Empieza el nuevo curso político y lo hace condicionado por la incertidumbre de no saber si estamos abocados a unas nuevas elecciones generales el próximo 10 de noviembre o si, por el contrario, el PSOE y Unidas Podemos alcanzarán alguna clase de acuerdo que permita formar un Gobierno, por inestable que sea, que dure al menos media legislatura. Es difícil saber lo que va a ocurrir porque la experiencia dice que los dos protagonistas de las negociaciones son perfectamente imprevisibles, aunque quizás mucho mas el dirigente socialista que el morado. Sánchez es capaz de sostener una cosa y la contraria en un plazo mínimo de tiempo, y al menos en eso Iglesias es más predecible, aunque también ha dado muestras de dejarse llevar por el vaivén de la negociación.
La cuestión es que ambos personajes coinciden en tener una personalidad marcada por la arrogancia y la vanidad, claro que con la diferencia de que Sánchez es un pragmático e Iglesias un idealista utópico. Eso es lo que hace que al segundo le pueda la arrogancia mucho más que al primero: Iglesias se ve a sí mismo como un inconformista –casoplón mediante- liberador del pueblo oprimido por el poder y el capital. Pero esa fatal arrogancia de creerse con derecho a dirigir las vidas de los demás, muy propia del socialismo utópico del que sigue mamando ideológicamente, será su tumba.
Política, se entiende. Es, de entrada, lo que le lleva a cometer errores imperdonables sin los cuales hoy Unidas Podemos sería ya un partido inscrito en el registro de los gobiernos de coalición europeos, que no son muchos. Que en Podemos se ha abierto un debate sobre lo que se ha hecho y lo que se debe hacer, es de sobra conocido. “Nos equivocamos no aceptando el Gobierno de coalición que nos ofreció el PSOE, aunque los ministerios estuvieran vaciados de competencias, porque hoy tendríamos un altavoz mediático mucho más potente, e Irene Montero, como vicepresidenta del Gobierno, estaría hasta en la sopa entre otras cosas porque no teniendo casi competencias ni presupuesto puedes dedicar más tiempo a la propaganda que a la gestión”, me dice una fuente parlamentaria del partido morado.
Esa fatal arrogancia de creerse con derecho a dirigir las vidas de los demás, muy propia del socialismo utópico del que sigue mamando ideológicamente, será su tumba (política)
Eso ya me lo advirtió hace unas semanas, justo antes de la fracasada sesión de investidura, una de las diputadas más cercanas a Pedro Sánchez: “Irene Montero se iba a pasar el día saliendo en los medios mientras nosotros nos dedicamos a gestionar”. Esto es lo que no supo ver Pablo Iglesias. Lo importante para Unidas Podemos no era tener competencias, sino tener visibilidad, poder hacer propaganda, vender como propios los éxitos ajenos. Y no lo supo ver porque se instaló en el error clásico del socialismo: pretender dominar las situaciones, en lugar de dejar que sea la libertad humana la que las resuelva en el sentido que sea. La ambición de Iglesias era muy loable: mejorar la vida de la gente. Pero Sánchez no le iba a permitir protagonizar las políticas sociales del Ejecutivo. Y además, y esto es opinión propia, el socialismo no se ha caracterizado precisamente por conseguir ese objetivo.
Lo explica Hayeck en su libro La fatal arrogancia. Los errores del socialismo cuando señala que “para que el hombre no haga más mal que bien en sus esfuerzos por mejorar el orden social, deberá aprender que aquí, como en todos los demás campos donde prevalece la complejidad esencial organizada, no puede adquirir todo el conocimiento que permitirá el dominio de los acontecimientos”. Pero tentado por el ejercicio del poder existe el peligro de que el político, “embriagado de éxito, para usar una frase característica del comunismo inicial, trate de someter al control de una voluntad humana no sólo nuestro ambiente natural sino también el ambiente humano”.
Ese es el error, la tendencia fatal del socialismo a controlar la sociedad, que lleva a Pablo Iglesias a no saber culminar los procesos y en lugar de terminarlos con éxito, enterrarlos en fracasos. Lo tuvo en sus manos. Una cuidada estrategia de negociación consiguió en su momento que el PSOE cayera en la trampa que le había tendido Unidas Podemos haciéndoles creer que el acuerdo pasara inevitablemente porque Pablo Iglesias se incorporara al Ejecutivo como vicepresidente de Sánchez. En el momento en el que el presidente en funciones puso el veto, lo demás venía rodado: una puesta en escena muy bien preparada para hacerse a un lado y obligar al PSOE a negociar lo que realmente no quería negociar: el Gobierno de coalición. Y lo hubiesen conseguido si Pablo Iglesias, cegado por la ambición de poder, no hubiese cometido el error de rechazar lo que le estaban ofreciendo, probablemente incluso con más generosidad de la que en justicia le tocaba.
Ese es el error, la tendencia fatal del socialismo a controlar la sociedad, que lleva a Iglesias a no saber culminar los procesos y en lugar de terminarlos con éxito, enterrarlos en fracasos
¿Qué pasara en estas semanas? Aparentemente todo sigue igual: Iglesias acepta ahora lo que rechazó en julio, presionado por los suyos que ven como se les escapa la oportunidad de ‘tocar’ algo de poder, un objetivo esencial para cualquier político y especialmente para un político de izquierdas. Difícilmente tendrá Unidas Podemos otra oportunidad como esta. Pero Sánchez ya no quiere ni oír hablar del Gobierno de coalición, aunque del presidente podemos esperarnos cualquier cosa como ya demostró en julio. Y en el PSOE crece la presión para llegar a un acuerdo y evitar las elecciones: “Son un arma de doble filo. Nos pueden salir muy bien, o no”, dicen fuentes cercanas al secretario de Organización, José Luis Ábalos. Sánchez, sin embargo, se crece ante la adversidad y dice no tener miedo a las urnas. Aunque las cargue el diablo.