Fue un día en la sede del partido. Felipe se levantó, dio un portazo y se fue. Había discutido con Alfonso en la reunión ejecutiva por "una tontería". Uno de los presentes lo anotó en su cuaderno. En realidad, cuando morían los ochenta y se estrenaban los noventa, esta fuente anotó mucho en su cuaderno. Porque cualquier "tontería" bastaba para que sus dos jefes chocaran frontalmente.
Las discusiones entre Felipe y Alfonso solían ser frías, de pocas palabras. No levantaban la voz. Pero ese día hubo un portazo y el dirigente socialista que ahora lo cuenta lo dejó por escrito. Puede que incluso el ruido de esa puerta se escuche algún día. "Esas reuniones se grababan en cintas porque se consideraban históricas, pero su contenido no ha trascendido", remacha.
Felipe González y Alfonso Guerra son "Felipe" y "Alfonso" en este reportaje. Porque así se refieren a ellos todos los entrevistados y porque así los llama la gente. El relato que sigue es más humano que político; y "González" y "Guerra" eran (y son) palabras que sólo aparecían en el ámbito institucional o en boca de sus adversarios. Cuando van por la calle, les dicen: "¡Felipe! ¡Alfonso!". Ellos ya no se llaman de ninguna manera y esa es la historia que pretende contar este reportaje.
Felipe y Alfonso son dos chavales de Sevilla que, en apenas una década, abandonaron la clandestinidad y tuvieron el Estado en sus manos. Hicieron "Historia". Que hoy no puedan coincidir en un escenario también lo es. Así lo narran, en charla con este periódico, varios de los que fueron sus ministros. Los actos oficiales, las presentaciones de libros, las charlas sobre la Transición... Todo se organiza con una premisa sobradamente aprendida: si va Felipe no puede estar Alfonso. Y al revés.
Lejos de aplacar las viejas iras, el tiempo ha enturbiado la posibilidad del tándem. Fenecido el gobierno de González, Felipe y Alfonso se subieron juntos a un escenario en la campaña de 1996. No volvieron a hacerlo hasta 2011, cuando trataron de ayudar a Rubalcaba. En 2012, aceptaron fotografiarse en el Palace, cuando se cumplían treinta años del mismo acontecimiento que se conmemora hoy. Y en 2014 posaron junto a Sánchez por los cuarenta años de Suresnes.
Cuatro décadas después de la primera victoria electoral del PSOE –para más inri en Sevilla, de donde ambos proceden– el escenario sólo encumbrará a González, que tendrá que evocar aquel pasado sin su mitad.
Vayamos al principio. "Alfonso era el líder de un grupo de estudiantes sevillanos. Fue él quien entusiasmaba a los demás chavales con sus discursos y quien los captaba. De hecho, Alfonso llamó la atención de Felipe; y no al revés", cuenta un mandatario socialista de aquel tiempo que logró mantener buena relación con los dos.
Una versión muy extendida, aunque un poco legendaria, dice que se conocieron corriendo delante de los grises tras reventar una conferencia de Manuel Fraga (entonces ministro de Franco) en la facultad.
Se trenzó una amistad entre dos personas muy diferentes, es verdad, pero una amistad gruesa, de esas que se inauguran creyendo que, pase lo que pase, será para siempre. Vistos los resultados de hoy, algunos exministros se empeñan en afirmar que, en realidad, nunca fueron amigos.
Pero lo fueron hasta el tuétano. En aquella Sevilla de las horas crepusculares del franquismo, Felipe y Alfonso se hicieron un juramento: si uno de los dos moría, el otro se haría cargo de su familia. Este compromiso, ya de manera menos ingenua, se renovó en 1976, cuando viajaron a Roma para asistir al entierro de Pietro Nenni, histórico socialista italiano.
Desfilaron las altas magistraturas del Estado. Todos muy viejos. Felipe le dijo a Alfonso al oído: "Nosotros no terminaremos así, ¿verdad?". La conversación, rememorada por el propio Alfonso en sus memorias, terminó de esta manera: "Alfonso, si tú ves que yo algún día pierdo el sentido de la realidad, adviértemelo para corregir inmediatamente. Y si te ocurre a ti, yo te llamaré la atención". Tendrían que ponerlo en práctica durante años, durante esa "década roja" de poder de la que hablaba Francisco Umbral.
Eran temperamentos distintos, coinciden en conversación con EL ESPAÑOL hasta tres ministros que integraron ese primer gobierno nacido en 1982. Felipe era el hijo de un vaquero que "olía a establo". Eso pensó Alfonso cuando lo vio. Y Alfonso era el hijo de un militar, crecido entre libros y una familia numerosa (¡trece hermanos!).
Felipe era "vitalista", salía de marcha. Disponía de un piso en Sevilla que le había dejado su padre y dejaba la llave a todos sus amigos. Alfonso leía poesía y se las apañaba para conseguir libros que sólo se publicaban en el exilio. Eran dos amigos que se habían hecho amigos en la política.
Y no tiene nada de raro. Suele pasar con las amistades adultas. Se incuban en un contexto y se limitan a él. Sólo las amistades de la niñez son extensivas a todo: la familia, el amor, el trabajo...
En la famosa foto del Palace, Felipe quiso que saliera con él Alfonso. Porque Alfonso había creado un instituto de técnicas electorales cuando Franco no tenía ni flebitis. Se había pateado media Europa para saber cómo funcionaban las elecciones democráticas. Había dirigido la campaña. Decidió que todo el mensaje debía girar en torno a un liderazgo fuerte, el de su amigo Felipe.
Hace unas semanas, Guerra (ahora sí es "Guerra") viajó a Madrid para participar en un acto sobre comunicación política. Lo asaltamos después y aceptó contestar algunas preguntas. La referida a la noche del Palace, la despachó con una sola palabra: "Felicidad". Pero no había "felicidad" en su gesto. Era un ceño fruncido, una mirada dura.
La guerra Alfonso-Boyer, primer asalto
Ese ceño fruncido comenzó a ser característico ya en los primeros Consejos de Ministros. Felipe eligió a Miguel Boyer y a Carlos Solchaga como responsables de la parcela económica. "Ellos tenían una idea de la economía mucho más liberal que Alfonso. Sus propuestas siempre estaban enfrentadas. Y Felipe daba la razón a Boyer y a Solchaga en el 99% de los casos", apunta un miembro de aquel Gobierno.
Tanta distancia se fue abriendo entre Guerra y los ministros económicos, que el vicepresidente dijo en público: "Este es un gobierno de coalición entre el PSOE y el ministro de Economía".
Boyer –detallan los ministros entrevistados para la elaboración de este reportaje– era "muy duro", "soberbio" y "arrogante". Y Guerra, en una entrevista con Maria Antonia Iglesias, dijo de sí mismo: "Si alguien me viene en plan arrogante, lo doblo. Nadie me pone de rodillas".
La relación se fue enquistando. Felipe arbitraba y elegía a Boyer y Solchaga. Pero Alfonso, pese a su descontento, se mantenía leal. "Hay que destacar la lealtad de Alfonso a Felipe todos esos años. Era tremendo. Una lealtad religiosa", rema a su favor uno de los llamados "guerristas". Tan tremendo como cierto.
Tras aquellos Consejos de Ministros, se tomaba un aperitivo. "Era el momento para darse cuenta. Era tan evidente... Nunca vi a Alfonso charlar con Boyer en esos picoteos. Nunca".
Este ministro, que no era "guerrista", quiere anotar algo en favor de Alfonso: "Es que Boyer era terrible. Por ejemplo, yo le llamé una vez para pedirle que incluyera una partida en los Presupuestos referente a mi ministerio. Me dijo: 'No hay dinero'. Y colgó. Así, directamente. Ese era Boyer".
La "beautiful people"
"Inicialmente, la culpa fue del entorno de Felipe", dice otro ministro de ese primer gobierno en alusión a Boyer y Solchaga. "Eso empezó a entorpecer la estrecha comunicación que tenían Felipe y Alfonso. Porque Felipe confiaba en Alfonso para dirigir el partido, pero para gobernar se fiaba de los económicos".
La tesis que se recaba tras entrevistar a los partidarios de Felipe es esta: el presidente quería gobernar para todos, caminar por "en medio de la acera", y no sólo lanzar políticas con la vista puesta en los electores socialistas, como quería el ortodoxo Alfonso.
Si se pregunta a los "guerristas", se obtiene esta otra versión: Felipe se dejó arrastrar por lo que acabaría llamándose "la beautiful people". Boyer le presentó a Felipe la alta sociedad madrileña. Y Solchaga hizo lo propio con empresarios y banqueros.
Hay una anécdota que ilustra bien esa suerte de división entre socialistas de moda y socialistas descamisados. A Isabel Preysler le decían en casa sobre su romance con Boyer: "Hija, ¿cómo puedes andar con un socialista?". Y ella respondía: "¡Pero si Miguel no es socialista!".
Umbral lo resumió con este párrafo: "La guerra general se explica por la política ambigua del presidente, que ha creído y querido mantener hasta el infinito la dualidad socialismo/liberalcapitalismo. Sólo que las fuerzas en litigio no son tan sutiles como él, y al final ha habido cantea, como cuando salíamos del colegio (...) La corrupción sobredorada de la guapa gente ha hecho reaccionar a Ferraz, que ve cómo el socialismo se hace soluble en un socialfelipismo de amor y lujo, champán y mujeres, con olvido de la revolución pendiente".
Alfonso, en la mencionada entrevista con María Antonia Iglesias, fue muy duro. Ocurrió casi veinte años después de dejar Moncloa: dijo que llevaba "informes" al Consejo de Ministros para "evitar" que se "concediera subvenciones a personajes turbios". Se definió a sí mismo como la "piedra" que impedía a la "beautiful people" entrar en "la cueva de Alí Babá".
Los cronistas se divertían mucho. Ocurrían cosas como ésta. En un Consejo de Ministros, Guerra, amante de paralelismos literarios, habló de "roer los ojos como el cuervo de Prometeo". Boyer, delante de todos, le corrigió: "Lo que roía el cuervo de Prometeo era el hígado". Alfonso no le perdonó tal humillación.
Es muy importante este cúmulo de desencuentros para comprender la relación Guerra-González. Quedó escrita, en cierto modo, la noche del Palace. En el balcón, Alfonso pensó en los vencidos, en Alfonso Fernández Torres, un diputado de los años treinta, condenado a muerte, que trabajaba de vigilante en un garaje. Felipe pensó inmediatamente en el futuro. En todo lo que podía cambiar.
José María Maravall, ministro de Educación entonces, sigue siendo hoy una de las cabezas en las que más confía Felipe. En su última entrevista con este periódico, definió a Alfonso como "un populista sin ideología", el poder por el poder. Fue uno de los que advirtió a Felipe de las acciones en la sombra de Alfonso. "Esto viene de aquí al lado", le decía en referencia al edificio donde estaba la vicepresidencia.
Sostiene que Alfonso convirtió el PSOE en un instrumento de "control al Gobierno" y que, pese a no reventar las acciones del Ejecutivo, las aprobaba con cierta condescendencia, como diciendo: "Esto no es socialdemocracia".
Alfonso sí era contemplado por los suyos como un intelectual y un humanista que salvaguardaba las esencias de la izquierda ante una suerte de deriva "liberal" de Felipe. Solchaga, en una entrevista cuando ya había muerto el felipismo, rebatió: "El gran mérito de Alfonso era el de disfrazarse".
Fue Solchaga quien definió como "leninista" la concepción del partido que tenía Guerra: "Ocultación de información hacia abajo, mantenimiento de disciplina hasta niveles extremos y eliminación del debate siempre que no conviniera".
Alfonso niega la mayor y dice que esto es una exageración. Tiene razón si se compara en términos históricos. Aquel PSOE que él dirigía con mano de hierro en los ochenta y noventa es hoy la panacea de la libertad si se compara con el PSOE actual. Izquierda socialista, "renovadores", "guerristas". Todos convivían en una guerra salvaje. Pero convivían, si es que puede emplearse ese verbo. Hoy, en el PSOE, todo es Sánchez. Nadie osa armar una corriente alternativa.
Se produjo en ese primera legislatura una separación radical entre el partido y el Gobierno. Los ministros que más influencia tenían sobre Felipe no intervenían en los mítines más importantes del PSOE. Era impensable.
No obstante, y pese al "boyerismo" practicado por Felipe, Alfonso ganó la batalla. Era 1985 y la amistad sevillana prevalecía sobre lo demás. En la primera remodelación del Ejecutivo, Boyer intentó lograr una vicepresidencia y colocarse a la altura de Alfonso.
Se ha escrito mucho sobre la reacción de Alfonso. Hay mil versiones. Lo que sí está claro es lo que hizo Felipe: le dijo "no" a Boyer. Le transmitió, quizá como nunca antes, que quien mandaba era el presidente y que la primacía de Alfonso sobre todos los demás ministros era innegociable. Boyer, henchido de soberbia, se marchó. Y quedaron Solchaga o Maravall como máximos enemigos de Alfonso.
"Una teja en la cabeza"
En la segunda legislatura, la llegada de Pilar Miró a la dirección de Televisión Española fue un punto de desencuentro. Hasta entonces, el gobierno de la tele había sido cosa de Alfonso, que había encomendado la misión a José María Calviño, el padre de Nadia, la actual vicepresidenta.
Calviño incurrió en gestos de censura, como por ejemplo cuando obligó a José Luis Balbín a decirse enfermo y a cancelar un programa de La Clave. Aquello generó muchos problemas mediáticos a Felipe, que dio el puesto a su amiga Pilar.
"¿Lo ves? Muchas veces se intenta dibujar todo esto como algo más profundo, pero también hubo mucho de carguitos. De quitar y poner a los suyos", dice un ministro sobre los desencuentros que se iban produciendo.
Según Alfonso, los noventa llegaron con gente en el partido –y en el gobierno, se entiende– que decía: "A este lo mejor es que le caiga una teja al pasar por debajo de un edificio".
González llegará a decir lo siguiente sobre Guerra –también a María Antonia Iglesias, que reunió un conjunto de entrevistas inesperadas por su crudeza en La memoria recuperada (Aguilar, 2003)–: "Cada vez que Alfonso sentía que alguien discrepaba, lo sacaba del círculo de los que podían contar".
Un conocido "guerrista", en charla con este diario, rebate: "Lo que pasa es que, desde el principio, Alfonso era quien hacía el trabajo sucio. Felipe se aparecía como el bueno, como el líder de todos".
El caso Juan Guerra
Al morir 1989, estalló el caso Juan Guerra. Juan era uno de los doce hermanos de Alfonso. Tenía un despacho en la sede de la Junta, donde trabajaba como asistente para el vicepresidente del Gobierno de España. Los medios denunciaron que utilizaba ese espacio para prevaricar y malversar fondos. En 1990, la oposición lo empleó como casus belli.
Pero no sólo la oposición. También, internamente y fuera de micrófono, quienes estaban contra Alfonso y se habían constituido en un grupo llamado "los renovadores". El caso Juan Guerra era, según el PP, la punta del iceberg. La huella de una corrupción que iba apareciendo cada vez más. La lista se haría interminable.
Alfonso se defendió con una comparecencia en el Congreso. Estuvo agresivo. Cargó contra todos. Felipe no aplaudió. Relata con todo detalle esta escena Sergio del Molino en Un tal González (Alfaguara). Al salir del hemiciclo, Felipe dijo a los periodistas en el pasillo: "Si quieren que dimita el vicepresidente, tendrán dos por el precio de uno".
Era como si hubiera unido su destino al de su amigo Alfonso. La relación ya estaba muy deteriorada, pero la lealtad, todavía en 1990, seguía por encima de todo. Tanto los próximos a uno como los próximos a otro aseguran que Felipe se arrepintió de esas declaraciones.
La marcha de Guerra
Alfonso ya le había presentado su dimisión varias veces antes. En realidad, llevaba diciéndole que no quería estar en el Gobierno desde antes de que llegaran al Gobierno. Que si una vida fuera de la política, que si el teatro, que si la literatura... Felipe lo amarraba a su lado.
1990-1991 fue un año muy tortuoso para los dos. Con mucho tacto, con frases muy largas, con esas subordinadas tan típicas, Felipe le insinuó a Alfonso que había llegado el momento (la carta está en el libro de Del Molino). Hablaron. No sabemos qué se dijeron. Los felipistas hablan de "cese"; los guerristas de "dimisión".
El caso es que la segunda semana de enero de aquel 1991, Alfonso contó que se iba. Lo hizo a su manera, como él quiso, tras conseguirlo así de Felipe. Siguió al frente del partido. Llegó el caso Filesa, la financiación ilegal del PSOE. Algunos le decían a Felipe que eso era responsabilidad de Alfonso. Otros le decían a Alfonso que Felipe debía responder como máximo responsable de la organización.
En ese contexto tan "esquizofrénico" –ese es el adjetivo que emplean los entrevistados– llegaron las elecciones de 1993. Nadie daba un duro por Felipe. Quizá ni él mismo. Dirigió la campaña, como siempre, Alfonso; pero Felipe se llevó de asesor personal a un íntimo enemigo de Alfonso: José María Maravall.
Fíjense si fue "esquizofrénica" aquella campaña que Maravall llegó a contar que Alfonso quiso que Felipe perdiese. Alfonso, por supuesto, lo ha negado hasta la saciedad. Según Maravall (en la entrevista con María Antonia Iglesias), Felipe llegó a recibir "información falsa" por parte del equipo de campaña.
Felipe ganó las elecciones contra pronóstico. Pero empezó una legislatura en la que, más que gobernar, el Gobierno se dedicó a defenderse de todos los casos de corrupción que iba conociendo la calle. Hasta que perdió en 1996.
"Alfonso quería estar en el Gobierno. Cuando entró y cuando salió. Le daba más importancia a quedarse que a cualquier otra cosa". Esta frase de Felipe, dicha años después, le dolería mucho a Alfonso, que además, según sus amigos, no se sintió lo "suficientemente protegido" durante el caso Juan Guerra. "Yo no he ido en contra de Felipe jamás. Él no puede decir lo mismo", contestó Alfonso en La memoria recuperada.
Cuando España los conoció a través de sus mítines, eran como un mismo espíritu político con dos voces. Sobre el escenario, se interrumpían espontáneamente, sin que el discurso se viera resentido. Todo lo contrario. Un hombre, en Asturias, dijo: "¡Dios santo! ¡Dos cabezas y una sola persona!".
Esta no es, en realidad, la historia de Felipe y Alfonso. Es, como cantaba Pereza, "tan sólo una aproximación". Compuesta de testimonios y libros. De miradas al pasado. Pero como dice un líder socialista justo antes de colgar... "Todos hablamos, pero ninguno sabemos. Tuvo que haber algo más. Algo que no se puede contar. Y tengo la sensación de que nunca averiguaremos la verdad".
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