Pablo Iglesias dedicó el primer debate a consagrarse a la Constitución, y lo hizo para coger carrerilla y alumbrar un plan que hoy ya conocemos: erigirse ante los votantes como un líder de izquierda factible, sensato, templado; un adalid del cambio cercano, sin volantazos espídicos. En RTVE se abrazó a la Carta Magna y dejó de referirse con reservas a lo que Podemos comenzó a llamar, hace cinco años, el “régimen del 78”. Ya no pide “una nueva Transición”: ahora se encomienda a la que hubo, con sus victorias y sus imperfecciones. Vino a decir que ha cavilado. Vino a decir que quizá conquistar los cielos no sea tan importante como influir en la tierra. Ha recuperado la panorámica ibérica y mira hacia delante. Ha saldado deudas con la Historia y ha abandonado el revanchismo -estéril electoralmente a la larga, por otra parte-, porque se prefiere edificante.
Es cierto que todo ello le llevó a adquirir, en el primer encuentro, una postura más tímida, más diplomática, más sobria. No parecía ese animal discursivo que conocimos en sus tempranas tertulias allá en Intereconomía. Sus rivales políticos aprovecharon su templanza para arrinconarle, para dejarle en un segundo plano; y, aunque en buena medida lo volvieron a hacer ayer -nadie le incluía en las reyertas, nadie le interpelaba, hasta Casado le tildó de “árbitro”-, su estrategia ha ganado cuerpo en este último asalto.
Si en el round inicial su táctica fue volverse impermeable al barro y apostar por la concordia, en este combate la ha ampliado revistiéndose de madurez y de propuestas sin perder el tono. Dejó de hacerse el translúcido para reivindicar su personalidad y su altura intelectual sin renunciar al símbolo -ahí la marca de izquierdas y republicana de su jersey o su llegada al plató en taxi-. Había juicio y granazón en este segundo Iglesias. El joven levantisco se ha hecho mayor y ha cambiado las entelequias por medidas políticas.
“Es sensato decir a la gente que es una evidencia que el próximo gobierno va a ser de coalición. Esto va de vencer y de convencer”, lanzó, editando la consigna de Unamuno. Frenó las antiguas ambiciones: “Antes de hablar de ministerios, hay que acordar un programa”. Volvió a sonreír y hasta a coquetear con el socialista. Huyó del fango, como cuando Rivera dijo que no quería que nadie “okupase" su casa de Galapagar y puso en su boca la palabra “expropiación”. Guardó la navaja. Tampoco entró en el juego loco del Día de Sant Jordi y los libros como recaditos envenenados.
“Cayetana Álvarez de Toledo se equivocó. Si alguien se equivoca, lo más elegante es pedir disculpas, todos nos podemos equivocar alguna vez. En cuanto a Vox, es un retroceso. Decir eso no es ofender a nadie, es la puñetera verdad”, alegó, refiriéndose a las problemáticas del consentimiento y a la cuestión feminista. Recordó unas cuantas veces que él dice "violencia machista", no "violencia de género".
La diferencia fundamental con el día anterior es que por fin alicató propuestas. Sin recursos literarios ni cursilerías. Habló del salario mínimo, de los contratos temporales, de la brecha salarial, de subir impuestos “no a todos, a los que cobren más de 100.000 o 300.000 al año”, de “escuelas gratis de 0 a 3 años y escuela infantil”, de “permisos de paternidad y maternidad iguales e intransferibles”, de garantizar alternativas habitacionales frente al desahucio, de aprobar -de una vez por todas- la ley de la eutanasia, de cambiar el código penal para que “sólo sí sea sí”, de proteger la declaración universal de los derechos humanos y, en consecuencia, de eliminar las concertinas y los CIES.
Ya no hablaba en una lengua de nicho; ya no se dirigía a los márgenes del sistema. Se volvió didáctico en cada punto. Quiso ser nacional, pero ya bien sabe él que este país es plural "y tiene muchas identidades": a ver a cuántas seduce.
Después de soltar su ristra de ideas, le dio tiempo a defender a Sánchez de los ataques de Casado. “Le llamaste golpista, Pablo. En esto sobreactuáis un poco. No es amigo de terroristas, aunque a veces pueda ser incoherente”, disculpó al líder socialista, y de repente era un chaval metiéndose entre dos rapaces cabreados a las puertas de Pachá a las seis de la mañana. Ejerció de mediador, sí, como en el primer encuentro, pero en este segundo se alzó también como púgil. Salió airoso. Ninguno de sus contrincantes lo eligió como principal enemigo -con lo que tiene eso de insultante-, pero nadie le asestó un golpe. Es importante irse a la cama sin moratones. Sobre todo a cuatro días de las elecciones.