Martín Alonso Zarra (Ávila, 1951) asegura, como Tony Judt, que el nacionalismo es el germen de todos los errores -y horrores- que han asolado a Occidente durante el último siglo. Y lo dice con conocimiento de causa.
El filósofo, sociólogo y psicólogo, doctor en Ciencias Políticas, ha dedicado toda su obra a reflexionar sobre el mito, la identidad de grupo y la retórica de la violencia, que son el abecé de todo proyecto nacionalista.
Alonso ha compartido sus reflexiones durante décadas a través de centenares de artículos, publicaciones y libros en los que ha recorrido la sangrienta disolución de Yugoslavia, la deriva nacionalista de Cataluña (en su trilogía Catalanismo, del éxito al éxtasis, El Viejo Topo) y, más recientemente, el "gudarismo" o "etnoradicalismo vasco" que guió la acción asesina de la banda terrorista ETA (ETA. Terror y terrorismo, Marcial Pons, pp. 259-289).
Ese compromiso lo ha reconocido COVITE otorgándole el XX Premio Internacional por su "sólida e impecable trayectoria intelectual en la que ha analizado minuciosamente los discursos legitimadores de la violencia terrorista".
¿Entraría dentro de esta consideración el discurso que pronunció Otegi con motivo del décimo aniversario del fin de ETA?
Ni Otegi ni esa declaración merecen una millonésima parte de la atención que se les ha prestado. Forma parte de un tacticismo de su colectivo, que se dirige hacia legitimación retrospectiva en términos prácticos. En los cinco puntos de la declaración no hay ningún elemento novedoso. Uno de ellos, sólo uno, hace referencia a las víctimas. Los otros tienen que ver con el autobombo y el repertorio habitual. El último, de hecho, incide en el "conflicto", que es ese talismán misterioso y milagroso que todo lo explica. Las víctimas están de paso, y a modo de concesión para la galería.
A mí me llama la atención la escenificación, la artificiosidad del discurso. No hay ningún tipo de sintonía entre las palabras proferidas acerca del daño y la propia expresión no verbal del emisor. No hay signo de aflicción, de sentimiento. Y todo lo que ha pasado después ha confirmado esta disociación. Todo lo que se hable de esa declaración y de Otegi sólo sirve a su marketing político.
Apunta usted algo interesante: más allá del contenido del discurso está el continente. En este sentido, no hay que olvidar que Arnaldo Otegi y Arkaitz Rodríguez son ex miembros de ETA. Un mal recipiente para el mensaje.
Ciertamente hay que pedir las credenciales al emisor. Las personas nos equivocamos y tenemos derecho a cambiar y a una segunda oportunidad, pero no es el caso de estas personas. Otegi ha elogiado el papel de algunas víctimas a propósito de un filme reciente, Maixabel, pero no ha dicho nada de los arrepentidos que hablaban con ella.
¿Qué sucede? Quiere dar a entender que hay víctimas excelentes, que son las que perdonan, ¿pero acaso no hay presos excelentes? ¿Y estos quiénes son? ¿Los que reciben los ongi etorris y el apoyo de quienes se manifestaron el sábado pasado en San Sebastián o los que hablan con Maixabel?
Otegi no tiene legitimidad, habla del legado letal de ETA como si fuera una cosa que acaeció, como un accidente meteorológico. Pero no. ETA actuó así porque había una estructura discursiva de legitimación, y porque había actores dispuestos a diseñar objetivos. Y hablo de objetivos en la doble acepción: los objetivos como fines etnonacionalistas y las dianas, personas que había que eliminar porque estorbaban. La autocrítica es una tarea pendiente que no parece estar en los planes inmediatos del sector de la sociedad vasca que representa Otegi.
"Que los que matan llamen fascistas a los asesinados o a los familiares de los asesinados denota una degradación moral muy honda"
Durante la marcha proetarra que se celebró el sábado pasado en San Sebastián algunos de los manifestantes cantaron a víctimas de ETA -Covite- "vosotros, facistas, sois los terroristas".
Desgraciadamente este no es un hecho diferencial vasco. ETA utilizaba el término fascista del mismo modo que lo utilizan los sectores hiperventilados del procés en Cataluña contra Impulso Ciudadano, Asociación por una Escuela Bilingüe, Sociedad Civil Catalana, S'ha Acabat o cualquiera que no esté de acuerdo con el credo independentista. En el País Vasco todos los señalados por ETA eran sistemáticamente tildados de una lista larga de conceptos denigrantes, desde txakurra ("perro" en euskera) a españolista o fascista.
Esta inversión del lenguaje es típica de todos los credos violentos, porque autoriza a matar o dañar atribuyendo connotaciones negativas al destinatario. Que los que matan llamen fascistas a los asesinados o a los familiares de los asesinados denota una degradación moral muy honda.
Hoy en día se habla mucho de "discurso de odio", pero rara vez para atribuírselo a los nacionalismos periféricos.
El discurso de odio es una práctica que, como decía Descartes del sentido común, está muy repartida. Lo que como sociedad importa es adoptar las medidas y las prácticas preventivas necesarias para que estas formaciones tóxicas no tengan espacio. Es bien sabido que las redes sociales favorecen este clima de hooliganismo, que luego se traslada a la política, a los medios y a los periodistas. Los discursos de odio aprovechan esa ventana de oportunidad. Habría que abandonar el sectarismo en las atribuciones y combatir los discursos tóxicos en vez de preguntar si son de los míos o de los otros.
Han pasado ya diez años desde la Conferencia de Aiete. Usted se ha referido a ella como "una coreografía de impunidad" que facilitó "una salida airosa" a una banda terrorista ya derrotada.
Aiete se ha convertido en un elemento talismánico. Por eso la declaración de Otegi del pasado 18 de octubre tiene lugar ante la fachada del Palacio. Sólo hay que fijarse en la teatralidad, en la puesta en escena. Fue todo ensayado, lo que pone en cuestión la sustantividad de la propia declaración. Otegi sigue refiriéndose a las personalidades que se reunieron ahí en 2011, como si ese fuera un argumento que avalara su causa, pero fue un trampantojo.
Cuando hablo de "impunidad" me refiero a la aspiración de autojustificación, de autoblanqueo, de desvío de la atención. Y en esa aspiración Aiete sirvió de decorado. Hay un factor indicativo: de todas las personalidades que estuvieron en Aiete y que defendieron que la sociedad tenía que caminar hacia la reconciliación, ninguna ha tenido ni un mínimo gesto de acercamiento a las víctimas. Es más, algunas de ellas sin conocerlas, sin tratarlas, sin interesarse por ellas, las han descalificado.
Jonathan Powell, uno de los presentes, ha insistido en que las víctimas están demasiado politizadas. Qué paradoja. Se oculta la dimensión política del terrorismo de ETA, que es algo en lo que ha insistido mucho, por ejemplo, Joseba Arregi. En las víctimas hay sensibilidades políticas de todo tipo, pero para los actores de Aiete ninguna de las asociaciones ha merecido el esfuerzo de un acercamiento.
En estos diez años, ¿cree que la izquierda abertzale ha dado los pasos necesarios para ser aceptada como un interlocutor válido por parte del Gobierno de España?
No. Pero hay que señalar que los procesos de salida de la violencia son terriblemente complejos. También tenemos pendientes en España miles de fosas comunes sin atender y que son una exigencia de todos los acuerdos internacionales. Insisto, los procesos de salida de la violencia son siempre complicados.
El presidente de Serbia, Aleksandar Vučić, estuvo con Milosevic en los años duros y es negacionista del genocidio de Srebrenica. Pero no sólo en Serbia. El presidente de Eslovenia era ministro del Interior cuando se negaron derechos civiles a más de 20.000 yugoslavos porque no eran étnicamente eslovenos.
Las salidas son complicadas y lo que hay que tener claro es el horizonte normativo: verdad, justicia y reparación. Acercarse todo lo posible a este horizonte evitando las teatralizaciones, las escenificaciones y las atribuciones de éxitos y medallas por ver quién terminó con la violencia. En el final de ETA el protagonismo lo tuvieron las instituciones del Estado. Y eso lo deberían reivindicar hoy todos los partidos. El Estado se impuso con sus instituciones, con la Justicia, con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y con el impulso de una parte de la sociedad civil.
¿Qué papel jugó la sociedad civil en el final de ETA?
Es difícil de precisar, sobre todo porque ha habido diferentes estratos. Quienes sí jugaron un papel notable fueron aquellas organizaciones que constituyeron tejido asociativo: Gesto por la Paz, Basta Ya, Foro Ermua, Denon Artea… También fueron importantes las movilizaciones que surgieron a partir del asesinato atroz de Miguel Ángel Blanco, y que fueron paralelas a la eficacia policial y a la desaparición del GAL, que fue un elemento que dio oxígeno a ETA durante años y facilitó el reclutamiento de activos etarras.
Hubo una parte de la sociedad civil que respondió y otra que, como es obvio, vivió tranquilamente en esos años de violencia y por eso tampoco tienen mucho interés ahora en hacer una revisión crítica del pasado.
"Quienes siguen aduciendo que ETA nació contra Franco y para defender la democracia beben de una impostura"
¿Qué queda de ETA hoy?
De entrada, hay que felicitarse de que ya no haya muertos ni coches bomba. La organización terrorista ha desaparecido, pero hay elementos que permanecen. En primer lugar, no se ha impugnado el programa político que la justificó. Eso queda. En segundo lugar, hay ciertos actores políticos muy vinculados a ETA que no han revisado su propia biografía con la óptica de una reconducción ciudadana. Y en tercer lugar, las víctimas de ETA no dejan de serlo porque ETA haya desaparecido.
Si ETA ha sido lo más parecido en términos de análisis político a una organización fascista por sus elementos totalitarios, los rastros quedan ahí y seguramente uno de los datos más preocupantes de lo que está pasando es que ese sector que justificaba la violencia tiene ahora un notable apoyo social, como muestran los resultados electorales.
Ahí entramos en una cuestión social. En una democracia como la española, que no es militante, estos actores disfrutan de cierta ventaja porque se aprovechan de las estructuras de oportunidad que ofrece. No ha habido un proceso similar a la desnazificación en Alemania tras la desaparición de ETA. Tampoco ha habido acuerdo entre los distintos partidos para oficializar ese final, que es algo triste y sintomático del sectarismo imperante. Los oportunismos y los tacticismos no son una buena lección cívica ni democrática.
¿Cree que las víctimas gozan de la consideración y el respeto que merecen?
En casi todos los procesos de salida de la violencia las víctimas son el precio principal. Ha ocurrido aquí y en otros sitios. Las víctimas no tienen esa presencia por varios motivos. Desde el lado de los perpetradores, porque les interesa que desaparezcan del foco. Pero también hay parte de la sociedad que alega que hay víctimas con posiciones que desentonan, que crispan. Es curioso: las víctimas que tanto tardaron en aparecer, que durante años no existieron, parece que ya sobran, que estorban.
Pero su importancia es fundamental. Por eso creo que hay que recordar la Ley 29/2011 de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo. Su preámbulo merece ser releído.
Las víctimas tienen un doble valor: porque tenemos una deuda con ellas, porque ninguno hemos hecho méritos para no ser una de ellas, y porque representan a toda la sociedad. Los asesinos podían habernos asesinado a cualquier otro para desestabilizar el Estado. Por eso los años más sangrientos son los años de la Transición, de conformación de la democracia. Y por eso quienes siguen aduciendo que ETA nació contra Franco y para defender la democracia beben de una impostura.
Iñaki Arteta sostuvo en una entrevista con EL ESPAÑOL que ese carácter supuestamente antifranquista de la banda fue lo que "atrajo" a cierta izquierda, que estuvo "durante demasiado tiempo comprendiendo" el impulso terrorista. ¿Está de acuerdo?
Hay una evidencia en esto. Los últimos años del franquismo produjeron esa aproximación entre los distintos sectores que se oponían a él: quienes pagaron el principal precio de la resistencia al franquismo, que fue el PCE, y más tardíamente, ciertos sectores del nacionalismo.
Ahí se produjo una confluencia que tuvo dos momentos puntuales muy relevantes desde el punto de vista de la publicidad, de la imagen: el Proceso de Burgos y el atentado contra Carrero Blanco. Ambos elementos fueron instrumentalizados.
El atentado a Carrero Blanco se produce el mismo día que Madrid estaba lleno de periodistas porque iba a inciarse el proceso 1001 a los sindicalistas. ETA les desplazó literalmente del foco de atención. Hay entonces una especie de apropiación del antifranquismo por parte del nacionalismo. Y ante esto ha habido falta de lucidez, de fuerza o de honestidad por parte de sectores de la izquierda para apreciar, cuando la democracia ya estaba instalada, que ETA no era antifranquista, sino totalitaria y fascista.
También hay que destacar que la primera manifestación contra ETA la convoca el PCE en Portugalete. Esto es poco conocido, pero el Partido Comunista estuvo ahí. Luego las cosas cambiaron, claro, y vimos a Madrazo apoyando el Pacto de Lizarra y cosas por el estilo. Esto es parte de la Historia y la izquierda debe evaluar su propio legado. Desgraciadamente vemos hoy posiciones parecidas en la relación con Otegi de ciertos partidos de la izquierda.
Se refiere usted a ETA como una organización "fascista", pese a que el sustrato ideológico de la banda era marxista. ¿Por qué?
Como en un medicamento, hay que distinguir entre principio activo y excipiente. ETA nace con los materiales ideológicos del momento: descolonización, Guerra de Argelia y otros movimientos que nacían entonces, como las Brigadas Rojas. En aquel momento el sustrato ideológico para justificar su existencia era de cuño marxista, pero hay elementos de sobra para concluir que eso era puramente aparencial. Por ejemplo, el marxismo es internacionalista e incompatible con el etnicismo.
El gudarismo está en las antípodas del marxismo: es una suerte de nacionalismo de Sabino Arana remozado con otros ingredientes. Además, el marxismo se hundió en el 89. Tan sólo era una carcasa, del mismo modo que luego ETA incorporó elementos de los nuevos movimientos sociales. Son movimientos oportunistas.
A modo de curiosidad, una vez en un acto militante con miembros del nacionalismo radical se intentó entonar La Internacional, pero la mayor parte de los que estaban ahí no conocían la letra. Conocían bien, en cambio, el Eusko Gudariak. Lo explica muy bien Jesús Casquete en un artículo titulado "Abertzale sí, pero ¿quién dijo de izquierdas?".
"Neoliberalismo e identitarismo, pareciendo posiciones polares, contribuyen a la desafección hacia la democracia: les importa lo propio, no lo compartido"
Toda su obra ha oscilado en torno a la reflexión sobre el nacionalismo. ¿De cuánto predicamento social diría que goza en esta época?
El nacionalismo es una formación proteica, por eso su persistencia. Me reconozco mucho en la visión de Tony Judt, que dice que los mayores horrores del siglo XX han sido producidos por los nacionalismos. Creo que hemos ido perdiendo conciencia del daño que han llegado a producir y por eso están volviendo, aunque no de la misma manera.
Hay elementos que sí remiten a elementos del pasado y otros que aparentemente tienen pelaje nuevo: los nacionalismos ahora expresan y amalgaman el descontento de las sociedades por las desigualdades que se han multiplicado tras la crisis de 2008.
Hay un caldo de cultivo peligroso en el que aumentan los escépticos con respecto a la democracia y la memoria de los horrores del siglo XX se difumina, se renueva el culto a las banderas y a las tribus. Tienen un notable peligro y, como decía Orwell, los ídolos caídos pueden volver a levantarse. Con independencia del punto en el que cada uno se sitúe ideológicamente, tendríamos que abogar por una sociedad en la que quepamos todos; algo que no es posible con los nacionalismos, que son en última instancia ideologías de suma cero.
Entiende entonces usted, como Fernando Savater, que el nacionalismo es "el gran problema de España".
Sí, pero no solo de España. Sería una especie de nacionalismo ver ahí un hecho diferencial. En España ha habido momentos en los que se ha procesado la situación de manera que no tuviera tanto peso en el diseño de las políticas públicas, pero luego han confluido ciertas condiciones que en su momento no se previeron que tuvieran este alcance.
En el diseño autonómico, por ejemplo, las competencias se delegaron confiando en el sentido de lealtad constitucional. Pero hay comunidades autónomas donde han gobernado los partidos nacionalistas que han sido desleales con la Constitución. Ha habido una excesiva confianza en esa concesión para acabar con el centralismo que luego ha sido instrumentalizada por los nacionalismos para buscar los hechos diferenciales y fomentar los particularismos identitarios.
¿Existe el nacionalismo español?
Sí. En cierta manera ha estado reprimido por su asociación con el franquismo. En Vox confluyen desde un blanqueo del nacionalcatolicismo hasta la vuelta a algunos de los tópicos que aquel blandió, pero que son transversales. El nacionalismo, como diría Anderson, es una teoría filosóficamente pobre, y ahí está la paradoja: cómo una doctrina tan filosóficamente pobre tiene ese atractivo y ese poder político tan enorme.
Deme razones para ese auge nacionalista en sociedades supuestamente modernas, globalizadas y abiertas como la nuestra.
Hay varios elementos, uno de ellos es la forma en que se ha producido la globalización. El individualismo favorecido por el neoliberalismo, más allá de las estructuras económicas, ha propulsado la instalación de un egoísmo consumerista cuando toda la Filosofía Política descansa sobre la noción del bien común: ¿cuándo es la última vez que hemos oído hablar del bien común?
Toda la acción política estaba orientada hacia lo que compartimos, no hacia lo que nos diferencia para buscar un agravio comparativo y de ahí sacar un derecho. Los nacionalismos convierten el derecho a la diferencia en una diferencia de derechos.
La búsqueda del hecho diferencial se suma a la desafección a la democracia y a la desasistencia del Estado: los procesos de privatización y el aumento de las desigualdades han hecho que parte de la población se haya sentido abandonada y que no conciba el Estado como proveedor del bien común.
Hay una confluencia de elementos. Algunos son imputables al sector ideológico de la izquierda y otros a la derecha, pero ambos confluyen en el debilitamiento del zócalo en el que se ubica la ciudadanía, que tiene la igualdad y el bien común como horizontes normativos. Lo cuenta bien para el caso norteamericano Arlie Russell Hochschild en Extraños en su propia tierra.
Usted señala que tanto el nacionalismo como el neoliberalismo son dos "religiones" que avanzan por Europa y que amenazan con debilitar sus Estados miembros. No son pocos, sin embargo, quienes creen ver en el liberalismo una suerte de antídoto frente al nacionalismo.
Ambos son ingredientes que contribuyen a la patología que antes señalaba: desafección hacia la democracia. Si entramos en una caracterización politológica hay muchas diferencias: el liberalismo parte del sujeto, de una concepción individual que llevada al extremo de Thatcher ("la sociedad no existe") es peligrosa. Por otro lado, el nacionalismo busca un sujeto colectivo: la tribu, la nación, la bandera. Si partimos de ahí, son elementos claramente opuestos.
Pero desde el punto de vista de la pedagogía pública ambos acaban confluyendo en la destrucción del bien común. Para el neoliberalismo lo que importa es lo privado, no lo público. Y para el identitarismo lo que importa es lo propio, no lo compartido. En ese sentido, aunque pareciendo posiciones polares, su impacto sobre la democracia es no solo aditivo sino factorial.
La comunicación pública, con independencia de la preferencia ideológica del emisor, debe priorizar un discurso en el que haya sitio para todos. Tenemos que caber todos en esta España que es nuestro ecosistema político.
¿Cómo recuperamos esa noción de bien común? ¿Cómo construimos una España en la que quepamos todos?
Debemos partir de las experiencias que tenemos. Cuando alguien nos ha ayudado, cuando hemos ayudado a alguien, cuando hemos compartido, cuando hemos sido solidarios o hemos disfrutados del calor social sentimos bienestar. Y no lo digo en un sentido hedonista. Sucede lo contrario cuando nos encontramos con conductas egoístas o narcisistas.
Recordemos lo que nos decían los griegos. A quienes se preocupaban exclusivamente de los intereses privados les llamaba idiotas. Los ciudadanos son quienes se ocupan de los asuntos públicos. Hay que recuperar una ética pública mínima, un interés por la vida colectiva que pasa por ciertos supuestos básicos: un diálogo respetuoso que distinga entre discrepar y escupir, bajar los decibelios, eliminar el tacticismo político, aceptar que no somos enemigos aunque seamos diferentes. El abecé de la Filosofía y la Política para construir una cultura cívica para una sociedad habitable.