Durante el asedio de Tiro, el rey persa Darío envió unos emisarios hasta el campamento de Alejandro Magno ofreciendo paz, alianza y mucho dinero. El monarca aqueménida, refugiado en el corazón de su imperio tras una sonada derrota en la batalla de Issos (333 a.C.), el mayor choque librado hasta el momento entre los ejércitos de ambos hombres, ofrecía al macedonio todas sus tierras al oeste del Éufrates y entregarle a su hija en matrimonio. Pero la respuesta de su enemigo fue que ya controlaba todos esos dominios y que podía casarse con la joven si quisiese.
Alejandro no se fiaba de las promesas de amistad y aunque continuar la guerra tenía riesgos obvios, la inercia estaba de su lado. En vez de adentrarse en Persia, condujo a su fuerza principal hacia el sur a lo largo de la costa de lo que en la actualidad es Líbano. La captura de Tiro fue el sitio más largo y complicado que llevó el rey de Macedonia —"manifiestamente una gran tarea", en palabras del historiador Arriano—, y el terrible saqueo de la plaza fenicia actuó como advertencia de que resistirse ante él era inútil.
"Estas tácticas de terror a menudo daban resultado, pero también suponían el riesgo de hacer que la resistencia fuese más tenaz dado que el enemigo no tenía nada que perder y daba igual que luchasen hasta el último aliento", escribe Adrian Goldsworthy, gran experto en el mundo antiguo, en su obra Filipo y Alejandro. Reyes y conquistadores (La Esfera de los Libros). Y eso precisamente fue lo que ocurrió con el siguiente objetivo de Alejandro, Gaza, el último obstáculo significativo antes de alcanzar la ruta por el desierto a Egipto, el objetivo principal de la campaña.
La ciudad, que hoy vuelve a ser escenario de guerra —este lunes el Gobierno israelí de Benjamín Netanyahu ordenó un bloqueo total a la franja de Gaza tras los ataques de Hamás— disponía de resistentes muros y se situaba a unos pocos kilómetros de la costa y sobre un tell elevado, una colina artificial creada con el polvo acumulado sobre las ruinas de asentamientos anteriores. Tras varios siglos de dominio persa, estaba defendida por un gobernador muy leal a Darío llamado Batis o Betis, un eunuco gordo y de piel muy oscura que dirigía una fuerza que incluía un contingente de mercenarios árabes.
A pesar de que Alejandro esperaba que la ciudad capitulase o cayese en un asalto rápido, el asedio duró dos meses del año 332 a.C. El convoy macedonio de máquinas de asalto ligeras que podían montarse y desmontarse rápidamente fue insuficiente y tuvieron que traer maquinaria más pesada desde Tiro por mar. Como el terreno era inconsistente, los asaltantes construyeron grandes montículos para desplegar arietes y torres alrededor de toda la ciudad. Además, excavaron túneles para pasar por debajo de las murallas. Según el historiador británico, se trata de la primera mención de esta técnica por parte de los ingenieros del conquistador.
Herido dos veces
Las fuentes antiguas narran que un día, mientras Alejandro Magno estaba celebrando un sacrificio, un pájaro —un águila o un cuervo— dejó caer algo sobre su cabeza —un montón de suciedad o excrementos—. Su adivino Aristandro lo interpretó como un mal presagio positivo: Gaza iba a caer, pero el rey no debía entrar en combate ese día. Sin embargo, no le hizo caso y a punto estuvo de perder la vida.
El sátrapa Batis lanzó un ataque sobre uno de los montículos macedonios con la intención de quemar las máquinas de asedio. Alejandro, ignorando los augurios, encabezó a varios de los hipaspistas, sus tropas de élite, para repeler la incursión. Según el historiador romano Curcio, un árabe fingió rendirse, una treta en realidad para tratar de cortar el cuello del monarca macedonio, que fue más rápido y le cercenó la mano.
"Creyendo que ese era el peligro profetizado por el presagio, permaneció con sus hombres, pero fue alcanzado en el hombro por una flecha o con un proyectil lanzado por una catapulta, que alcanzó su escudo y su coraza. Durante un especio de tiempo permaneció con sus hombres, pero empezó a sangrar profusamente y estaba al borde de la inconsciencia cuando se lo llevaron a un lugar seguro", relata Goldsworthy.
Las hostilidades se retomaron con la llegada de Hefestión, uno de los principales generales de Alejandro, y la maquinaria pesada. Los túneles excavados se rellenaron con material combustible para quemar las vigas de madera que, una vez derrumbadas, provocó el colapso del muro de piedra. Batis y sus hombres protagonizaron una defensa inquebrantable de la ciudad, pero al cuarto asalto los macedonios atravesaron sus defensas. Como había ocurrido en Tiro, los hombres fueron masacrados, la plaza saqueada y las mujeres y los niños vendidos como esclavos. Una venganza implacable.
Según Curcio, que cuenta que un Alejandro recuperado participó en el asalto y volvió a resultar herido cuando una piedra lanzada a mano o con una catapulta impactó en su pierna, provocándole tan solo un corte o un golpe, el eunuco luchó hasta desmayarse. Como se mantuvo en silencio y no pidió clemencia, el conquistador ordenó que lo atasen por los pies y lo arrastrasen detrás de un carro hasta que muriese, tal y como había hecho Aquiles con el cadáver de Héctor.
La táctica del terror al final dio resultado. Cuando el ejército macedonio llegó a la ciudad-fortaleza de Pelusio, el portal tradicional hacia Egipto, Alejandro Magno fue saludado por una multitud entusiasmada y el gobernador de Darío le entregó el territorio sin oponer resistencia. Logrado su objetivo, se nombró a sí mismo faraón, rey de los Reinos Superior e Inferior, hijo del dios Ra, amado del dios Amón y en los monumentos se hizo representar al modo tradicional.