El 5 de agosto de 1939 un grupo de mujeres españolas fueron ejecutadas en Madrid por la dictadura franquista. Para siempre serán recordadas como las Trece Rosas. Antes de morir, a las reas, si aceptaban confesarse ante un sacerdote, se les concedía la gracia de escribir una última carta a un familiar. La gran mayoría, pese a declararse abiertamente ateas, aceptaron el trato a cambio de dejar unas últimas palabras. Una de ellas, Julia Conesa Conesa, envió una misiva a su madre donde proclamaba una lapidaria frase: "Que mi nombre no se borre de la historia".
El recuerdo de Julia y de sus compañeras nos habla de la importancia del nombre y la memoria, de la reivindicación de la individualidad. También de la evolución de la conciencia de las mujeres sobre sí mismas y su lugar en el espacio público.
Cuando comparamos a Julia con las antiguas atenienses, nos damos cuenta de lo diferentes que eran. Hace 2.500 años, la individualidad y sus derechos no existían como tal. Para los antiguos griegos, todos formaban parte de un colectivo. La fama era pública y dependía no tanto de la conciencia de cada uno sino de su consideración social, al menos en las fuentes oficiales. De hecho, uno de los mayores signos de respeto hacia una mujer ciudadana consistía en no pronunciar su nombre en público.
Dónde estaban las griegas
Las mujeres griegas de buena familia vivían dentro del gineceo, un espacio únicamente femenino en el que podían dedicarse a tejer y controlar a las sirvientas. Por supuesto, esto solo estaba al alcance de las clases más altas. Muchas otras atenienses trabajadoras salían a la calle a diario. Y una manera de reconocerles el debido respeto, a ambas, era haciéndolas invisibles.
¿Cómo podemos saberlo? Porque cuando visitamos las fuentes filosóficas, históricas y los juicios atenienses, las mujeres no aparecen mencionadas por su nombre. En cambio, se las llama "hija de" o "esposa de", aludiendo al hombre del que dependían. Un claro ejemplo es el de Eufileto, un campesino ateniense acusado de matar al amante de su mujer. Conservamos un precioso discurso de Lisias, orador profesional, que escribió el texto en su defensa. Eufileto da detalles sobre su vida conyugal, su casa y cómo su mujer fue seducida. No obstante, nunca sabremos el nombre de ésta, pues no se pronunció en público.
Pero cuando se habla de una mujer sin honra, como era el caso de las prostitutas o extranjeras, sí que lo conocemos. Así ocurrió con Neera, una hetera (es decir, un tipo de mujer ateniense libre que realizaba labores de acompañamiento, prostitución y entretenimiento de los hombres) que vivió en el siglo IV a.e.c. Parece que el estatus de las mujeres era determinante para que su nombre fuera invisible.
Minoría de edad
Y es que las atenienses de familia ciudadana eran algo parecido a unas menores de edad permanentes. Siempre estaban sometidas a un varón de su familia, el kyrios, quien decidía sobre su vida, especialmente su matrimonio. Como ha pasado tantas veces a lo largo de la historia, las mujeres atenienses no escogían a su marido y, aunque el amor conyugal fuese algo deseable, los matrimonios se concertaban por intereses políticos o económicos. Como ellas no heredaban los bienes, salvo que fueran las últimas supervivientes de la familia, su destino era ser silenciosas madres y esposas.
La invisibilidad de sus nombres, llamado silencio de respeto, era única en Atenas. Además de las mujeres sin honra, como las prostitutas, hoy en día conocemos muy bien el nombre de mujeres de otros lugares. Los atenienses solo escondían el nombre de sus conciudadanas. Y era un honor que una mujer no fuese conocida en público, porque eran los hombres de su familia quienes la representaban.
Llegados a este punto, ¿qué interés podía tener esta práctica? De nuevo, está relacionada con la ideología cívica. Para los atenienses, el valor de sus mujeres no estaba en su individualidad, sino en la familia. Las más ricas, aunque mantenían a sus mujeres en casa, les otorgaban ciertos honores. Por ejemplo, les encargaban los cultos ciudadanos y estaban entre los selectos grupos de muchachas escogidas para tejer el vestido de la diosa o para llevar objetos en las procesiones. Recibían estos honores por la excelencia de su familia, pero no a título individual. Y también la familia, más bien los varones, se beneficiaba de ello.
Realidad o apariencia
A pesar de lo constantes que son las fuentes atenienses en silenciar a sus mujeres, queda una última pregunta: ¿realmente nadie sabía el nombre de sus conciudadanas? ¿Acaso los atenienses solo sabían los nombres de mujeres de su propia familia? La solución a este dilema la encontramos en las tablillas de maldición.
Las maldiciones eran textos espontáneos, depositados en una tumba o en el curso de un río, en los que los griegos pedían ayuda a los dioses. Buscaban venganza ante una afrenta y daban todo tipo de datos para que el dios no se equivocara.
Pues bien, en las tablillas de maldiciones atenienses aparecen nombres femeninos; nunca se usa ese silencio de respeto. ¿Qué nos indica este dato? Pues que los atenienses, en su día a día, llamaban a las mujeres por su nombre, en público y en privado. Los antiguos griegos, como a veces también nosotros, oficialmente decían una cosa pero luego hacían otra.
Lo que no sabemos es qué pensaban las atenienses de no ver su nombre pronunciado en público.
Elena Duce Pastor es profesora ayudante doctor en el Departamento de Historia Antigua, Medieval, Paleografía y Diplomática de la Universidad Autónoma de Madrid. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.