La escena que sorprendió a los arqueólogos podría ser parte de una película de terror. Cerca de las ruinas de Bulla Regia, situada en el actual Túnez y perteneciente al África proconsular, apareció el anónimo esqueleto de una esclava. Entre sus huesos, un colgante de plomo da una serie de pistas sobre lo horrible que debió ser su vida: “¡Esta es una puta mentirosa! ¡Atrapadla por qué ha escapado de Bulla Regia!”.

Ya sea por haber sido abandonas en las calles, haber nacido esclavas o arrastradas por la miseria y la pobreza, miles de mujeres, hombres e incluso niños que vivieron en el Imperio romano acababan dedicándose a la prostitución. La demanda era sumamente elevada y su oferta se encontraba en todas las ciudades. Mal vistas y deshonradas, la pluma de los eruditos la élite romana las despreciaba. Este no era un impedimento para que recurrieran a ellas para dar rienda suelta a su lujuria

Otras podían tener mejor suerte. En La comedia de los Asnos de Plauto existe una prostituta de lujo que ejerce en su propia casa, decorada con mosaicos y frescos eróticos para excitar a sus clientes. Además, tenía el beneficio de poder elegirlos aunque estas condiciones no solían ser en absoluto las más habituales. 

Un fresco erótico hallado en la casa del Centenario de Pompeya.

Vida marginal

En Pompeya, se estima que un 1% de su población de cerca de 10.000 habitantes se dedicaba a la prostitución. Este porcentaje se podía elevar hasta el 10 y el 20% de la población femenina. Dejando a un lado a taberneras y actrices que podrían ejercer de forma ocasional, lo normal era que las trabajadoras sexuales se encontrasen hacinadas en burdeles o patrullando las calles. En este último caso poco importaba si eran mujeres libres o esclavas ya que debían entregar una gran parte de sus ganancias a su proxeneta.

Este era el encargado de aclararse con las autoridades ante el cobro del impuesto por valor de “un encuentro” recaudado desde el siglo I d.C. En caso de ejercer por su cuenta, podrían verse acosadas y extorsionadas por los funcionarios o legionarios romanos encargados de recaudar dicha tasa. En el peor de los casos, además de la corrupción funcionarial y la crueldad de sus dueños o jefes, podían ser abordadas por maleantes ya que no contaban con la protección de las autoridades. 

Un sátiro acompañado de una ménade. Fresco en la casa de los epigramas de Pompeya Wikimedia Commons

“Caminando por la calle de cualquier ciudad, podías ver a las rameras esperando en los alrededores del foro, haciéndote señas desde un portal o abordándote al salir del teatro (...) ser prostituta era a menudo peligroso, y la explotación estaba muy extendida”, ilustra en su obra Los olvidados de Roma (Ático de los libros) el ya fallecido Robert Knapp, historiador de la Universidad de Berkeley. 

En su obra centra su mirada en los segmentos de la sociedad romana que han sido marginados por la historia. El imperio que se extendía por todo el mar Mediterráneo estaba poblado por millones de personas humildes que sufrían, reían y vivían lejos de la gloria de emperadores, filósofos y eruditos. Uno de los grupos sobre los que Knapp rescata del olvido son las prostitutas y su azarosa existencia mezcladas entre gladiadores, esclavos y libertos, presas de la lujuria y excentricidades sexuales de sus clientes.

Uno de los frescos eróticos conservados en el lupanar de Pompeya

A pesar del olvido generalizado, una parte de sus actividades sigue viva en la lingüística española. En los abarrotados centros urbanos, las muchedumbres se reunían cerca de teatros y anfiteatros donde, excitados por los juegos y celebraciones, podían pagar por mantener relaciones en las arcadas de estos edificios conocidas como fornices y de las que deriva "fornicación". Alejadas de burdeles y el centro de la ciudad, había quienes preferían trabajar cerca de cementerios e incluso de establos, estos últimos podían ser conocidos prostibula.

Volviendo a la ciudad del Vesubio, el lupanar de Pompeya aparece cubierto de frescos eróticos que pueden ser una muestra de los servicios que ofrecían. En ellos “se mostraban actos que la cultura general consideraba impúdicos. La felación y el cunnilingus (...) se consideraban prácticas extremadamente sucias y degradantes”, detalla Knapp.

Con más sombras que luces, algunas trabajadoras sexuales podían mejorar sus condiciones. Una inscripción en una tumba situada en Benevento, Italia, permite conocer a una tal Vibia Calybe, una prostituta esclava que logró comprar su libertad y dirigir el burdel de su antigua dueña al convertirse en madame.

Anticonceptivos y ETS

En su asfixiante vida, al evidente maltrato físico se le sumaba la infamia: tenían prohibido casarse con ciudadanos romanos, redactar testamentos y heredar las posesiones de algún familiar hasta que dejasen de ejercer. Otro de sus grandes temores, obviando el abuso y posible violación y asesinato por parte de rufianes en las violentas calles de la Urbs, sería el de quedar embarazadas. 

[Hallan en Córdoba un proyectil con el nombre de Julio César: es único y de su guerra contra Pompeyo]

Como medidas anticonceptivas solían recurrir a conjuros y hechizos de nulo éxito. Más efectivas se mostraban las esponjas empapadas en vinagre que actuaban como espermicida o el uso de dudosas pócimas que podían contener miel, aceite, plomo y escorias de hierro. Estos últimos métodos obedecían más a la prueba o error, razona el historiador.

En caso de que estos fracasasen existían medidas abortivas muy desaconsejadas por los médicos de la época siendo más frecuente esperar al parto para su abandono o incluso recurrir al infanticidio. Volviendo a las prácticas profilácticas, poco podían hacer frente a las enfermedades de infección y transmisión sexual como la clamidia y el herpes genital.

Uno de los magros consuelos con los que podían contar -y del que tampoco podían ser conscientes- era que, a diferencia de hoy, el virus del VIH no existía mientras que la bacteria de la sífilis, según explica Knapp, no existía en el mundo occidental durante la Edad Antigua. 

“A menudo, se trataba de una vida no deseada, peligrosa y degradante; sin embargo, tanto la esclavitud como la pobreza exigían algo productivo de una mujer joven. Su capacidad de proporcionar sexo concordaba con las lujuriosas exigencias de los hombres en una cultura que guardaba celosamente la castidad de las mujeres casadas”, cierra el historiador.