Antes de exhalar su último aliento en el año 14 d.C., el princeps Augusto, recostado en el lecho de la misma habitación de la casa de Nola en la que había muerto su padre, pidió un espejo, se peinó y enderezó su caída mandíbula. A continuación, hizo llamar a unos amigos y les preguntó "si les parecía que había actuado adecuadamente en la comedia de la vida", a lo que añadió unos versos en griego: "Si ha sido una buena actuación, dadnos un aplauso / y todos con alegría despedidnos". El padre fundador del sistema imperial romano, del gobierno de un solo hombre, la autocracia, resumía así —al menos en palabras de Suetonio— su carrera como una obra de teatro.
La falsedad y el engaño, la diferencia entre la imagen y la realidad, fue una característica bastante común de los emperadores romanos. Heliogábalo, un adolescente sirio y extravagante que reinó entre 218 y 222, servía alimentos falsos a sus invitados, a los que en una ocasión cubrió con tal cantidad de pétalos de flores que todos se asfixiaron —un homicidio disfrazado de generosidad—. Durante un desfile en Roma para celebrar un triunfo militar, se exhibió una estatua de cera del hispano Trajano, que ya estaba muerto. Cómodo se creía un verdadero gladiador y Nerón se erigía en un aspirante a actor.
En sus numerosas conferencias, documentales y entrevistas, Mary Beard acostumbra a repetir que los antiguos romanos tienen muy poco que enseñarnos. Es decir, no se puede recurrir a ellos en busca de soluciones a la carta para los problemas del presente. Pero explorar su mundo sí contribuye a ver el nuestro de un modo distinto. En su nuevo libro, Emperador de Roma (Crítica), escribe: "Todos estos ejemplos sugieren que la autocracia subvierte el orden natural de las cosas y sustituye la realidad por la impostura, socavando así la confianza en lo que uno cree que ve".
Tratando de entender mejor a los emperadores analizando dónde vivían, cómo y qué comían, quién tomaba al dictado sus órdenes y entregaba sus cartas, o con quién dormían, la popular catedrática emérita de Clásicas en la Universidad de Cambridge sí ha extraído una sugerente lección aplicable al presente: "Durante los últimos años, he pensado mucho acerca de esta visión de la autocracia básicamente como una falsedad, una impostura, un espejo distorsionador. Eso me ha ayudado a comprender mejor la cultura política de la Antigua Roma, y me ha abierto los ojos también a la política del mundo moderno".
Si en SPQR (2016) trazaba una magistral historia global del éxito de la Antigua Roma y en el más reciente Doce césares (2021) investigaba de forma minuciosa cómo las imágenes de los emperadores romanos han influido en la forma de representar el poder durante los últimos dos milenios, la historiadora británica dedica su nuevo ensayo a examinar lo que significaba ser un gobernante imperial, y a responder por qué sus biografías están trufadas de episodios escabrosos y flagrantes exageraciones, por qué unos fueron "buenos" y otros "malos".
Los gobernados
El caso de Heliogábalo y sus estrafalarios comportamientos que desafiaban la naturaleza —decoraba sus jardines de verano con nieve y consumía pescado o marisco solo cuando estaba lejos del mar— aventuran una primera respuesta: el miedo al poder sin límites. Se puede esgrimir lo mismo para las historias de crueldad y depravación de Nerón o Calígula. "El poder del emperador iba más allá de la capacidad de matar, no se detenía ante nada. Deformaba los sentidos y crecía hasta transformarse en un malévolo caos".
Mary Beard, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2016, pone un marco cronológico a su estudio: los casi treinta emperadores que se sucedieron entre Augusto y Septimio Severo, asesinado en 235 d.C., y que fueron más similares de lo que se cree. Como dijo Marco Aurelio, "misma obra, diferente reparto". A partir de ese momento, diversos factores —el papel de las legiones en la sucesión, la cogobernabilidad o el auge del cristianismo— alteraron las coordenadas de lo que era ser un princeps romano.
Su narración nos conduce a las bambalinas de la sucesión imperial, "siempre atrapada en una cultura de la sospecha", a la "jaula dorada" del palacio y a la suntuosidad de sus villas privadas, donde los emperadores se exhibían con orgullo y celebraban banquetes en los que alardeaban de su poder —era a la vez un lugar donde no se podían fiar de nadie ante el temor de acabar asesinados—... Beard nos hace partícipes de sus viajes por todo el territorio romano y trata de reconstruir lo que hacían en su vida diaria, desde las obligaciones burocráticas hasta sus pasatiempos, siempre a la estela de una sociedad marcada por la violencia.
Pero este libro, como el resto trabajos que integran la fabulosa obra de la clasicista británica, va también de gobernados, desde los miles esclavos —la escala de rangos es asombrosa— que padecían los arrebatos de sus jefes y las miserias del sistema implantado por Augusto hasta los aduladores que contribuían a sustentarlo. La historiadora presenta una literatura romana que mostraba al emperador como un falsificador o distorsionador de la verdad, y al gobierno del un solo hombre como un fingimiento y una representación. Una pequeña resistencia. "Lo que mantiene viva la autocracia no es la violencia ni la policía secreta, es la colaboración y cooperación, ingenua o a sabiendas, bienintencionada o no", recuerda en sus conclusiones.
Emperador de Roma es un libro mayúsculo, revelador, lleno de hallazgos sorprendentes —en todos los capítulos, además de una amplia bibliografía, recoge una serie de visitas recomendadas—, seguramente uno de los mejores en la bibliografía de la autora y un perfecto complemento a SPQR. En ambas obras combina una brillante capacidad de divulgación con la sabia agudeza de arrojar siempre una mirada novedosa sobre el mundo romano. De la mano de Mary Beard merece la pena estar todo el día pensando en el Imperio romano.