En septiembre de 1868, la reina Isabel II, hija del felón Fernando VII, dejó el trono a la fuerza mientras disfrutaba de unas vacaciones. La revolución Gloriosa marcó el punto final de su largo y accidentado reinado. En la capital de una España descabezada, Serrano, uno de los generales golpistas, asumió la regencia mientras se buscaba una nueva dinastía. José Isidro Pérez Osorio, marqués de Alcañices, acompañó en su destierro a París a la monarca del triste destino y a su familia.
Allí dedicó todas sus energías a acomodar a la familia real española en el palacio Basilewsky, comprado en parte gracias al dinero prestado por el marqués, un monárquico convencido que, manchado el nombre de Isabel, se convirtió en uno de los más férreos partidarios de su hijo Alfonso. Toda esta actividad política sorprendió a su reciente esposa, la princesa Sofía Troubetzkoy. Contagiada por su marido, pronto se convirtió en una gran opositora de Amadeo de Saboya y, en especial, de su esposa María Victoria dal Pozzo.
Siempre mantuvo una rivalidad especial con Antonia Domínguez y Borrell, marquesa de la Torre y esposa del general Serrano. Sofía la tildaba de forma despectiva como "la cubana". Esta última la correspondía como "la tísica" o "la moscovita". Pese a este antagonismo, la princesa rusa pronto llamó la atención de la aristocracia madrileña y no era para menos. Corría el rumor de que en realidad era la hija del zar Nicolás I y no del príncipe Sergio Vassilievitch Troubetzkoy. Criada para ser una dama y acompañar a la familia Románov en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, se casó con un diplomático francés que era el hermanastro de Napoleón III. Al enviudar conoció al marqués de Alcañices y duque de Sesto, con el que se casó después de convertirse al catolicismo.
En las frías Navidades de 1870, el palacio madrileño del marqués, situado en el paseo del Prado, marcó tendencias. Un abeto cuidadosamente adornado con multitud de cintas de colores hizo las delicias de los aristocráticos círculos de la capital. Todo había sido idea de su esposa. Ese árbol de Navidad no era más que una divertida costumbre que Sofía había observado en varias cortes europeas.
Sin embargo, para su amplio e influyente círculo de amistades era refinado, sofisticado y la quintaesencia del buen gusto, como casi todo lo que hacía la elegante Sofía, muy comprometida con la causa borbónica. "Regalaba flores de lis, ayudó a Cánovas del Castillo en su secretaría y sobre todo invitó sin parar, acogiendo con simpatía a las esposas de los militares, con la idea de atraerlas a la causa”, explica la historiadora Ana de Sagrera en su biografía de esta figura en la Real Academia de la Historia.
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Así, el palacio donde se ubicó el primer árbol de Navidad de España se convirtió en todo un cuartel general para los monárquicos. En 1874, Alfonso XII ocupó el trono de una España sumida en el caos. Gracias a los contactos e hilos que movió Sofía, Rusia sorprendió a todos cuando fue una de las primeras potencias en reconocer aquella monarquía liberal. Normalmente, siempre se habían sentido mucho más partidarios de los carlistas que, por aquel entonces, se habían rebelado por tercera vez.
Antes de marchar a Navarra para liderar sus ejércitos, Alfonso XII se acercó a la casa del marqués de Alcañices y les agradeció todo el apoyo que habían destinado a su causa, que no era poco. Sin embargo, en la Restauración, pese a su gran actividad anterior, el matrimonio no volvió a jugar ningún otro papel importante en la vida política de España debido a que el monarca dio más atención a su rival, la marquesa de la Torre.