Para escalada, la de las performances separatistas. En un solo año, el catalanismo ha pasado de las esteladas a los lazos y de ahí a las cruces, las jaulas, las taras en el ADN, las marchas de antorchas y, ayer, las berreas masivas. La suerte que tuvo este martes el independentismo es que los ciervos del Coto de Doñana no deambulan hasta la avenida Diagonal de Barcelona. ¡Cualquiera le explica a un macho en celo de ciervo rojo que está malinterpretando las señales!
Porque ese fue el acto central de la Diada de 2018. Un gigantesco berrido. Un bramido masivo, convulso, que debía avanzar como "una ola de sonido" por la Diagonal hasta derribar el muro de cartón piedra que la ANC había instalado en uno de los extremos de la avenida y que simbolizaba el odiado Estado español.
La cosa salió regular, pero nadie podrá decir que la imparable conversión del independentismo en movimiento de masas gótico-mesiánico-inquisitorial-circense no marche viento en popa.
La performance tenía su miga. El maestro de ceremonias fue Toni Albà, colaborador habitual de TV3 y supuesto humorista. Albà es conocido más allá del Ebro por haber llamado "mala puta" a Inés Arrimadas, mandado a "lamer mierda" a la juez Carmen Lamela y llamado "burbujita bailarina" a Miquel Iceta. Un triple combo de racismo, machismo y homofobia que, por alguna extraña razón, la ANC consideró idóneo como imagen del acto central de la Diada de este año. El filtro moral del independentismo es un colador con agujeros del tamaño de la Fosa de las Marianas.
Toni Albà subió al escenario rodeado de niños disfrazados de diablos por aquello de desmentir las acusaciones de adoctrinamiento infantil y mandó callar a la multitud a grito pelado. "¿QUERÉIS CALLAROS DE UNA VEZ?" les chilló a los presentes con la desesperación del que ha recibido el encargo de pastorear un rebaño de medio millón de gatos. Alguno se dio por aludido y escondió por unos minutos su cartel de "no nos obligaréis a callar".
La gente, en fin, calló a medias, y el lanzamiento de un cohete dio la señal de inicio del Gran Alarido que debía cruzar la avenida Diagonal.
Un Muro de Berlín de mentirijillas
El Gran Alarido cruzó la avenida a espasmos y rozando la chapuza. Al final del recorrido, los voluntarios de la ANC calcularon a ojo —la coordinación brilló por su ausencia— y derribaron el primero de los paneles de un muro de mentirijillas a medio camino del Muro de Berlín y del muro de ladrillo de los conciertos de la gira de The Wall de Pink Floyd. ¡Clonc!
Los minutos siguientes se los pasó la multitud vociferando las habituales consignas independentistas para que los voluntarios derribaran el resto de paneles del muro. Clonc. Clonc. Clonc. A más de uno le vinieron en ese momento a la cabeza los Dos Minutos de Odio de la novela 1984 de George Orwell.
En la novela de Orwell, los Dos Minutos de Odio son un acto de partido al que asisten a diario y de forma obligatoria todos los obreros de Oceanía, uno de los tres regímenes totalitarios que se han repartido el planeta. Durante ese acto, los trabajadores son obligados a ver una película corta en la que se demoniza a sus supuestos enemigos, los ciudadanos de Eurasia, y muy especialmente al malvado Emmanuel Goldstein.
Durante el pase de esa película, todos los miembros del Partido descargan su ira a gritos contra las imágenes de la película. No es raro que algunos, poseídos por la rabia, acaben lanzándole algún objeto a la pantalla. Aunque Orwell no lo aclara, es probable que Goldstein ni siquiera sea real. O que sea sólo un antiguo miembro crítico de la cúpula del Partido caído en desgracia, o ejecutado, y cuya imagen sigue siendo utilizada como hombre de paja y enemigo externo por el Gran Hermano.
Como escribe Orwell:
"Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era que estuvieras obligado a participar, sino que era imposible escapar de ellos. A los treinta segundos, ni siquiera era necesario fingir. Un espantoso éxtasis de miedo y ansia de venganza, de deseo de matar, de torturar, de machacar caras con un mazo, parecía fluir a través de la gente como una corriente eléctrica, convirtiéndote, incluso en contra de tu propia voluntad, en un lunático vociferante. Y, a pesar de ello, la rabia que sentías era una emoción abstracta y sin objetivo. Podía cambiar y ser enfocada en un objeto u otro, como la llama de una lámpara".
Ayer, el Gran Hermano independentista organizó para sus cientos de miles de seguidores la versión local de los Dos Minutos de Odio de Orwell. Una pequeña dosis de fascismo festivo y sin consecuencias en la práctica que le permitió a entrañables jubilados, familias con bebés, niños, adolescentes y maestros de escuela dar rienda suelta sin cortapisas a su desprecio por ese hombre de paja llamado "Estado español", "fachas", "constitucionalistas", "tabarnícolas", "franquistas" o "ciudagramos".
Como se explica en 1984, el resentimiento contra un enemigo idealizado que alimenta las performances independentistas puede ser enfocado a placer por los líderes del movimiento en uno u otro objeto. El juez Llarena. El Rey. España. Los colonos. En función de las luchas de poder internas entre facciones del régimen, ese odio acabará recalando algún día en ERC. O en Carles Puigdemont. O en Òmnium Cultural.
Pero ese momento no ha llegado todavía. Tampoco era ayer el día para romper la imagen de granítica unidad que tanto se han esforzado en fingir los partidos separatistas. El objetivo de la Diada de este año no era otro que suministrarle a los consumidores de la droga de moda en Cataluña (el victimismo) su dosis periódica de metadona. Ayer, cientos de miles de personas le gritaron a un muro de cartón piedra mientras unos operarios tiraban de los cables y fingían que la pared que se interpone entre ellos y "la libertad" era derribada por sus bramidos.
A algunos no nos vino sólo a la cabeza Orwell, sino también El Mago de Oz.