A Federico III de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico entre 1440 y 1493, se le ocurrió un día visitar la villa de Tuttlingen, en la actual Alemania. Desde el cabildo de la pequeña ciudad le advirtieron que era mejor que esperase al fin de la temporada de lluvias, pero el gobernante se reafirmó en su empeño. Fue una desagradable experiencia: al llegar a su destino, tanto él como su caballo se hundieron en un profundo charco de barro. El soberano también esquivó los consejos que le recomendaban evitar un segundo viaje a Reutlingen. El desenlace resultó prácticamente idéntico: el pozo de lodo en el que cayeron era tan profundo que casi se ahogan.
Esta historia casa a la perfección con un tópico clásico de la Edad Media: las calles embarradas. Pero lo cierto es que en muchos lugares existió un esfuerzo privado y público por pavimentar los caminos de las ciudades. Si en la Dubrovnik (Croacia) de 1272 cada uno de los vecinos empedró su tercio de calle, en otros rincones de Europa se instauró la figura del pavimentador profesional. En Inglaterra, Irlanda o Francia se creó un impuesto, el pavage, que se cobraba a los carros con mercancías en la entrada de las villas y que estaban destinados a financiar estas obras. El rey inglés Atherston autorizó este tributo en 1343 a un pueblo porque sus habitantes se quejaban de que "con tiempo húmedo la ciudad está muy sucia".
De la misma forma que en el imaginario colectivo abundan numerosos mitos que caracterizan el Medievo como una época oscura, bárbara, inculta y decadente, pervive otra idea igual de poderosa: la imagen de un periodo gobernado por la suciedad y los olores repugnantes. Contra estos clichés, principalmente de origen cinematográfico, embiste un avasallador ensayo publicado por el historiador Javier Traité y la divulgadora Consuelo Sanz de Bremond.
A lo largo de las mil páginas que integran El olor de la Edad Media (Ático de los Libros), los autores abordan la evolución durante un milenio de la higiene colectiva e individual medieval y rescatan unas prácticas que entierran muchas invenciones de la ficción: el lavado de cabeza solía tener una frecuencia mínima semanal para la gente común, muchas personas solían depilarse brazos, piernas, axilas y pubis para combatir a los parásitos, había distintas recetas de dentífricos y cepillos, desde palitos y espinas hasta raíces y ramitas tiernas que se masticaban para luego frotarse con la parte deshilachada y cuidar dentaduras menos negras de lo que se imagina...
Traité y Sanz firman un monumental ejercicio de documentación (análisis de fuentes primarias, investigaciones arqueológicas y estudios científicos) y excelente divulgación que arroja luz sobre jugosas cuestiones como el reaprovechamiento de la ropa, la organización de los basureros o las diferencias entre el campo y la ciudad.
[¿Qué comíamos realmente en la Edad Media?]
Su principal conclusión es la siguiente: "La gente que vivió en el milenio medieval no era un hatajo de guarros que vivía chapoteando en el excremento mientras esquivaba orinales y cerdos en la más asquerosa de las ciudades. Eran personas que lidiaron con las mismas condiciones difíciles que sus predecesores o sus sucesores inmediatos (sin electricidad, sin conocimiento de las bacterias o microbios, en entornos llenos de animales, con pocos recursos materiales y con una dependencia enorme del estiércol, a menudo humano, que igual que les alimentaba les hacía enfermar), pero que, a pesar de esas dificultades, crearon un entorno higiénico en el que vivir y estar limpios".
Uno de los aspectos más interesantes del libro, plagado de microhistorias y anécdotas escatológicas, es todo lo referente a las normativas higiénicas y a la actitud de las autoridades de la época. El mito de la puerca y mugrienta Edad Media no deja ver que sí existió un loable esfuerzo por mantener un entorno salubre: los vecinos de las villas se enfrentaban a problemas legales si instalaban letrinas defectuosas —las mejores se encontraban en los monasterios, donde apareció la noción de intimidad—, echaban sus desperdicios por la ventana, rompían el adoquinado o defecaban en el medio de las calles. Los autores consideran "una falta de respeto y una injusticia tildar de sucia a una sociedad que, en algunos aspectos, como el reaprovechamiento de residuos [el estiércol era un oro negro], incluso aventajaba a la nuestra".
La gente en la Edad Media, cuentan los divulgadores, se lavaba las manos de forma habitual, siendo un ritual de cortesía entre las clases nobiliarias. Para combatir el olor a sudor existía una variopinta lista de plantas y recetas, como recopiló el mayordomo del rey de Aragón Alfonso I el Magnánimo. Lo curioso es que muchas de estas medidas de higiene fueron incorporadas antes de la gran pandemia de peste negra del siglo XIV. Para entonces ya se sabía que para estar sano había que cuidar el entorno.
Pero no hay que interpretar este intento de desmitificar la Edad Media como un blanqueamiento de la pestilencia: había olores —y algunos muy desagradables para el olfato moderno— que lo impregnaban: la gente trabajaba y dormía con los animales, los carniceros estaban empapados del hedor de la sangre y las tripas y a los encargados del vaciado de pozos negros seguramente les fuese realmente difícil desprenderse del tufo a excremento.
"Todo esto era una realidad; sin embargo, tras su trabajo la gente se lavaba por partes, se cambiaba la camisa y, en resumen, tomaba toda una serie de acciones para mantener limpias y bienolientes tanto sus personas como sus vestidos. Y, por lo que sabemos de sus costumbres y de los productos a los que recurrían, lo lograban", sintetizan Traité y Sanz. Su libro es una novedosa biografía sensorial sobre uno de los periodos de la historia que peor conocemos.