Durante su larga agonía en una alcoba del El Escorial, solo unas palabras espoleaban a Felipe II y parecían reavivar su resistencia a la muerte, que se registraría finalmente el 13 de septiembre de 1598: "No toquéis las reliquias". Eso decía su hija Isabel Clara Eugenia, dirigiéndose a una imaginaria presencia en la habitación, como única fórmula para lograr que su padre, el rey coleccionista de partes de cuerpos de santos que abrazaba y besaba invocando un remedio celestial y utópico a sus males, abriese los ojos. La anécdota la recogió José de Sigüenza, el jerónimo que cuidaba la gran colección de objetos religiosos.
Felipe II, un soberano tremendamente devoto, obsesivo y maniático según sus biógrafos, logró reunir en el monasterio que fundó él mismo y a lo largo de tres décadas no menos de 7.432 reliquias procedentes de toda España y de muchos países europeos, de las cuales doce eran cuerpos enteros, 144 cabezas, 306 miembros completos de diversos santos, además de numerosos y lujosos relicarios. El rey Prudente convirtió su palacio en un auténtico "museo de la cristiandad", aunque no logró trasladar el tesoro de mayor significación: el sepulcro de Santiago Apóstol.
En 1567, el monarca recibió el permiso del papa Pío V para iniciar su colección de reliquias donde considerase oportuno. Fue el despegue oficial de una "avaricia santa" que sin embargo ya llevaba alimentando desde casi dos décadas antes. Durante un viaje por Alemania en la década de 1550, Felipe II descubrió en la ciudad de Colonia "una grandísima suma de cabezas y huesos humanos" de supuestos mártires, ordenando que un centenar de estas piezas fuesen enviadas a España.
Enfrascado durante todo su reinado en guerras contra Inglaterra o las Provincias Unidas, no descuidó en ningún momento su colosal conjunto de reliquias. De hecho, los cronistas recogieron sus habituales desplazamientos para recibir muchas de ellas y su escrupulosidad a la hora de identificar la procedencia y valores de cada pieza. En 1572 encargó a Ambrosio de Morales, entonces el anticuario y epigrafista más destacado del reino, recopilar al detalle las auténticas reliquias, tumbas reales, libros y manifiestos de las iglesias y monasterios del norte peninsular. En su informe, recomendaba no desposeer a las comunidades de su vestigios religiosos, aunque algunas misiones del rey no hicieron demasiado caso.
Ante tal cantidad de reliquias y relicarios, en la basílica de El Escorial se construyeron dos retablos de sendos altares en las naves laterales, la izquierda dedicada a la Anunciación y la derecha a San Jerónimo. A partir de 1591, José de Sigüenza se vio obligado a buscar nuevos espacios en los frisos o en la parte superior de las citadas estructuras, elaborando almarios de diseño herreriano con capillas, que forman cinco nichos o estantes, cerradas por seis hojas-puerta a modo de retablillos.
Felipe II, que no fallaba un día a misa y organizaba procesiones para recabar ayuda divina para sus empresas bélicas como la de la Gran Armada, trató de inculcar este fervor a sus vástagos, como cuenta Sigüenza: "Me pedía algunas y aun muchas vezes —tenía yo entonces a mi cargo aquellos santos tesoros— que le mostrase tal y tal reliquia. Quando la tomava en mis manos,... se inclinava el piísimo Rey y... la besava con boca y con ojos....Tras él, imitándole, sus hijos hacían lo mismo, donde muchas veces veía confundida mi poca devoción y tibieza y aprendía en quánto se ha de estimar lo uno y lo otro".
El sepulcro de Santiago
"Más allá de la devoción personal del rey y la significación religiosa que él diera a sus santas osamentas, parece probado que pretendió, constituyendo tan formidable depósito, fortalecer la identidad nacional monárquica y espiritual de la España del siglo XVI", escribe el historiador y director de la RAE Santiago Muñoz Machado en su última obra, Vestigios (Crítica), una recopilación de ensayos sobre diversas cuestiones, entre ellas el simbolismo político de las reliquias de mártires, santos, reyes y personajes célebres de la historia. Es decir, estas piezas era fundamentales para poder reescribir la memoria de España y conectar al Imperio con la Hispania Christiana de los visigodos y los primeros resistentes al islam.
En su libro, Muñoz Machado, Premio Nacional de Historia en 2018, recoge también el intento fallido de Felipe II de llevar a El Escorial desde Santiago de Compostela el sepulcro del apóstol, que a finales del siglo XVI ya se había convertido junto con la catedral en lugar de peregrinación por antonomasia para los católicos. Este fue uno de los principales argumentos que esgrimieron las autoridades eclesiásticas locales para oponerse.
Sin embargo, en los archivos del monasterio ha aparecido un documento dirigido al cardenal Diego de Espinosa (1513-1572) que demuestra que ese traslado realmente se estudió. En el texto se explican las razones por las que se consideraba pertinente la mudanza, como que Galicia era el sitio menos adecuado de España para proteger las reliquias de Santiago al ser sus costas el lugar de desembarco de los ataques por mar de ingleses o franceses. Está claro que los consejeros de Felipe II no conocían por aquel entonces a María Pita, la heroína coruñesa que en en 1589 derrotaría al pirata Francis Drake.
"Tampoco apreciaban los informadores gran peligro de interferir las peregrinaciones porque, estando tan bien asentadas, era predecible que se mantuvieran con total indiferencia de dónde se situara el final del camino", escribe Muñoz Machado sobre los otras juicios aducidos. "El cuerpo de Santiago había llegado milagrosamente a Compostela y se había quedado allí, no porque fuera su destino providencial, sino porque los marineros que transportaron el féretro encontraron en las tierras gallegas el límite infranqueable para la navegación. El camino tierra adentro era difícil e inhóspito, imposible de abordar".
Para completar su proyecto de concentrar en El Escorial la imagen plena de la historia religiosa de España y la cultura católica sobre la que se asentaba la monarquía, al rey solo le faltaba incluir en el mapa los territorios que más tarde se habían conquistado a los musulmanes, los del reino nazarí de Granada. A punto estuvo de culminarse este discurso de que la Península Ibérica había sido una tierra elegida y cristianizada en su totalidad desde época romana con los hallazgos de Torre Turpiana y los plomos de Sacromonte, pero estos resultaron un fraude que hasta la Santa Sede condenó por falsos y heréticos.