Escribo estas líneas cuando el Tribunal Constitucional sigue enfrascado en la discusión sobre el recurso interpuesto por el Gobierno contra la propuesta del presidente del Parlament, Roger Torrent, de que Carles Puigdemont sea el candidato a la investidura como jefe del Gobierno catalán. Aún no sabemos, por tanto, el desenlace de la deliberación, que confío sea favorable a la suspensión cautelar de una investidura que amenaza con convertir en presidente de la Generalitat ¡y "representante ordinario del Estado en Cataluña" (artículo 67 del Estatut)! a un prófugo de la Justicia imputado por rebelión que se refugia en Bruselas. Pero si finalmente el TC impide el desastre, no podrá decirse que haya sido gracias a los desvelos del presidente del tribunal, Juan José González Rivas.
De entrada, la presentación de una de las impugnaciones más trascendentes en este largo y enrevesado asunto del pròces ha pillado a González Rivas a más de mil kilómetros de la sede del tribunal, lo cual no sería grave si hubiera dejado el asunto controlado, con instrucciones claras para la convocatoria del pleno, tras haber charlado con el ponente y después de haber pulsado la opinión de los magistrados, al menos la de aquellos que estaban en el tribunal. Otros, sin haber recibido el aviso de que era preferible que permanecieran en Madrid, optaron por marcharse a sus lugares de residencia, como hacen habitualmente.
El Gobierno, que ha puesto en este asunto toda la carne en el asador pese a ser consciente de la debilidad de los argumentos jurídicos de fondo (o precisamente por eso), buscó a González Rivas el viernes y lo encontró en Estrasburgo, donde había llegado tranquilamente la tarde anterior, 24 horas antes del acto al que iba a asistir, la apertura del curso del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, señalado para las 18 horas del viernes.
El presidente de la institución a la que corresponde resolver el enorme embrollo de la investidura y garantizar la prevalencia del orden constitucional no tuvo a bien suspender su viaje a Francia pese a que ya se sabía que el Ejecutivo había pedido al Consejo de Estado el dictamen previo a la interposición del recurso y que éste era inminente.
González Rivas tuvo que volver a toda prisa de Estrasburgo después de haber dado garantías a su interlocutor del Gobierno de que el TC se pronunciaría de forma inmediata. Y de todas las opciones posibles, eligió la peor: un pleno extraordinario en sábado, una convocatoria sin precedentes que molestó a más de un magistrado por algo notorio para todos menos para el presidente y es que el Tribunal Constitucional no puede dar la imagen de que actúa a toque de corneta del Ejecutivo.
Miembros del tribunal celosos de su independencia (como debe ser) han visto en el precipitado recurso del Gobierno y en la atropellada convocatoria del pleno del TC un motivo más para rechazar la impugnación, queriendo que la decisión final no pueda ser interpretada como servilismo hacia el Ejecutivo. A su juicio, el modo de llevar las cosas empaña la imagen institucional del tribunal.
Las formas son importantes, sin duda. Pero el envite de los independentistas con la investidura de Puigdemont lo es más. Afortunadamente, muchos magistrados son conscientes de ello. González Rivas debería dedicarse a escuchar a los miembros del tribunal, buscar el diálogo y trabar consensos en lugar de limitarse a ser un funcionario de manguitos preocupado por la estadística del tribunal, recluido en su despacho con el único interés en sacar papel. Un presidente del Tribunal Constitucional es mucho más.