Abordar "la transición política más importante de los últimos 40 años" para "redefinir el Estado". Eso es lo que Pablo Iglesias ofreció a ERC y Bildu la semana pasada dentro de la negociación de los Presupuestos Generales del Estado. La culminación de un proyecto político y personal del vicepresidente segundo del Gobierno -"abrir el candado del 78"- que ha alcanzado su punto álgido.
Las presuntas corruptelas de Juan Carlos I y Corinna Larsen han dejado a la Monarquía tambaleante, así que ésta es su oportunidad. El momento de golpear a ese régimen del 78 donde más duele, aunque eso suponga jugarse un órdago ante Pedro Sánchez para salvar a Alberto Garzón de la destitución. Si el presidente quiere laminar al ministro de Consumo tendrá que hacer un dos por uno con Iglesias.
O eso o mantener el statu quo.
Las comisiones del AVE a La Meca, las cuentas con dinero saudí en bancos suizos, los chalets en el país helvético o las mansiones en la campiña inglesa son motivos suficientes para colocar al Emérito en la diana mediática y judicial. Pero por extensión dejan a Felipe VI con el flanco desguarnecido mientras el presidente del Gobierno minimiza su presencia en actos oficiales.
Así ha sucedido este viernes, cuando desde Moncloa se vetó la presencia del Jefe del Estado en la entrega de los despachos a la 69ª promoción de jueces en Barcelona. El Gobierno argumentó en un primer momento motivos de seguridad y después Carmen Calvo explicó que "hay decisiones que están muy bien tomadas". ¿Pero quién ha sido el responsable de la misma?, le preguntaron. "Quien corresponde", respondió.
Desde el Consejo General del Poder Judicial manifestaron su desacuerdo con la decisión -sería la primera vez desde que Felipe VI accedió al trono en que no acudiría a esta ceremonia- y Carlos Lesmes, finalmente, señaló el "pesar" de la magistratura por su ausencia. Unas palabras a las que el Rey correspondía con una llamada personal al presidente del Tribunal Supremo: "Me hubiera gustado estar en Barcelona", le dijo.
Una llamada que según fuentes de Casa Real consultadas por la Agencia Efe habría sido "de cortesía", "sin consideración institucional" alguna pero que desde el lado morado del Gobierno se interpretó de forma muy diferente.
Si conocido es el afán republicano de Iglesias y el resto de ministros de Podemos e Izquierda Unida, Alberto Garzón dio un paso más allá al señalar que esa llamada del Rey a Lesmes suponía "una maniobra contra el Gobierno democráticamente elegido", incumpliendo la "neutralidad" que la Constitución impone al jefe del Estado y que, además, "es aplaudida por la extrema derecha".
Sus palabras levantaron una polvareda considerable. Así, Pablo Casado exigió a Sánchez que desautorice "inmediatamente a su vicepresidente y ministros", ya que de lo contrario "será responsable de la más grave crisis institucional de nuestra historia reciente".
De hecho, el líder de la oposición fue más allá y calificó las palabras de Garzón como una "subversión del orden constitucional". La propia Inés Arrimadas, presidenta de Ciudadanos, señaló cómo estos ataques "inadmisibles" al Rey "dañan la democracia en España".
Sin embargo, lejos de arrugarse ante las reacciones y el más que presumible enfado que pueda haber en la mitad socialista del Gobierno, Pablo Iglesias optó por defender a su socio comunista y desafiar a Sánchez, dejando dos salidas cada una con sus pros y sus contras.
El presidente del Gobierno se enfrenta de esta manera a un cruce de caminos. O bien puede forzar la dimisión de Garzón y crear una crisis de Gobierno cuando tiene los Presupuestos prácticamente atados y el resto de la legislatura encaminada. O bien puede hacer oídos sordos, ignorar a quienes piden sus cabezas y, en cambio, profundizar en la situación de indefensión política en la que se encuentra Felipe VI dejándole una vez más a los pies de los caballos.