La verdad sobre cómo se hacía la guerra en la Reconquista: sin grandes batallas y llena de espías
Darío Español Solana desgrana en un ensayo las estrategias y objetivos de cristianos y musulmanes en el nordeste peninsular entre los siglos XI y XII.
14 mayo, 2024 08:16La guerra entre Ramón V, conde de Pallars y Jussà, y Aratau II, conde de Pallars Sobirà, ilustra las principales tácticas desarrolladas en la vieja Marca Hispánica de Carlomagno entre los siglos XI y XII. Un caballero podía ser asesinado por un grupo de incursores que se escondía en las sombras de los caminos. Se robaba ganado —sobre todo caballos— y se quemaban aldeas. Apenas se registraba algún golpe de mano en pequeñas fortificaciones.
También se talaban árboles frutales y destrozaban cosechas mientras insidiosos espías murmuraban en los pasillos de castillos incitando a la traición. Entre cristianos y musulmanes la estrategia era similar, pero a mayor escala. No hubo grandes cargas de caballería ni batallas campales, tan retratadas en la literatura y el cine y muy poco habituales, con excepciones como las Navas de Tolosa (1212). Cabalgadas fronterizas, cercos, guerra psicológica y alguna masacre para infundir pánico.
En lugar de dirigir huestes y mesnadas ante las capitales de las taifas enemigas y hacer prevalecer la cruz sobre la medialuna en una lucha por la fe, los reyes de Aragón, Navarra y los condes catalanes se centraron en pequeñas y lentas campañas de cerco, aislar medinas periféricas, mercados, núcleos de población, hacerse con minas de sal o minerales...
"En no pocas ocasiones se vislumbra que lo que querían los príncipes cristianos de los musulmanes no era destruir su fe, aunque harto lo repitieran, sino apropiarse de sus tierras y sus rentas", explica Darío Español Solana, doctor en Historia Medieval, profesor en la Universidad de Zaragoza y autor de Yihad y Reconquista (Desperta Ferro), una obra centrada en la geopolítica, estrategia y táctica de los diferentes reinos y señoríos cristianos y musulmanes que combatieron en el nordeste de la antigua Hispania. Hasta hoy, apenas existían estudios sobre la historia militar analizando en conjunto este crisol de reinos, taifas, señoríos y baronías.
Mercenarios y espías
Los guerreros profesionales eran pocos y muy cotizados a ambos lados de la frontera. Los reinos taifas, inmersos en crisis fiscales y administrativas, solían recurrir al uso de mercenarios cristianos y señores de la guerra, como fue el caso de El Cid, al servicio de Al-Muqtadir de Zaragoza, tras su destierro de dominios castellanos. Más tarde los almorávides llamaron a la yihad en busca de voluntarios. Los cristianos hacían lo mismo con la cruzada. Además, los condes catalanes y aragoneses solían enrolar compañías de ballesteros y peones. Aunque, en un periodo confuso de alianzas esquivas y volubles, tener ojos y oídos en las cortes enemigas y aliadas era algo habitual.
Poco honorable pero necesarios, apenas se conocen acciones de estos informadores. El escritor granadino Ibn Hudayl dejó escritas unas pinceladas sobre cómo funcionaba el espionaje. Los elegidos "deben introducirse en el propio ejército enemigo; se buscará la información de sus capitanes, dice, de sus caudillos y de sus hombres de valía. Pero sus labores de inteligencia no se quedarían ahí, sino que consistirían en tratar de desestabilizar sus intenciones y acercarse a ellos mediante regalos, lisonjas y dádiva para conseguir que cometieran traición", explica el historiador.
Al Mutadid, rey de Sevilla, envió agentes a las cortes de Málaga. Para enviar informes se conoce que uno de sus hombres cosió cartas en unos ropajes y convenció a un campesino para llevarlos. Este tuvo que ir al mercado de Carmona con un haz de leña y venderla por 5 dírhams, un precio desorbitado. Al mercado acudió otro hombre que hizo el pago y descosió el mensaje. Luego devolvió la ropa con una respuesta y envió al pobre hombre de vuelta.
Camellos y caballos
De las arenas del norte de África surgió un nuevo imperio islámico, el almorávide, que pronto se afianzó en las divididas taifas andalusíes a finales del siglo XI. La guerra que habían librado contra tribus y clanes bereberes y ejércitos islámicos apenas se parecía a la lucha ni al clima peninsular contra andalusíes y cristianos. El caballo comenzó a robar protagonismo al cada vez más molesto camello africano, usado para la logística y la guerra al menos hasta el siglo XIII.
Los almorávides fueron conocidos por su caballería ligera que envolvía y cansaba los flancos con lluvias de flechas. Ramón Berenguer III, conde de Barcelona y Gerona, advirtió a sus hombres que estos jinetes "tratarían de herirles como los partos, huyendo sobre la espalda". Por su lado, divididos en varias unidades que cargaban en oleadas, los cristianos preferían usar caballería pesada y romper las líneas enemigas. En el último tramo del asalto, las monturas cubiertas de hierro alcanzaban cerca de los 6 y 7 metros por segundo y eran prácticamente imparables.
Asfixiar poblaciones
Entre vecinos que llevaban décadas y siglos enfrentados las estrategias se conocía, se mezclaron y se entrelazaron. En el siglo VIII, Abderramán III se enfrentó a la gran rebelión de Umar ibn Hafsun en la región de Belda. Para aplastarla marchó con sus huestes antes de la recogida del grano, se hizo con las cosechas, levantó una fortaleza de asedio y bloqueo las rutas, "estrangulando a su población", según las crónicas.
Disuelto en califato de Córdoba, los cristianos adaptaron estas estrategias. En lugar de tomar la capital del reino taifa se prefería ir ciudad a ciudad, medina a medina. Ramón Berenguer III intentó hasta tres veces hacerse con Tortosa, a 35 kilómetros de la desembocadura del Ebro. Lo logró cuando levantó un castillo en Amposta y evitó que llegasen suministros a los sitiados desde barcas. Alfonso I el Batallador y su ejército de cruzados ultrapirenaicos tomaron Zaragoza en 1118 tras un meticuloso asedio en el que levantó varios castillos y fortines de madera y piedra.
Tras una razia, una cabalgada para explorar el terreno, robar ganado o quemar un par de casas, se escondía una estrategia de desgaste, de guerra psicológica. Con ejércitos pequeños, un asalto frontal a las murallas era suicida y una batalla campal una complicada apuesta, idealizada como toda una ordalía en la mentalidad caballeresca. La gran mayoría de tratados y escritos del momento que hablan de estrategia dan más importancia a la astucia que a golpear de forma demoledora.
"Hubo objetivos a corto y medio plazo que no tuvieron la conquista y rendición de los reyes taifas como prioritarios, sino el control del territorio que gobernaban, para, de este modo, alimentar las exigencias de la propia estructura feudal que hacía posible la realidad política y bélica", cierra Español Solana.