Tal como hizo en enero, Mariano Rajoy ha vuelto a innovar en la tradición política española. Si entonces se convirtió en el primer político de la Democracia que declinó la oferta del Rey para formar gobierno, ahora ha anunciado que se ha transformado en el candidato de Schrödinger: ha decidido, al mismo tiempo, ser y no ser el aspirante a la Presidencia del Gobierno.
De la misma manera que el famoso gato inventado por el físico Erwin Schrödinger para explicar los extremos de la física cuántica, Rajoy ha decidido explorar la realidad alternativa poniendo condiciones al encargo del Rey. Está dispuesto a gobernar en minoría con 137 escaños, pero no a ir a la investidura con el apoyo únicamente de esos 137 escaños. El economista Víctor Moratinos fue el primero que reaccionó a un tuit mío evocando la famosa paradoja.
Rajoy es candidato para lo bueno. Para envolverse en la capa de invulnerabilidad que significa ser propuesto por Felipe VI y contar con un mandato aumentado para moverse por el tablero político. Pero ha decidido no serlo si los demás no le prometen los apoyos suficientes para superar la sesión de investidura. De esta manera, el presidente del Gobierno en funciones ha tenido el desparpajo de anunciar su intención de eludir el procedimiento fijado en el artículo 99.2 de la Constitución que establece que el candidato propuesto por el Rey “expondrá ante el Congreso” el programa político de su Gobierno. La investidura o la no investidura es la fase final del procedimiento de elección del presidente. La Constitución no prevé escapatorias ni atajos.
De hecho, si Rajoy acepta convocar la investidura, pero da la espantá en el último momento y evita una derrota en el Hemiciclo, es discutible que empiece a correr el plazo legal de dos meses para convocar nuevas elecciones. El texto constitucional afirma que el famoso “reloj de la democracia”, como lo llama Sánchez, comienza a contar “a partir de la primera votación de investidura”, por lo que no basta con que se celebre la sesión, sino que debe existir una votación.
De momento, Rajoy se ha quedado con el reloj del proceso, aunque está muy limitado por las propias prisas que él metió (“no hay por qué dejar para agosto lo que se puede hacer en julio”). Ha dicho que procederá en un tiempo razonable con las conversaciones. Dos citas enmarcan este proceso: el decreto ley con el techo de gasto debería enviarse al Congreso antes de que termine el mes de agosto (es fundamental para que las comunidades autónomas elaboren sus cuentas públicas) y el anteproyecto de Presupuestos Generales del Estado que debe estar enviado el 30 de septiembre.
Con la caótica conferencia de prensa de ayer, donde quedó como un marrullero que no se atreve a hablarle claro al país, Rajoy tampoco ha ganado simpatías entre los mismos partidos que debe atraer para intentar formar gobierno. Su planteamiento sobre la sesión de investidura carece de seriedad y no despierta confianza. Anunciar que se va retorcer la norma constitucional en un país donde el respeto a la legalidad está amenazado por la eventual secesión de una parte del territorio es un error gravísimo y una irresponsabilidad política.
En los próximos días se deben clarificar unas cuantas cosas. Una es el perímetro de los apoyos que Rajoy intentará recabar. En ese sentido, la decisión sobre el grupo parlamentario de la ex Convergéncia será una buena pista. El otro es la constatación con los demás partidos si el obstáculo para formar gobierno es el PP o es Rajoy. Si es el PP, todo se puede negociar. Pero si es Rajoy, el bloqueo institucional será insuperable a menos que el presidente decida dar un paso al lado.