Sobre el "problema catalán" se ha escrito mucho y bien. En ocasiones, de forma brillante. Desde los clásicos La ciudad que fue y Contra Catalunya, de Federico Jiménez Losantos y Arcadi Espada, respectivamente, hasta los más recientes Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido y El golpe posmoderno, de Rafa Latorre y Daniel Gascón.
Pero ningún libro hasta ahora había afrontado la tarea, metódica y hasta obsesiva, de desmontar uno por uno los lugares comunes habituales sobre el nacionalismo catalán: "El PP es una fábrica de independentistas", "Cataluña tiene derecho a decidir", "El problema sólo se puede conllevar"…
Juan Claudio de Ramón (Madrid, 1982) es diplomático en la embajada española en Roma y el autor de Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña. Breviario de tópicos, recetas fallidas e ideas que no funcionan para resolver la crisis catalana (editorial Deusto). Escuchado y respetado tanto a derecha como a izquierda, Juan Claudio de Ramón ha tenido el detalle de enfocar el (quizá no tan) eterno conflicto catalán desde un punto de vista ilustrado y liberal, sin equidistancias ni peticiones de diálogo, pero también sin aspavientos estériles. Es decir, con mano de hierro en guante de seda. De casta le viene al diplomático.
Su libro es un argumentario de réplicas a los tópicos más habituales sobre Cataluña y el 'procés'. No es un argumentario escrito desde una postura ideológica, sino basado en el sentido común. ¿Se ha perdido ese sentido común?
En efecto, lo que analizo es una fraseología que, bien por engañosa, bien por banal, nos tiene a los españoles desde hace años dando vueltas en círculo como burros atados a una noria. Y sí, en la Cataluña oficial se argumenta últimamente desde un lugar lejano al sentido común. Ahora bien, aunque mis respuestas no sean de izquierdas ni de derechas, sí provienen todas de un fondo de armario ideológico muy concreto, que es el de la democracia liberal y pluralista. ¡Es una buena noticia que pueda pasar por el sentido común de nuestra época, pero no lo es para todos!
Diagnósticos errados conducen a recetas equivocadas. La duda es si las recetas que se están aplicando tienen efecto o están contribuyendo a agravar la situación.
Creo que lo agravan. Y la razón es que todo nuestro aparato discursivo para hablar de Cataluña está pensado para darle la razón al independentismo en el fondo y quitársela en la forma. Actuando así, el votante independentista no tiene ningún incentivo para cambiar de opinión, porque nadie –ningún político, y en concreto ningún político de izquierdas, que son los que tienen mayor poder de prescripción– le está diciendo que está mintiendo o equivocándose. Es innegable que hay un debate de ideas, pero para ganar un debate lo primero que tienes que hacer es atreverte a decirle a la otra parte que se equivoca.
Usted es diplomático. ¿Les enseñan en la carrera cómo lidiar con interlocutores instalados en la emocionalidad extrema de ideologías como el nacionalismo?
Hay un cantar de Machado que me gusta repetir y repetirme a mí mismo: "En mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad". Son muchas las ocasiones en la vida en las que nos vemos con interlocutores muy sentimentalizados que ven cosas muy claras que no son verdad. A veces, nosotros mismos somos ese tipo de interlocutor intratable. Muchos independentistas, los no cínicos, son así: están completamente convencidos de cosas que no son ciertas.
Los diplomáticos no estamos mejor entrenados para afrontar estas situaciones que el resto de personas, aunque sí es cierto que se nos presupone más flema y talante conciliador. Me gusta pensar que algo de eso hay en el libro.
Sí hay un concepto que usamos los diplomáticos, y que podría tener traducción en nuestra crisis, y es el de "creación de confianza". Decimos que dos partes de un conflicto deben adoptar medidas de creación de confianza para desescalar. No es lo que está haciendo el soberanismo, que día a día hace lo contrario: generar desconfianza.
¿De dónde surge la tendencia de PP y PSOE a conllevar el problema catalán en vez de solucionarlo? ¿Es una simple cuestión de necesidad de votos, como se ha dicho con frecuencia, o hay algo más?
Es algo más. Es una mentalidad de fondo que yo he llamado "paradigma Ortega-Cambó". De Ortega toma la derrotista idea de que el problema no tiene solución. Y de Cambó, y como se supone que el problema no tiene solución, la necesidad de subalquilar la gobernación de Cataluña a un nacionalista moderado, del cual Cambó es el modelo prístino.
También se debe a que en la Transición la urgencia era modernizar el Estado, cosa que se hizo, y no tanto pensar y cuidar el tipo de comunidad nacional que íbamos a ser, asunto que se abandonó. Y hay también algo de pereza, porque lo que llamamos inmovilismo es falta de imaginación para probar cosas nuevas.
El problema tiene solución, pero requiere un tipo de energía casi obsesiva, transformacional, que no parece presente en las últimas hornadas de líderes, que se han acostumbrado a esta situación de equilibrio catastrófico en el que habitamos.
El nacionalismo catalán y su mitología son una invención de la burguesía catalana de finales del siglo XIX, pero ha sabido renovarse con los métodos del populismo del siglo XXI. El constitucionalismo no debería necesitar marketing, pero renunciar a él le sitúa en desventaja. ¿Cómo resolvemos esa paradoja?
Primero, entendiendo que tenemos a nuestra disposición más instrumentos de lo que parece. Hemos confundido patriotismo constitucional con patriotismo administrativo. Me explico.
El patriotismo no es un mero y frío asentimiento a un conjunto de leyes. Es una emoción de pertenencia, y está bien que así sea porque sólo de la emoción puede brotar el deber de cuidado. Pero no es una emoción ciega e irreflexiva, como el nacionalismo, porque se ata un elemento enfriador, racional, como es la Constitución.
Pero el significado de esta palabra es amplio y se abre a la dimensión estética. No supone renunciar, por ejemplo, a los símbolos. Y tampoco supone renunciar a los héroes. ¿Qué héroes? No los míticos de la nación inventada, como Santiago Matamoros o El Cid, sino los hombres y mujeres reales que nos ayudaron a conquistar la libertad en común: gente como Torrijos, Castelar, Clara Campoamor o Adolfo Suárez.
Hay todo un relato emocionante a disposición del constitucionalismo y que rara vez se utiliza. Esto se ve por ejemplo en el escaso uso que hacen los políticos españoles de la herramienta movilizadora por excelencia: el discurso. Los años del procés hubieran debido ser años de vibrantes discursos y no los hemos escuchado. O apenas. Los grandes combates ideológicos se lideran con discursos, y aquí brillan por su ausencia.
Usted es diplomático en Roma. ¿Cómo se ve el problema catalán desde allí?
Como casi cualquier otro país, y más si tiene una gran espesura histórica, Italia vive bastante absorta en su propia actualidad. Ahora bien, es innegable que las reverberaciones de la crisis han llegado a la sociedad italiana. Creo que el impacto ha sido superficial.
Por un lado, existe un caudal de simpatía espontánea hacia nuestro país que se lo pone difícil al independentismo. Instintivamente, los italianos saben que España es un Estado abierto y democrático y que Cataluña no es ningún pueblo oprimido. Por supuesto, hay opinadores que han comprado el relato independentista. Pero, cuando eso sucede, es fácil trazar el vínculo de la persona en concreto con algún pariente, amigo o, frecuentemente, colega universitario independentista.
Así que sí, al final todo depende de quien te cuente la película y la pasión con la que te lo cuente, y es difícil superar en pasión al apostolado independentista. A cambio, nosotros tenemos de nuestro lado los hechos.
El problema es que los hechos han perdido poder persuasivo en la era de la postverdad. Por eso fue importantísimo que el público italiano pudiera ver imágenes de catalanes no independentistas manifestándose masivamente. Hasta entonces, las imágenes habían sido suyas.
¿Cree que una posible solución al problema catalán sería convertir Barcelona y su cinturón en la decimoctava comunidad autónoma?
Me cuesta pensar que sea viable. Entre otras cosas, porque no puedes amputar a Cataluña de su capital histórica. Lo que sí creo es que los barceloneses tienen una especial responsabilidad en recuperar Cataluña para el sentido común, el pluralismo y la concordia.
Hace poco, un amigo que tenía una reunión en Barcelona, me confesaba: "Es la primera vez en décadas que no me apetece ir a Barcelona". Mi mujer es de allí, y me da una pena enorme lo que pasa, porque Barcelona es una ciudad enorme que no quiero me arrebaten.
Dice: "Más España en Cataluña y más Cataluña en España". Soy catalán. Le garantizo que al nacionalismo la primera parte de la frase le repele y la segunda le es indiferente. ¿Por qué cree que puede funcionar?
Se se fija, su pregunta parte de un presupuesto erróneo: que yo pretendo amansar al nacionalismo. No, no es eso. Ellos, es cierto, no quieren más España en Cataluña, y tampoco más Cataluña en España. Pero yo con esa fórmula no estoy dando nombre a una oferta a los independentistas, sino dibujando un nuevo equilibrio para el futuro. Es decir, no estoy pensando en los actuales líderes o votantes independentistas, sino en la siguiente generación de catalanes.
Es necesario que esa nueva generación de catalanes crezca, por un lado, viendo más España en Cataluña, de forma natural, no como un agente patógeno y extraño, que es como la retrata el complejo político-mediático nacionalista. Y por otro lado, tiene que ver más Cataluña en España, para que no tenga asomo de duda de que este Estado es también el suyo y está a su disposición, con todos sus recursos, para lograr cualquier meta que se proponga. Mi libro es una crítica de las frases hechas, pero terminaré con una, cierta a pesar de todo: la unión hace la fuerza.