientos de supervivientes del atentado del 11 de marzo de 2004. Ángeles Domínguez, literalmente, los perdió. Ahora tiene otros. Trasplantados. Gracias a ellos, vamos charlando por la avenida que rodea la estación de tren de Alcalá de Henares.
Por aquí entró pocos minutos después de las siete de la mañana de aquel día. Después, una explosión. Luego, otra. Hasta que se vio sentada en las piedras de una vía. La colocaron, estratégicamente, mirando hacia los edificios. Para que, al recuperar el sentido, no se topara con los cuerpos mutilados, con los cadáveres.
Algunos meses después del 11-M, Ángeles fundó junto a su marido Eduardo y otro matrimonio afectado la Asociación Víctimas del 11-M. Pelearon en dos frentes. El primero, la cobertura de los que iban en los trenes y sus familias. El segundo, el combate contra la prescripción del caso.
Ahora se cumplen veinte años del crimen, que, salvo milagro, prescribirá. Desde 2010, una reforma legal impide que los delitos de terrorismo prescriban, pero no se aplica de manera retroactiva. Sólo le quedaría al 11-M un resquicio: el convenio europeo de imprescriptibilidad. Para que funcionara, debería descubrirse algo lo suficientemente importante como para reabrir el caso y que las autoridades decidieran si aplicar el convenio. Casi imposible.
Son malos tiempos para la asociación, que acaba de echar el cierre por discrepancias entre los miembros de la junta que han sucedido a Ángeles y Eduardo. También para la investigación del caso, que ya no será viable. Sin embargo, esta mujer de setenta años, que en 2004 tenía cincuenta, dice: "De tener algo bueno… Quizá ahora existan autores intelectuales o materiales que se descubran y se atribuyan el atentado".
Esta es la historia de una vida salvada como por un "milagro". Utilizó la palabra el militar que la sacó en brazos del vagón. Ángeles iba sentada en uno de esos cubos de cuatro asientos. Las tres personas que iban con ella murieron. El foco de la explosión —dice su marido Eduardo— estuvo justo detrás de ella.
Podemos viajar con facilidad a ese instante porque Eduardo, pasado el tiempo, encontró en una revista italiana la foto de Ángeles tirada en la vía, justo después del atentado. Hay una extremidad alrededor y algunos muertos. "¿La veis? Aquí se le distingue. En España, las fotos se publicaban pixeladas. En Italia, parece que no".
Pero esta es también la historia de una vida dedicada al resto de víctimas. Han sido veinte años de refriega contra el olvido y la burocracia. Veinte años de luz donde cada día es como si fuera el último. En este caso, el tópico se hizo realidad tras el ruido de la explosión. El relato que sigue nace de las comillas que verte Ángeles sobre la grabadora y que, a ratos, completa Eduardo.
11 de marzo
Ángeles, que estudió Biología, trabaja en el servicio administrativo de un centro de salud en Carabanchel. Se ha levantado a las 5:45 y ha desayunado poco. Si desayuna mucho, le gusta hacerlo con calma. Y apenas tiene una hora para ducharse, cambiarse y llegar a la estación. Suele coger el tren de las 7:11. A veces, si llega antes, le da tiempo a montarse en el de las 7:05.
Los recuerdos de los supervivientes del 11-M son así, pueden medirse en cuestión de minutos. A veces, incluso, de segundos. En un día iba a caberles toda la vida.
Su marido, que trabaja en control de calidad en Iberia, está de viaje de trabajo en Toulouse. Cuando Ángeles coge el primer autobús camino de la estación de Alcalá, se quedan en casa durmiendo sus dos hijos y su madre. Ángeles coge el tren de las 7:05.
Sube al último vagón. No es casualidad. Es la típica rutina del que coge cada día metros y trenes. Se ha montado en el sexto vagón porque así luego se baja más cerca del andén de su transbordo. En Atocha cogerá un tren a Aluche. Y en Aluche, un autobús hasta el centro de salud de Carabanchel.
El vagón no va demasiado lleno, aunque sí lo suficiente como para que sólo quede una butaca libre. Ángeles se sienta. Es uno de esos cuadrados de cuatro sillas. Ángeles, dos señores y una mujer. El tren para en Entrevías. Se sube y se baja la gente. Ángeles agarra el bolso, se prepara. Suele prepararse para descender en Atocha con cierta agilidad, "que hay lío", para no perder tiempo en el transbordo.
De repente, en el camino de Entrevías a Atocha, que es de apenas unos minutos, un "ruido terrible". Se va la luz. Hay cierta oscuridad porque no ha amanecido. La gente chilla, ya que el vagón se tambalea. Las puertas no se abren, no hay luz. Ángeles cree que han chocado, que han descarrilado. Llega a ver rota la catenaria. De pronto, oscuridad. Ya no ve nada más.
La explosión
Cuando Ángeles recupera el sentido, está fuera del tren, sentada en las piedras grises de la vía. No sabe qué ha pasado. Ha amanecido, tiene enfrente tres o cuatro edificios y las manos llenas de sangre. Alza la vista y se topa con un vecino de la casa de Alcalá de Henares: José Antonio, un militar. Él la ha sacado del vagón tras la explosión. José Antonio iba dentro, pero ha salido ileso.
Ángeles gira la cabeza y ve a su espalda destrozado el vagón en que viajaba. El anterior, el quinto vagón, parece una lata de sardinas: tiene el techo arrancado. Ahí ya piensa que ha habido un atentado terrorista. Se percata de los cuerpos. Le pregunta a su vecino: "¿Qué haces tú aquí?". "Te he sacado de ahí".
José Antonio, el vecino, le va a contar a Eduardo, el marido de Ángeles, que el cuerpo de su mujer estaba encajado entre dos asientos. Cuando tiró de ella, no supo si iba a sacarla entera o por la mitad. Junto a ella, los cadáveres de los dos hombres; el cadáver de la otra mujer.
Ángeles ha perdido un zapato, está llena de quemaduras, no tiene medias, los pantalones están rotos. La sangre cae de sus oídos y de la nariz, brota de sus manos. Siente un fuerte dolor en el pecho. Tiene siete costillas rotas, pero no lo sabe.
Aparece un bombero, que quiere cogerla en brazos para llevarla al hospital de campaña. Ella no quiere. Prefiere probarse y caminar. Lo intenta, pero se desmaya. Lo siguiente que ve es el hospital de campaña improvisado en la calle Téllez, frente a las vías. Tiene mucho frío. Le explican que es porque ha perdido un montón de sangre. La cubren de "no sé cuántas" mantas. Vomita sangre. Piensa: "¿Y si estoy reventada por dentro?".
Le explican que no ha perdido el conocimiento durante el atentado, que ha estado en shock. Ella no es capaz ni de recordar el número de su casa. Se bloquea. Palpa su bolsillo, ha perdido casi todo menos el abono de transportes. Se organiza un dispositivo para que una vecina sea quien pase a casa a hablar con la madre y los hijos. Eduardo está en Toulouse. Llama a Ángeles, pero el teléfono no da señal. Tardará horas en localizar a su hijo.
En el Gregorio Marañón
Trasladan a Ángeles al Gregorio Marañón. En Urgencias, dudan. Piensan en hacerle una traqueotomía. Respira con mucha dificultad. Al final, le colocan un catéter a los pulmones. Tiene perforado uno de ellos. Confirman fractura de siete costillas. Como la UCI está llena, la suben a la habitación 317. La comparte con otras dos mujeres víctimas del atentado.
Ángeles se va descubriendo poco a poco. El pelo, quemado. Las cejas, quemadas. Su cuerpo, sobre todo en la espalda, negro. Toda ella es "un cardenal muy grande". No oye casi nada. Aparece su hijo con un teléfono móvil en la mano. Se lo coloca en la oreja y le dice: "Es papá". Ella responde: "Estoy viva".
Sale del hospital el 23 de marzo, pero su relación con los médicos será casi diaria hasta el 23 de diciembre. Perderá 30 kilos. Estará 532 días de baja. El doctor da tiempo a que sus tímpanos se regeneren. Pero no hay nada que regenerar, han desaparecido. Por eso le colocarán dos nuevos. Se libran de la operación muchos de los que iban con cascos cuando la explosión.
La búsqueda
Ángeles se va enterando de cosas. Ha habido una explosión en su vagón. No sabe cómo. Veinte años después tampoco sabrá. De dónde salió, cómo explotó. Ella, con el paso de los años, revivirá una y otra vez los rostros de los que estaban allí. Revisitará el recuerdo en busca de bolsas o paquetes sospechosos. Jamás encontrará.
Cuando sale del hospital, necesita ayuda para todo. Eduardo es quien se encarga de los trámites, que son muchos más de los que hubieran imaginado. Hablan, charlan, piensan. "Si a nosotros nos cuesta, que tenemos respaldo económico y familiar, ¿qué pasa con todos esos inmigrantes que iban en los trenes? Algunos ni siquiera tenían papeles". Ese es el germen de la Asociación víctimas del 11-M. La fundan con otro matrimonio afectado, el de Eloy y Angelines.
Empieza un trabajo intenso, desinteresado, que llega hasta hace apenas un año. Tanto ella como Eduardo se comprometieron a parar. Ángeles ya tiene setenta. Era la edad simbólica para dejarlo. Intentan una "transición ordenada", pero quienes les dan el relevo forman una junta que alberga una guerra interna. Hasta el punto de que hoy, veinte años después del atentado, la asociación acaba de anunciar su disolución.
Estamos de nuevo en el bar, junto a la estación de tren. Ángeles y su café con leche. Eduardo con el suyo, descafeinado. Le preguntamos a Ángeles por el paisaje: asociación extinguida y atentado a punto de prescribir.
"Creo que no está claro lo que pasó. Falta mucho camino por recorrer para averiguar quiénes fueron los autores intelectuales y los autores materiales. Me parece un caso no resuelto, que cada uno piense lo que quiera. Una vez prescriba, quizá haya alguien que revele su participación", responde.
Sólo hay un momento de la conversación en que Ángeles deja escapar unas cuantas lágrimas. Es cuando le preguntamos por su familia, por cómo el atentado condicionó para siempre las relaciones entre ellos. Llora, nos dice, de alegría. Conserva a su marido, están cerca sus dos hijos y ha conocido cuatro nietos. Todo eso estuvo a punto de perderse aquella mañana, en el tramo que va de la estación de Entrevías a la de Atocha.