"Debido a una incidencia, los trenes no realizan la parada reglamentaria en Jaume I", decía la megafonía del metro de Barcelona a las 19:00 horas de este domingo. La incidencia eran los CDR, los Comités de Defensa de la República, formados en buena parte por antisistema y militantes de la CUP y Arran, que se agolpaban frente a los cordones policiales de los mossos d'esquadra buscando la deseada foto de la carga, la brecha en la cabeza y el moratón lumbar. Consiguieron varias de esas fotos. Los líderes independentistas harán buen uso de ellas durante esta semana.
En la esquina de la calle Trafalgar con Ortigosa, a unos doscientos metros del Palau de la Música, se concentraban un par de docenas de miembros de los CDR junto a un par de cientos de jubilados con bufandas amarillas y de adolescentes cacerola en ristre. Su grito de guerra era el ya habitual "las calles serán siempre nuestras". A pocos metros de ellos paseaba un manifestante constitucionalista con una fregona de tiras amarillas a modo de estandarte. Difícil saber si el mocho era una metáfora del peinado de Carles Puigdemont o de los lazos amarillos que portaban muchos de los presentes.
La calle Ortigosa fue el punto de entrada de varios de los invitados a la cena presidida por el Rey. Cuando los mossos abrían un pasillo para el enésimo coche con los cristales tintados, los manifestantes abucheaban y golpeaban sus cacerolas henchidos de indignación. "¿Quién va en el coche?", le pregunto a uno de los más entusiastas. "No tengo ni idea", me contesta, tras lo cual se arranca a gritar "llibertat, llibertat" ("libertad, libertad"). Un vecino que pasea con su mujer le responde "quatre gats, quatre gats" (cuatro gatos, cuatro gatos). Lo dice en catalán.
El vecino tenía razón. En la calle Ortigosa apenas se reunieron un par de cientos de independentistas. A sólo cincuenta metros, en la esquina de Bruc con la ronda Sant Pere, una cafetería servía café con leche a jóvenes que miraban fijamente la pantalla de sus móviles como si no tuvieran una revolución en marcha a apenas unos metros de distancia. No hay revolución capaz de competir con Snapchat.
Pero yo seguía en Ortigosa. Un chico de estética okupa y complexión tenue se encaró con un mosso y este le teletransportó de un empujón a unos cinco metros de distancia. Cuando el mosso se giró, el chico le dedicó una peineta que, obviamente, no llegó a su destinatario aunque probablemente ayudó a su autor a dormir esa noche sintiéndose un héroe.
Las cargas estaban en otro lugar. En Vía Laietana, por ejemplo, donde hubo varios heridos (cuatro al parecer) de poca consideración. A las 21:00, la cacerolada habitual apenas duró cinco minutos. En octubre duraban media hora.
Las conclusiones son dos, obvias: una positiva y otra muy preocupante. La primera es que el independentismo se está desinflando poco a poco y apenas aspira ya a intrascendentes demostraciones de indignación a cargo de ciudadanos cuyo concepto de la revolución republicana es aporrear una cacerola, tararear el himno de Riego y vestir bufandas amarillas.
La segunda es que los CDR, que reúnen no sólo a los cachorros de la CUP y de Arran, sino también a los antisistema de Ada Colau, están mutando en embrión de kale borroka. De momento, como demuestran sus desafíos de este domingo y los ataques a la redacción de Crónica Global, miden fuerzas con el enemigo y comprueban la disposición de los suyos a incrementar poco a poco la intensidad de su violencia y a convertir Barcelona en territorio comanche. Es cuestión de tiempo que surja un Joan Rull de entre sus filas. Ya saben, el terrorista anarquista y chivato a tiempo parcial que a principios de la primera década del siglo XX se dedicó a sembrar Barcelona de bombas disgustado por lo que él consideraba que era un escaso pago por sus servicios de agente doble.