Landelino Lavilla (Lérida, 1934) tardó varios minutos en ponerse al teléfono desde que le dieron el recado. Lo imaginé con bastón, como la última vez que le vi, acercándose al auricular con pasitos cortos. "¿Dígame?". Fue una respuesta seria, de ministro -de los de antes-, aunque muy leve, casi un susurro.
En cuanto colgué, llamé a otro miembro de aquel gobierno que confeccionó Adolfo Suárez: "¿Sabes si está bien? Le he visto muy tocado". Esta fuente me llamó el lunes por la mañana: "Ha fallecido".
Siempre me sentí muy afortunado al entrevistar a don Landelino. La última vez hablamos de los Pactos de la Moncloa. Él redactó el documento político, que impulsó las libertades fundamentales luego apuntaladas por la Constitución. Como venía haciendo desde hace décadas, clamó por el "centro" y el "consenso".
Ese hilillo de voz -parecía una vela a punto de apagarse- mantenía viva la llama de la moderación. Me dijo que le encantaría una reedición de aquel pacto de 1977. Leía la prensa todas las mañanas y, luego, con sonrisa de resignación, respondía a quien le preguntaba: "Claro que me preocupo, pero ya no me ocupo". Le sorprendía el barro que inunda hoy el Congreso de los Diputados.
"Hay una pérdida de modales y de serenidad. El significado de la Cámara se ha extraviado. Eso genera un espectáculo nocivo que deteriora gravemente las instituciones", me repitió tanto en mi última visita al Consejo de Estado como en la charla del jueves, aunque esta vez con otras palabras. Muy pocas. Demasiado pocas para un hombre de verbo ágil y conciso. Dos adjetivos que fraguan a los mejores parlamentarios.
Adolfo Suárez lo colocó al frente de la cartera de Justicia admirado de su rigor jurídico. Ignacio Camuñas, también ministro entonces, todavía recuerda el gesto anonadado del presidente de UCD al escuchar la retórica de su compañero. Landelino Lavilla formaba parte del cuerpo de Letrados del Estado desde 1958. "Estoy muy orgulloso", contó a varios amigos en el cuarenta aniversario de la Constitución. Tenía motivos para estarlo.
Don Landelino se dejaba guiar por un irreductible sentido del deber. Este jueves, ya de noche, atendió mi llamada a pesar de faltarle las fuerzas. Si alguien le preguntaba por los días del consenso, él respondía. Más y cuando la capacidad de transigir se ha difuminado de un lado al otro del hemiciclo. Describió la política como un equilibrio entre "soltar y retener". "Nosotros éramos personas serenas y tranquilas, pero nunca perdimos de vista la capacidad de ejecución y la efectividad", apostilló. "Soltar y retener, soltar y retener", repetía por teléfono casi a modo de plegaria.
La otra 'memoria histórica'
El día que le conocí, me contó una anécdota que me pidió no incluyera en la entrevista. Accedí. Me salto ahora aquel inofensivo off the record a modo de homenaje. Cuando fue nombrado ministro de Justicia, encontró en las paredes vestigios del franquismo. Llamó a "los operarios" y pidió que los borraran, pero no avisó a la prensa. El gesto, necesario, pasó desapercibido. Y el país, en ese instante, avanzó sin sangrar por la herida de las dos Españas.
Para mí, esa anécdota refleja las virtudes de la Transición. Al salir de su despacho, llamé a varios amigos y se lo conté -ocultando, como me había pedido, su nombre y apellido-. Tenía muchas ganas de publicarlo, don Landelino.
Este hombre sabía, como dijo el venerable Juan de Palafox, que para "reformar hay que padecer". No le importó inmolarse como candidato de una casi fenecida UCD en 1982. Daba igual el pronóstico, lo que importaba era el "centro".
Su capacidad de trabajo, aun a expensas de quedar desdibujado, quedó patente en aquel conglomerado de intelectuales que, bajo el seudónimo de "Grupo Tácito" y en las páginas del Diario Ya, apostaba por un aperturismo democristiano en los años crepusculares de la dictadura.
Mientras escribo estas líneas, siento cierta culpabilidad. El pasado jueves, le llamé a las cinco. Estaba dormido. Probé a las siete. Estaba hablando con María Teresa Fernández de la Vega, compañera del Consejo de Estado. Lo encontré a las nueve, se me echaba encima el cierre del periódico y tuve que acortar la conversación lo máximo posible.
Si hubiera sabido que era la última vez, le habría pedido que me contara de nuevo cómo vivió el 23-F. Colgado de su recuerdo, un día de diciembre de 2018, me llevó con él a la tribuna el día del golpe. "No suelo hablar de aquel día", comenzó. Pero, nada más leer la decepción en mi rostro, apostilló: "Pero si quiere le cuento".
Lavilla se ablandaba fácilmente ante la curiosidad de los jóvenes. Le dije que me hacía ilusión charlar con él porque había sido uno de mis personajes preferidos cuando cursé la asignatura "Historia de la España reciente", que imparte Carlos Barrera en la Universidad de Navarra con sofisticados apuntes. Don Landelino, presidente del Congreso en 1981, -en ese relato que ojalá hubiese vuelto a escuchar el jueves-, comenzó:
-Cuando entraron los militares, pensaba continuamente en cómo mantener la templanza para que no ocurriera nada irreversible. No incurrí en estridencias. El teniente coronel Tejero me exigió varias veces que hablara por el micrófono, pero me negué. Sólo hablé cuando yo quise.
-¿Y qué dijo?
-Llamé a la tranquilidad, a la calma. Cuando aquello se acabó y Tejero mandó una salida ordenada del hemiciclo, le dije: "Teniente coronel, aquí las órdenes las doy yo. Esto se ha terminado. Hagan el favor de desalojar". Se quedó callado, se cuadró militarmente y me dijo: "A sus órdenes". Entonces, senté a todos los diputados y fui dando las instrucciones.
Landelino Lavilla, a sus órdenes queda este plumilla que tantas veces le importunó. Descanse en paz. Muchas gracias.