Es media mañana en el barrio de Salamanca, Madrid. Corremos, pero llegamos tarde a la Historia. Marcelino Oreja Aguirre (1935) vive en uno de esos portales donde el portero establece las reglas del juego. Y cuando aparecemos... no está el portero.
Esperamos un rato. No hay manera. Nos tomamos la justicia por la mano y nos da vergüenza porque venimos a desmigar la Transición, que fue justo lo contrario. La UCD nos castiga desde el recuerdo: nos quedamos encerrados en el montacargas.
Cuando por fin entramos en casa de don Marcelino, él pregunta desde su sillón orejero: "Pero, ¡qué les ha pasado!".
–Disculpe, nos hemos quedado atrapados en el montacargas.
–¡Eso es gravísimo! –lo dice de corazón, con unos ojos que parecen acercarse de pronto al cristal de las gafas–. Siéntense, siéntense, ahora les traemos un refresco o un vaso de agua.
Ahí donde lo vemos, don Marcelino es la última oportunidad para conocer los entresijos del Estado. "Él mismo es España, ya lo verán", nos dice uno de sus compañeros en el primer gobierno de la Democracia.
Porque Marcelino Oreja trabajó junto a uno de los ministros más interesantes del régimen, Fernando Castiella (Exteriores). Fue miembro del Consejo Nacional del Movimiento, se reunió a solas con Franco, conspiró contra la dictadura desde el grupo Tácito, se hizo amigo del Rey (aunque él dice que no se puede ser amigo de un rey), fue el primer ministro de Asuntos Exteriores de la Democracia, colaboró en la elaboración del Tratado de Maastricht, alcanzó la secretaría general del Consejo de Europa...
Y lo que más nos gusta: trató de cerca, ¡hasta en batín!, a los personajes más reseñables de nuestra Historia reciente. De Adolfo Suárez a Hassan II pasando por Fidel Castro.
Por cierto, su salida del gobierno se produjo después de una agria discrepancia con Suárez acerca de la entrada de España en la OTAN. Por eso nos reunimos esta semana, porque la OTAN viene a Madrid. Don Marcelino fue el miembro del Ejecutivo que más trabajó por la adhesión. Provocando las algaradas del PSOE, el Partido Comunista y los titulares del New York Times.
Sentado en su sillón Voltaire, guarda en el regazo sus memorias y algunos apuntes escritos. No le hacen demasiada falta porque viajar con él es viajar a lomos de un sólido recuerdo.
Su historia, que es la Historia, comienza con la revolución de 1934, cuando su padre, del mismo nombre, fue fusilado en Mondragón por un piquete revolucionario. Hay, en este salón, un retrato en blanco y negro de aquel hombre.
Esa otra foto que tiene ahí enmarcada, ¿es su pueblo? ¿Mondragón?
Sí, sí. Es la casa de mi pueblo [coge el marco con las dos manos]. De aquí sacaron a mi padre para fusilarlo. Lo asesinaron muy cerca. Yo no había nacido, soy hijo póstumo.
Fue en la revolución de 1934, ¿no? Supongo que el asesinato de un padre configura la personalidad de alguna manera.
Sí. Lo más importante fue el papel de mi madre. Nunca me infundió odio ni rencor. Cuando entré en política, con UCD, y tuve relación con el PSOE, ella jamás me recriminó: “¿Cómo puedes hablar con ellos? ¡Mataron a tu padre!”. Al contrario. Se lo agradeceré toda la vida.
Hubiera sido incluso normal que me hubiera dicho algo de ese estilo. Pasó en muchas familias. Pero yo, gracias a mi madre, me llevé muy bien con los socialistas y los comunistas. Cuando fui ministro de Adolfo Suárez, siempre tuve una gran interlocución.
Lo que podría haber sido un motivo de distancia con los diferentes resultó ser lo contrario: un llamamiento a la reconciliación.
Sí. Mire esa otra foto tan bonita: esa es mi madre el día que me hicieron miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Tenía 99 años, murió unos meses después, cuando estaba a punto de cumplir un siglo. No estuvo enferma nunca. A ella le debo ese rasgo de mi carácter.
El último testigo de la muerte de su padre murió muy mayor: en 2006, con casi cien años. ¿Alguna vez pudo saber de primera mano cómo ocurrió?
No hablé directamente con testigos. Pero sí pude recabar información suficiente como para reconstruir lo que pasó. Charlé durante tres horas con el biógrafo de uno de los revolucionarios implicados. Mi padre había ido a pasar unos días a Mondragón. Mi madre estaba allí, embarazada de mí. Él era diputado en las Cortes y tenía una vida muy activa. ¿Por qué fue a Mondragón en aquel dramático octubre de 1934? Eso no lo sé.
¿Cuál es su hipótesis? Se lo habrá preguntado muchas veces.
Pienso que mi madre quizá no se encontrara bien. Estando allí, mi padre fue al monte. Le encantaba ir al monte. Cuando bajó, notó algo raro en el pueblo y lo comentó con algún vecino: “Veo algo raro en la gente. Siempre suelen ser muy amables conmigo, pero hoy…”. Fue a casa. Se acostaron. A las dos de la madrugada llamaron por teléfono.
¿Quién respondió?
Cogió mi madre. Le dijeron: “Mire, no intente hacer nada. La casa está tomada. En cuanto termine esta conversación, les cortaremos la línea telefónica”. Así lo hicieron. Sacaron a mi padre, lo llevaron a la Casa del Pueblo, a cincuenta metros de allí. Lo fusilaron.
Preparando la entrevista, he encontrado una frase de aquel testigo, militante de UGT, que define muy bien lo que fue la Guerra Civil en España: “La muerte de Marcelino Oreja no se me hizo tan dura porque nunca defendió a los trabajadores”. Es la psicología del odio que impregnó ambos bandos.
Sí. La psicología del odio y el rencor. Ya había escuchado esa frase… ¿Sabe? Están escribiendo un libro sobre mi padre. Creo que lo terminarán en un par de meses. Habrá muchos detalles. Quedará muy bonito.
¿Qué piensa de las llamadas políticas de Memoria Histórica? Landelino Lavilla, compañero suyo en el Consejo de Ministros, me contó una anécdota: cuando llegó a Justicia, dio la orden de que se retirara la simbología franquista del edificio, pero pidió que se ocultara a la prensa.
La memoria es una realidad. Me suele gustar repetir una frase de Gregorio Marañón: “Memoria y esperanza, con su temblor de ansiedad, son los puntos de apoyo del genio creador del hombre“. De hecho, así titulé, valga la redundancia, mis memorias: “Memoria y esperanza”. La memoria debe estar viva, pero no para tener una sensación de odio o intolerancia. Memoria para saber, no para enfrentar.
"La Historia de España está a la vista, no comparto la obsesión por revisarla ni por enseñarla en términos de hostilidad"
Imagino que habrá visto los nuevos libros de texto. Son para sus nietos. La llamada “Memoria Histórica” juega un papel importante.
Es muy peligroso transformar la Historia en función de los deseos de uno mismo. Creo que, en España, la Historia está a la vista. No comprendo la obsesión por revisarla. No comparto ni comprendo que algunos quieran enseñar la Historia envuelta en hostilidad. Porque el espíritu de la hostilidad estaba casi extinguido. Gracias, en gran parte, a la Unión del Centro Democrático (UCD), un partido que siempre tuvo presente esa misión: alejar los extremismos. De derecha y de izquierda.
Estudió Derecho y después ingresó en la carrera diplomática. Le nombraron jefe de gabinete del entonces ministro de Exteriores, Fernando Castiella. Así conoció a Franco. Le mandaron a reunirse con él para que le contara unas negociaciones con Estados Unidos.
Castiella, el ministro para el que yo trabajaba, era un gran intelectual. Un político que se preocupó por hacer una política exterior que beneficiara a España. Deseaba la apertura e intentaba denodadamente convencer a Franco de la necesidad de abrirse al mundo y superar el aislamiento.
Entré en el gabinete de Castiella porque fui el número uno de mi promoción. Le dijeron mi nombre y le sonaba porque había conocido a mi padre. Entrar en aquel gabinete me dio empaque y me abrió muchas puertas.
Pero, ¿qué pasó aquel día?
Estábamos en Washington, inmersos en unas negociaciones muy complicadas con Estados Unidos sobre los acuerdos comerciales y de seguridad. Dormíamos en la embajada de España. De repente, a las seis de la mañana, sonó la puerta de mi habitación. Me llevé un susto terrible. Abrí y estaba Castiella… ¡en batín! “Perdone usted que le moleste a esta hora, pero no puedo dormir”, me dijo.
Qué duro, el insomnio.
Había dos interpretaciones distintas en el seno del régimen sobre lo que había que hacer. Lo de siempre: inmovilismo frente a aperturismo. Entonces, Castiella me dijo: “Vaya usted a ver al Generalísimo y así le explica lo que está pasando”. Pensé que se había vuelto loco.
¿Cuántos años tenía usted? Era muy joven.
Tendría treinta años. Cogí el avión y, al llegar a Madrid, me esperaba un coche de El Pardo. Me topé con una reunión de militares. Vi por allí a Muñoz Grandes y Carrero Blanco, a quien conocía porque era amigo de mi suegro y había sido testigo de mi boda. Un ujier me invitó a entrar y… Franco no me impresionó nada. Lo contrario.
¿Por qué?
Un apretón de manos blando, poco carisma… Apenas se movía, los brazos le colgaban, parpadeaba con intensidad, tenía la mirada perdida. Hombre, ya era muy mayor. Pero es que no me llamó nada la atención. Era como aburrido, sin una conversación interesante.
Me preguntó: “¿Qué está pasando en Estados Unidos?”. Los militares querían una cosa y el ministro Castiella otra. Se lo expliqué en cinco minutos. Me respondió: “Está reunida la Junta de Defensa nacional. Cuando terminemos, le diré lo que tiene que transmitir a Castiella”. Llamé a mi mujer, se asustó mucho.
Normal.
Claro, me decía: “¡Pero qué haces en España! ¡Cómo no me has avisado! ¿En El Pardo?”. La pobre no entendía nada. Yo tampoco. Al cabo de media hora: “Dice el Generalísimo que pases”.
"Cuando conocí a Franco, no me impresionó. No me pareció interesante. Era aburrido. No le vi carisma"
¿Cómo fue aquella reunión?
Franco les dijo a todos: “Ha venido un representante del ministro de Exteriores para contarles cómo se ven desde allí las cosas”. Hablé un poco. Luego le dije a Nieto Antúnez, ministro de Marina: “Almirante, me voy a tener que marchar. Es que voy a perder el avión y tengo orden de cogerlo”. Me respondió: “¿El avión? ¡El avión que espere!”. Intervine un poco más. Nadie me replicó. Me marché.
Cogió el avión, entonces.
Sí, sí. Allí estaba el avión. ¡Esperándome! Recuerdo que en la primera fila estaba sentado un viejo conocido mío. Me acerqué: “Hemos estado esperando a un cabrón que llega tarde, vaya faena”. Yo le dije: “Desde luego, ¡es intolerable! Menudo cabrón”. Total que llegué a Estados Unidos y le conté a Castiella cómo estaban las cosas.
Fíjese lo que es la vida. Aquel día, Franco le dijo que temía un ataque de Argelia a España. Y Carrero Blanco añadió: “Del Sáhara no nos movemos”. Son los dos grandes asuntos que nos ocupan hoy.
Sí, ¡qué cosas! Franco quería mejorar los acuerdos con Estados Unidos porque, entre otras cosas, temía un ataque de Argelia. Quería que dejáramos a los americanos usar nuestras bases a cambio de una defensa automática, como sucede ahora con los países de la OTAN.
¿Qué le pasaba a Franco entonces y qué le pasa hoy a Sánchez? ¿Por qué Marruecos y Argelia tienen tanta importancia?
¡Una importancia enorme! El cambio de postura de España en relación al Sáhara ha sido muy extraño. Ninguno sabemos qué ha pasado. Me resulta raro, difícil de explicar. No me atrevo a decirle nada.
Han proliferado muchas teorías. ¿Cuál es la suya? ¿Cree que Marruecos ha podido chantajear a Sánchez con material delicado obtenido mediante el espionaje?
Es muy difícil saber lo que ha pasado. En cualquier caso, este es un Gobierno que no trabaja con una línea clara. Los criterios diplomáticos son difícilmente distinguibles. Pero ya le digo: me ha sorprendido muchísimo. Ojalá un día sepamos qué ha pasado. En los medios de comunicación se habla con abundancia, pero nadie sabe el motivo.
"Ojalá un día sepamos qué ha pasado y por qué el Gobierno cambió su postura respecto al Sáhara"
Usted fue el primer ministro de Exteriores de la Democracia. Si tuviera esa patata caliente en las manos, ¿qué haría?
Dimitiría inmediatamente. ¡En el acto!
La pregunta iba un poco más allá… Si no dimitiera, ¿qué haría?
Tiene muy difícil solución. El Gobierno no sabe lo que quiere. La pregunta es: ¿quién inspira al presidente Sánchez? Están generando un gran desconcierto en la sociedad.
Entiendo que mantener el equilibrio de cordialidad con los vecinos es una de las labores diplomáticas más complicadas. Es decir: llevarse bien con Marruecos y Argelia al mismo tiempo.
Para empezar, por Ceuta y Melilla. También están las crisis migratorias, el tema del gas… Esa gestión requiere un equilibrio delicado. Yo lo recuerdo como una misión clave. Fíjese si creía importante aquello que hice una gira por casi todos los países africanos para informarles de la voluntad diplomática de España. Fue un viaje tremendo. Quizá veinte países en un mes.
Explíquele a un ciudadano por qué es indispensable que España tenga una buena relación con Marruecos y Argelia. Porque más de uno puede pensar: “Oye, si se enfadan, que se enfaden, qué pesados se ponen”.
Debo mencionar también el problema de Canarias. Ese fue, entre otros, el motivo de mi gira africana. Un grupo de gente tenía la tentación de proclamar la independencia, liderado por un personaje siniestro, Antonio Cubillo. Estaban en las islas, pero eran apoyados por los argelinos.
De hecho, me entrevisté con su ministro de Exteriores, Buteflika, que luego fue presidente. Le dije que era intolerable el apoyo que prestaban al independentismo canario. No sólo los refugiaban cuando emprendieron la lucha armada, sino que les facilitaban antenas de radio para emitir desinformación en las islas. Le recriminé que utilizaran a Cubillo como chantaje para desestabilizar nuestra posición sobre el Sáhara. ¿Ve? Siempre ese equilibrio.
En el fondo, siempre nos han tenido cogidos por el pescuezo, ¿no? Usted quiso, como ministro, restablecer las relaciones de España con Israel y no pudo hacerlo porque habría soliviantado a Marruecos y Argelia.
Sí, es verdad. Quise establecer esas relaciones. No tenerlas me parecía un sinsentido, pero no pude. El asunto del Sáhara, por ejemplo, no sólo planteaba problemas diplomáticos, sino también líos internos. Discusiones con el PSOE y el PCE por un lado y con Alianza Popular con otro. Aunque debo decir que, cuando Argelia apoyó a los secesionistas canarios, la oposición respaldó al Gobierno.
Le tocó reunirse varias veces con los gobiernos marroquíes y argelinos. ¿Cómo era negociar con ellos en la distancia corta?
Recuerdo, por ejemplo, una reunión muy tensa con el Rey Hassan II de Marruecos. Yo acompañé a Adolfo Suárez. El Rey marroquí tuvo palabras durísimas para España, pero Suárez no se arrugó y le contestó muy duro. Al día siguiente nos volvimos a ver y Hassan II tenía ya otra actitud. Solían ser reuniones tensas, lo mismo con Argelia.
Hemos llegado hasta aquí porque le había preguntado por Franco. Además de jefe de gabinete en Exteriores, fue consejero nacional del Movimiento. ¿Cómo eran las Cortes franquistas?
Le contaré lo que pasó. En aquellos años finales del régimen, me hice un par de amigos de la órbita tradicionalista vasca: José Larrañaga y Ramón Baglietto. Acabarían asesinados por ETA. Una tragedia. Ellos creían que era bueno que yo fuera consejero para poder lograr cierto aperturismo desde dentro. Fue curioso porque hice campaña diciendo la verdad: que quería aperturismo. Y logré la butaca.
No oculté mi manera de pensar. Quería un cambio hacia la democracia, aunque nunca me impliqué tanto como aquellos que acabaron en el exilio, la cárcel o el destierro por defender sus ideas.
En el Consejo Nacional hice migas con un grupo de jóvenes con los que conecté mucho. Ruiz Gallardón, Gabriel Cisneros, Martín Villa, Sánchez de León… Nos constituimos en un grupo informal llamado “Núñez de Balboa”, porque nos reuníamos en el despacho de Ruiz Gallardón en esa calle. Muchos de los que estuvimos en eso tendríamos responsabilidades de gobierno al llegar la democracia.
"Quería un cambio hacia la democracia, aunque nunca me impliqué tanto como aquellos que acabaron en el exilio, la cárcel o el destierro"
Usted ya empezaba a conspirar contra el régimen desde dentro. Fue miembro del grupo Tácito: escribían en prensa con seudónimo para demostrar que querer la democracia no era de "rojos", que podía existir una derecha católica y democrática.
Sí. Éramos un grupo de amigos. Coincidíamos en el Colegio Mayor San Pablo. Estaban Juan Antonio Díaz-Ambrona, Gabriel Cañadas, Landelino Lavilla, José Luis Álvarez… Por proximidad ideológica, decidimos empezar a publicar nuestros artículos en el Ya. El día que iba a salir el primero, nos preguntó el director: “¿Quién lo firma?”.
Se me ocurrió a bote pronto lo de “Tácito”. En referencia al historiador de la decadencia del Imperio y por el significado de la palabra: afirmaciones no del todo expresas. El nombre no generó entusiasmo, pero no se les ocurrió otro. Y nos quedamos con ese.
¿Tuvieron problemas?
Al final, nos acabamos reuniendo en un piso de la zona del Santiago Bernabéu para no generar problemas al Colegio Mayor. Una vez nos llevaron al Tribunal de Orden Público. El magistrado dijo: “Ustedes son gente importante”. Porque habíamos tenido algunas responsabilidades. Uno de nosotros, José Luis Ruiz-Navarro, respondió: “No, señoría, nosotros somos el pueblo”. Me tuve que salir porque me entraba la risa.
Caída la dictadura, fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Es curioso porque no le llamó Suárez, sino el Rey.
Es cierto. Yo tenía mucha más relación con don Juan Carlos que con Suárez. Nos conocíamos desde niños. Él fue a estudiar a San Sebastián y yo vivía allí. Nos presentó el duque de Gor. Me invitaban a algunos encuentros. Pasaban los años y manteníamos la relación.
En los setenta, siendo ya el príncipe Juan Carlos, yo iba a verle con cierta regularidad. Me llamaba para que le contara cosas de la política internacional que yo sabía por mi trabajo, pero siempre acabábamos hablando de política nacional.
¿Se puede ser amigo de un Rey?
Tuvimos una relación estrecha y una gran confianza, pero no. Yo no creo que se pueda ser amigo de un Rey. Fue él quien me hizo ministro.
¿Qué pensó cuando supo que, en plena crisis económica, Juan Carlos I creó una sociedad para evadir impuestos?
Sentí una pena enorme, de verdad. Don Juan Carlos hizo mucho por España. Dio un giro importantísimo a la política exterior. Mire el caso de México, un país con el que no teníamos relaciones diplomáticas. Se restablecieron gracias a él. El Rey era muy abierto y simpático. Hacía muy fáciles las cosas. La reina Sofía también era simpatiquísima. Le contaré algo.
Adelante.
Un día estábamos en China viendo una cosa tremenda de unos huesos, una de esas cosas que tanto les gustan a los chinos. Empecé a ponerme malísimo, a marearme. La reina, entonces, le dijo al Rey: “Siéntate”. Lo hizo, claro, para que yo pudiera sentarme. Si no, me hubiera caído redondo.
Usted que tanto le conoce, hay algo que resulta incomprensible: Juan Carlos I pidió perdón por irse a cazar a Botsuana cuando no debía, pero jamás ha dado explicaciones por las irregularidades que él mismo ha reconocido.
Todo este asunto me produce una pena enorme. De verdad se lo digo. Pude ver en primera persona todo lo que el Rey hizo por España. Sus discursos, por ejemplo, fueron importantísimos. Afrontó momentos delicados, ¿eh? Recuerdo cuando llegamos a Argentina, la dictadura de Videla. Vino a recibirnos el segundo del dictador, que quiso abrazar al Rey. Don Juan Carlos, que era muy listo, extendió corriendo el brazo para que aquello quedara en un apretón de manos. Evitó la foto del abrazo.
Usted conoce como nadie los entresijos del poder: ¿qué lleva a un hombre a recorrer ese camino?
Es incomprensible. No lo sé. Ha hecho un daño enorme. Porque no sólo se ha desprestigiado a él mismo, sino también a la institución.
¿Han hablado en los últimos años?
No. Hace mucho que no nos vemos. Recuerdo cuando me llamó y me dijo: “Oye, lo he estado pensando… y te voy a dar un título”. Me quedé muy sorprendido. “¿Qué nombre quieres?”. No sabía qué decir. En recuerdo a mi padre, respondí: “Oreja”. “Pues te haré marqués de Oreja”. Pero no lo uso.
¿Qué le diría hoy a Juan Carlos I?
No le diría nada. Es que siento una gran pena personal e institucional.
"Sentí una pena enorme al leer las informaciones sobre Juan Carlos I. Se ha hecho mucho daño a él mismo y a la institución"
Volvamos a su nombramiento como ministro. Cuando habló con Suárez, él le dijo a usted: “En el Gobierno, hay muchos más amigos tuyos que míos”. La política en la Transición fue bastante endogámica. Todos los ministros se conocían. ¿Cómo describiría la clase social que gobernó aquella España?
Le contaré cómo fue aquello. Yo no estaba contento con el nombramiento de Suárez. Muy pocos de los que habíamos estado en el impulso de la democracia cristiana lo apoyábamos. Es curioso, porque luego varios acabamos siendo ministros.
Pero a lo que iba: era por la mañana. Había salido de casa para recoger unos papeles. Llamó el Rey y cogió nuestra cocinera. Se quedó perpleja. Le dijo a Silvia, mi mujer, que llamaba el Rey. Ella le contestó: “Mujer, no digas tonterías”. Pero se puso y, efectivamente, era el Rey, que pidió que se me localizase inmediatamente. Me recibió en Zarzuela y me anunció mi nombramiento como ministro de Exteriores.
Aceptó, claro.
Sí, pero fíjese. Camino del despacho de Suárez, en el coche, escribí en un papel: “Con quiénes, para qué y lealtad”. Cuando le pregunté a Suárez con quiénes, me respondió: “Con tus amigos”. Osorio, Lavilla, Carriles, Calvo-Sotelo… Todos eran muy amigos, algunos incluso compañeros del grupo Tácito.
¿Y el “para qué”?
Respondió sin remilgos: “Vamos hacia un sistema democrático”. Ya entonces le pregunté si su intención era legalizar todos los partidos políticos. Me dijo que sí. Aquel sería un gobierno extraordinario, pero muchos amigos me decían con pena: “¿Cómo puedes aceptar? Va a ser un fracaso”. Resultó todo lo contrario.
Trace un retrato lo más sincero posible de Adolfo Suárez. Los ministros de aquellos gobiernos solían coincidir en la descripción: sin grandes dotes intelectuales, pero con mucho carisma y una gran intuición.
Estoy de acuerdo. Deslumbraba con su encanto. Tenía un olfato muy poderoso y ordenaba los tiempos fantásticamente. Su final como presidente es inolvidable: sintió la democracia en peligro y que había perdido el apoyo del Rey. Entonces dimitió. Mi relación con él fue cómoda. Me dio margen para llevar a cabo la política diplomática que yo consideraba adecuada. Viajábamos muchísimo juntos.
Antes me ha hablado del dictador Videla. Hábleme ahora de Castro.
Nos recibió a Suárez, a mí y al resto de la delegación en el propio aeropuerto. Estaba encantado de nuestro viaje. Fue él mismo quien nos enseñó también las habitaciones, donde habían colocado ron y puros Cohiba.
¿De qué charlaron?
Lo invitamos a España con el beneplácito del Rey Juan Carlos. Aceptó encantado. Dijo que iría a Madrid y a Galicia, donde nació su padre. También expresó que se le debería reconocer la doble nacionalidad por su cariño a España. En materia política, aceptó liberar a dos españoles que estaban presos.
Suárez le habló de las bondades de la Transición, que él reconoció. También le dijo lo positivo que sería que Cuba emprendiera ese camino. Castro le contestó con una larguísima perorata llena de tópicos. Ya vimos que jamás aceptaría un Estado de Derecho.
Siempre se entendió con Suárez hasta que llegó la OTAN. Lo cuenta en sus memorias. Ahora que se va a celebrar la cumbre de Madrid, cuénteme esa historia.
Sí, es verdad. Mire, precisamente hubo un choque en relación a La Habana. España fue invitada a la cumbre de países no alineados a la OTAN, que se celebraba allí. Yo consideraba que no debíamos asistir y así se lo trasladé al presidente. Pero Suárez tenía la opinión contraria. Una visión muy distinta. Le pedí que, si decidía ir a Cuba, no me obligara a ir. Aceptó y así fue. Me quedé en Madrid.
Pero, ¿por qué Suárez era tan escéptico con la entrada en la Alianza Atlántica?
¡Fue un disparate! Tengo una opinión de Suárez enormemente positiva, pero aquello fue un disparate. Creo que debimos habernos adelantado. Transcurrido el primer año de gobierno, UCD comenzó a debatir este tema. La coalición se declaró partidaria de la entrada de España en la OTAN. Y así se recogió en el programa electoral de 1979.
La actitud de Suárez fue siempre de extraordinaria cautela. Pensaba que una entrada precipitada de España en la OTAN podía romper el equilibrio entre los bloques y provocar una gran desestabilización nacional.
En la primavera de 1980, Suárez me pidió una nota por si el PSOE le sacaba este tema en la moción de censura. Al final, González no tocó el asunto. Pero en junio, en una entrevista con El País, expuse mis ideas pro OTAN. Me preguntaron: “¿Cuándo podría adherirse España?”. Respondí: “En un plazo corto”.
Y se montó una buena.
Sí. El PSOE y el Partido Comunista hicieron mucho ruido. También hubo lío en medios extranjeros. Los diarios nacionales, salvo ABC, Ya y Pueblo, fueron bastante críticos.
Suárez se enfadó también.
Sí, mucho. Era un momento raro. Suárez sentía una gran incertidumbre. Se sentía muy inseguro. Notaba su decadencia. Sentía pánico ante una fuerte oposición de los socialistas, que hubieran apretado mucho de haber entrado entonces en la OTAN. Luego Felipe González cambió de opinión y lo defendió con uñas y dientes.
Imagino que está pensando que la Historia le ha dado a usted la razón.
[Esboza una sonrisa, pero no contesta].
"No sé si es posible una salida diplomática a la guerra de Ucrania; la posición de Putin es imprevisible"
Usted sabe lo que es negociar con los rusos: ¿es posible una salida diplomática a la guerra de Ucrania?
No lo sé. Porque la posición de Putin es imprevisible.
Disuelta la UCD, militó en el Partido Popular. ¿Se sigue identificando con estas siglas?
Yo estoy fuera de la política desde hace mucho tiempo, pero me gustan más unas cosas que otras, claro.
¿Existe con Feijóo la posibilidad de que renazcan los pactos de Estado?
Creo que sí. Tengo una gran opinión de Feijóo. Lo conozco. Es gallego y yo soy hijo adoptivo de Santiago de Compostela. Es justo la persona que necesitaba el PP. Serio, competente, con las ideas claras. Es bueno para España que el centro derecha esté fuerte.
¿Echa de menos una especie de UCD? Un centro fuerte en España. ¿O piensa que debe ser el PP quien ocupe ese espacio?
Creo que esa labor debe jugarla el PP. Una gran casa común, pero con esas siglas.
¿Y qué me dice de Vox? Nunca en democracia había habido un partido a la derecha del PP con tantos escaños.
Yo no formaría parte de Vox, pero no siento ninguna repugnancia a que el PP pueda llegar a acuerdos con ellos. Hay algunos que dicen que “bajo ningún concepto”. No lo comparto. No siento tal rechazo.
Ha entregado casi toda su vida a la política. Pídale algo usted hoy a la política.
Me preocupa la inseguridad política del presente. No sé, por ejemplo, adónde va el PSOE. Ojalá vuelva la época del entendimiento. ¿Sabe lo que le digo? Memoria y esperanza.
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