Iglesias: moderado y extrañamente conciliador y constitucionalista
El líder de Podemos no fue al plató a buscar tangana. Su actitud era la de un hombre que ya se sabe sin el aura de un presidente de Gobierno.
Pablo Iglesias acudió al debate vestido de Pablo Iglesias, pero con un reto zen ante los ojos: ya no quiere revolución, sino Constitución. Fue el único que no llevó chaqueta, fue el que menos sonrió, fue el que parecía más cansado. Lo mostraban hasta sus hombros, a ratos embajonados, como si desease participar en una discusión con menos espectáculo, con menos artificios. No hubo navajazos, no hubo rap en forma de propuestas políticas: sí serenidad, sueños de conciliación y algo de hartazgo gestual, tal vez vital.
El líder de Podemos no fue al plató a buscar tangana ni a interrumpir a sus adversarios -en un momento hasta se refirió a ellos como “compañeros”-. ¿El hándicap? Su actitud era la de un hombre que, aunque aún votaría por sí mismo, ya se sabe sin el aura de un presidente de Gobierno. Ya se reconoce sólo, y en el mejor de los escenarios, como un futurible Sancho Panza. Fue el menos televisivo, Iglesias, con su inédita alergia al show y a la refriega, a pesar de los deseos del moderador de que se “faltasen al respeto educadamente”.
Su postura corporal hablaba por él: mantenía los brazos abiertos, procurando el diálogo. Si se le llamaba “comunista”, sacaba la Constitución. Lo hizo repetidas veces a lo largo del careo, apelando a la transversalidad de la Carta Magna del 78, tocando la espina dorsal patria allá en la letra donde -dicen- que hay consenso, agarrándose a ese texto que a nadie -excepto a los separatistas- aterra.
Iglesias no quiso dar miedo. No otra vez. Ya no era un rebelde contra el sistema, sino un político de izquierdas resignado a ciertas estructuras inamovibles, un hijo afable del 15-M con un libro de cabecera: y no, ya no era aquel manifiesto de Marx. Hasta recitó varios artículos de la norma suprema -el 31, el 50, el 47- en su edición tamaño bolsillo marcada a fuerza de post-its fluorescentes, como un estudiante aplicado.
Cuando mencionó a los “ciudadanos”, lo hizo en primera persona del plural, incluyéndose en la masa votante, colocándose dentro de ella y no enfrente. Llamó a España “España”, no “Estado Español”, como en los viejos tiempos que no son tan viejos. No habló de “casta”. La única vez que mencionó la palabra “revolución” fue para aclarar que no hace falta llegar a eso, que con el respeto a la ley es suficiente. Hasta mentó a las divinidades desde su condición de ateo, espetándole a Sánchez: “Nos costó Dios y ayuda subir el salario mínimo con ustedes”. Más aglutinador imposible.
Pablo Iglesias recogió el cable del punkismo dialéctico y fue una bebida del tiempo: no jugó al exceso, no se embarró en la utopía, no se pintó aventurero. Se “conforma”, dicho por él mismo al referirse al texto constitucional y a sus posibilidades: ya no fantasea ni siquiera con “reformarlo”, sino con “cumplirlo”. Eso sí: aún se le fruncía el ceño con fuerza, como a un disidente discreto, más bien mímico, al tratar la cuestión de los bancos y los 61.000 millones de euros “que los españoles les prestaron”. Al citar esos “grandes patrimonios” que, a su juicio, deben pagar más impuestos: ahí regresaba la garra. El enfado. Ahí adquiría cuerpo la domesticada víscera.
En el viaje al centro de su propia moderación, Iglesias exigió “respeto a nuestro país” y trazó una patria más práctica que emocional, más referida a los hospitales que a las banderas, más al servicio público que al himno. También delimitó su concepto de “traición” ibérica, que, según dijo, iba más allá del “romper España”: sacó el as de las puertas giratorias, de las privatizaciones, de la corrupción.
Cuando se invocó el “golpe de Estado” en Cataluña, recogió el guante para referirse al del 81 y al indulto de Armada. Desvió la problemática de la cuestión territorial a la escasez del mundo rural, con aplastante lógica: el independentismo ya le ha hecho perder bastante intención de voto. Casi tanta como las peleas internas de Podemos.
Fue, junto con Casado, el más diáfano en cuanto a sus pactos -sólo le puso ojitos a Sánchez- y arrinconó al actual presidente para que aclarase si está o no dispuesto a abrazar a Ciudadanos. El líder socialista le negó tres veces, como en el Nuevo Testamento, echando balones fuera.
Quizá su declaración más potente la deslizó en el minuto de oro. Pidió a los dubitativos una oportunidad para su partido, y se volvió implacable, por primera vez en la noche, para ponerse en la diana a sí mismo: “Queremos estar en un Gobierno cuatro años. Si después de esos cuatro años no hemos conseguido nada, no nos voten nunca más”. Así cerró el debate Unidas Podemos, mientras cuatro hombres salían del estudio y las limpiadoras recogían los restos del encuentro.