En la noche del 16 al 17 de julio de 1918, los once prisioneros retenidos en la casa Ipátiev, en Ekaterimburgo, fueron despertados y trasladados al sótano. Allí, los integrantes de la familia Romanov, el zar Nicolás II, su esposa Alejandra, el heredero Alekséi y sus hermanas Olga, María, Tatiana y Anastasia, acompañados de cuatro sirvientes, fueron fusilados y rematados a bayonetazos por los revolucionarios al mando de Yákov Yurovski. Varios kilos de diamentes y joyas habían actuado como chaleco antibalas.
Los archivos del Kremlin guardaron silencio sobre lo ocurrido hasta que, en 1991, Mijaíl Gorbachov permitió la investigación de una fosa cerca de los Urales que podría haber actuado como tumba de la familia real. Reconstruyeron 9 esqueletos, pero faltaban una de las hijas y el pequeño heredero. Los investigadores soviéticos desconocían el uso de las técnicas de ADN por lo que se valieron de otras de superposición fotográfica para identificar positivamente a la familia real.
Según sus resultados, la gran duquesa que faltaba era María, de 19 años. Pero otra investigación paralela extranjera afirmaba que faltaba Anastasia, de 17 años. El gobierno ruso cerró el caso. No convenía escarbar demasiado en el pasado.
Poco después de la ejecución de los Romanov, el ejército blanco tomó Ekaterimburgo buscando rescatar a los zares. Al no encontrarlos abrió una investigación dirigida por el magistrado Nikolái Sokolov. En la casa Ipátiev encontraron numerosas manchas de sangre y casquillos de bala. Además, identificaron objetos personales en un profundo pozo a las afueras. Un año después, fueron obligados a retirarse por el Ejército Rojo y el caso quedó incompleto. Lo que Sokolov desconocía era que las órdenes dictadas por Lenin en 1918 incluían la de hacerlos desaparecer.
Los cuerpos de los Romanov fueron enterrados de forma precipitada en un recóndito bosque de abedules y, para dificultar su identificación, sus caras fueron rociadas en ácido. El zar y su familia desaparecieron de la historia durante décadas. No contaban con que el caso intrigase a medio mundo. Pero el servicio forense británico, en colaboración con el científico Pável Ivanov, recurrió en 1992 al uso de pruebas de ADN para resolver el misterio.
Las pruebas de ADN son, desde hace décadas, casi indispensables en cualquier investigación y excavación arqueológica. A principios de los años noventa su uso aún era un poco rudimentario, lo que sumado a la falta de muestras fiables de la familia Romanov complicaron la investigación, explicada al detalle esta semana por la bióloga forense Ana Gremo en una conferencia pronunciada en el Museo Arqueológico Nacional.
Para confirmar que los esqueletos eran los de la familia Romanov, recurrieron al resto de miembros. Uno de los hermanos del zar, Jorge, murió de tuberculosis en 1899. Fue enterrado en la catedral de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo. El alcalde de dicha ciudad se negó a exhumar sus restos ante lo costoso de la operación. Además, el gobierno ya había cerrado el caso.
Comienzan los problemas
Buscaron entonces nuevas muestras de ADN y siguieron la pista de la sangre del zar conservada en un pañuelo del museo de Otsu, Japón. Allí, Nicolás II había sufrido un atentado el 11 de mayo de 1891 cuando uno de los policías arremetió con su katana contra el príncipe ruso. Por mediación del propio emperador Hirohito, el pañuelo fue enviado a Londres para ser analizado, aunque sus resultados no fueron concluyentes.
Desesperados, buscaron parientes lejanos en las casas reales de toda Europa, consiguiendo las muestras del duque de Fife y de Xenia Sfiris. El resultado de la investigación, publicado en 1994, dictaba que existía un vínculo familiar muy claro entre los cadáveres de la fosa, pero el ADN de los Romanov no coincidía exactamente con los restos de quien se suponía que era Nicolás II. En su estudio explicaban que se debía a una rara condición genética denominada heteroplasmia, pero que el cadáver de la fosa sí que era el zar.
Esta rara condición genética del gobernante ruso sembró muchas dudas. ¿Cabía la posibilidad de que el hombre enterrado en la fosa no fuese realmente él? "La investigación se convirtió en toda una cuestión de Estado", recuerda la doctora Gremo. Tanto es así que el ayuntamiento de San Petersburgo abrió finalmente el sepulcro de Jorge Romanov para la extracción de nuevas muestras.
Esta vez el estudio fue realizado por el laboratorio forense del ejército de Estados Unidos, que confirmó la heteroplasmia del zar y su hermano Jorge. El misterio parecía resuelto y los restos de la fosa fueron enterrados de manera oficial por el gobierno de Boris Yeltsin en 1998. Aún así, faltaban dos cadáveres.
El 29 de julio de 2007, un grupo de arqueólogos aficionados descubrieron nuevos huesos cerca de Ekaterimburgo. Los restos óseos estaban muy deteriorados, medio quemados y corroídos por ácido. En total se recuperaron 44 fragmentos que incluían varias piezas dentales. Su análisis fue extremadamente complicado y minucioso aunque, finalmente, se pudo asegurar que pertenecían a dos jóvenes de diferentes sexos que habían sido fusilados.
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El ADN volvió a salvar el apuro, al contrastar sus resultados con los de la familia Romanov: arrojaron un 99% de probabilidad de tener parentesco común. Casi con total seguridad, habían descubierto a Anastasia y Alekséi, el heredero ruso. La familia real pudo reunirse de nuevo tras más de 80 años después de su asesinato.
La Iglesia ortodoxa rusa canonizó a la familia en el año 2000, pero nunca ha reconocido sus restos -que entonces serían reliquias-, obligando al gobierno de Vladímir Putin a proseguir las investigaciones. En 2015 se exhumó a Alejandro II para realizar nuevos análisis, coincidiendo con los resultados recogidos hasta entonces. A pesar de las continuas quejas del poder religioso, el Kremlin volvió a cerrar el caso en 2020. Esta vez parece que de forma definitiva.