El 6 de julio de 2019 será un día difícil de olvidar. El día del Orgullo en el que se perdió el orgullo traicionando su espíritu, ese que tan bien resumía el lema de los primeros años: “No nos mires, únete”.
El grupo de dirigentes y afiliados de Ciudadanos que ese día acudió a la manifestación probablemente terminó convirtiéndose en la más genuina representación de esos clientes del Stonewall Inn cuya rebelión contra la violencia y la intimidación de la Policía dio origen al Día del Orgullo Gay. Hoy, como ayer, lo sufrido por ellos fue el perfecto retrato de la intolerancia haciendo su trabajo frente a la libertad, pero con la paradoja de que los agresores de hoy se dicen herederos de los agredidos de ayer.
Ahí están las imágenes: caras descompuestas por el odio colocadas a un palmo de los acosados, ojos abiertos y fijos en ellos como miras telescópicas, niños que no alcanzaban los diez años coreando con sus padres “¡Madrid será la tumba del fascismo!”, dedos crispados acuchillando el aire, latas y botellas catapultadas por el aire, insultos saliendo de bocas salivando por la rabia. Hasta riego de orines y un tipo enseñando el culo, cumplida metáfora de cuál fue el órgano de reflexión más utilizado ese día.
Cualquier demócrata, viendo las imágenes del ataque sufrido por los hombres y mujeres de Ciudadanos en el desfile del Orgullo Gay, podría pensar que pocas cosas puede haber más lamentables en una democracia como la española, que ya dábamos por madura. Pero sí las hay.
Muchos se preguntan cómo se ha llegado a esto, cómo es posible que hasta el Orgullo se haya contaminado
Las hubo antes, cuando Marlaska, ministro responsable de la seguridad de todos los ciudadanos, alentó la encerrona hablando de las “consecuencias” que Ciudadanos debía sufrir si se dejaba apoyar por según quien. O cuando COGAM, supuesto máximo defensor de la inclusión y la transversalidad, diseñó políticamente el Orgullo de este año a gusto del PSOE para forzar la exclusión de Cs. Y las hubo después, cuando los predicadores de la cosa televisiva echaron la culpa a las víctimas por provocadores, porque ya se sabe que ejercer la libertad es provocar y, de no haberla ejercido, sus agresores no se hubiesen visto obligados a reprimirla.
Muchos se preguntan cómo se ha llegado a esto, cómo es posible que hasta el Orgullo se haya contaminado de la misma peste sectaria y guerracivilista que hoy infecta a la política. A estas alturas, la explicación parece ya evidente. Enterrada por la historia la lucha de clases a golpes de progreso, democracia y conquistas sociales, la Izquierda Oficial, dominada por los que han hecho de la ideología su pesebre y única profesión, ha ideado una nueva estrategia para garantizar su supervivencia. Sorprendentemente, ésta no consiste en convertirse en faro y guardián de todo lo conseguido, haciéndolo irreversible y profundizando aún más en ese camino recorrido de igualdad y libertad.
Pedro Sánchez considera que esta función, además de fatigosa, no nutre un relato lo suficientemente heroico como para definir y preservar un territorio político propio. Por eso, desvaídas las clases, al menos en ese dramático y romántico sentido que tan bien justificaba una revolución de salón que vender en campaña, la nueva estrategia pasa por resucitar al menos la lucha, la que sea, convirtiéndola en un fin en sí misma, dador de legitimación y de una marca de identidad. Y como ya no hay proletariado del que echar mano para subirlo al ring, se mira hacia otros grupos que se puedan militarizar para el enfrentamiento. Ayer fue el turno de las mujeres. Hoy le toca al colectivo LGTBI.
Naturalmente, no se trata de defender sus derechos, ya que esto exigiría buscarse aliados y lo que quiere Sánchez es precisamente todo lo contrario: inventarse enemigos. De lo que se trata es de reclutarlos bajo la bandera del nuevo oficialismo de izquierdas y convertirlos en sus tropas de asalto contra la competencia. Contra la única competencia que importa a Pedro Sánchez, que es la de Ciudadanos, porque de Podemos sólo queda ya la caricatura, boqueando entre los estertores del suicidio de Más Madrid y el ridículo de Galapagar; y al PP y a Vox, que pescan en otros caladeros, se les necesita como contrastes. Pero Ciudadanos, con su ley de gestación subrogada y un programa trabajado e ilusionante de defensa de la igualdad, sí habita peligrosamente ese mismo territorio que Sánchez quiere convertir en su exclusivo coto de caza electoral.
El objetivo es que feminismo y LGTBI, colonizados, desaten las nuevas versiones de nuestras guerras civiles de toda la vida
¿La causa por la que se llama a la lucha? Cualquier eslogan adolescente que quepa en un pin. En realidad, no importa demasiado. Lo único que cuenta es la lucha en sí misma. Porque toda lucha exige odio. Un odio visceral que ha de ser inoculado hasta las entrañas en una mitad de la sociedad, para arrastrarla al enfrentamiento contra la otra mitad. El objetivo es que feminismo y LGTBI, debidamente colonizados, desaten las nuevas versiones 2.0 de nuestras guerras civiles de toda la vida.
En realidad, es la versión sanchista -y por tanto más despiadada- del plan que Zapatero ya confesó a Iñaki Gabilondo las vísperas de las elecciones de 2008, cuando éste le pregunto por los sondeos: "Bien, sin problemas, lo que pasa es que nos conviene que haya tensión".
El primer paso de esta estrategia lo vimos el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, convertido en el escaparate sectario de las obsesiones más recurrentes de la izquierda radical, absolutamente ajenas a la lucha por la igualdad; y utilizado por las ministras de Sánchez para señalar a Cs como el Enviado del Mal a batir. Y el segundo, el día de la manifestación del Orgullo, con el resultado sabido: un Orgullo en el que se ha pasado, sin solución de continuidad, del arco iris de la dignidad y la reivindicación al blanco y negro del NODO más siniestro.
Un Orgullo en el que el único orgullo que se vio estuvo en la cola de la manifestación. Melisa bailando frente a la jauría hasta el final. Carmen, de 79 años, sujetando la mano de una adolescente que le iba a lanzar una lata, mientras le decía: “Insúltame, pero no me la tires”. Marcos protegiendo con sus manos las cabezas de Inés y Marta. Inés haciendo honor a su bravura jerezana. Marta sustituyendo su exquisitez literaria por una ristra rotunda de “¡Cobardes!”. Miguel organizando la defensa y dando ánimos. Y Patricia, desolada, pero no por miedo, sino por no poder entender que todo aquello lo estuviese haciendo su gente.
Tuvieron miedo, pero resistieron y ninguno se marchó hasta que el último de sus compañeros fue evacuado por la Policía.
Mi mujer [Marta Rivera de la Cruz, diputada de Cs] fue uno de ellos. Nunca me sentí tan orgulloso.
*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.