El 12 de julio de 1898 el crucero auxiliar San Luis, de la armada de EEUU, desembarcaba la primera remesa de 692 marinos y 54 oficiales españoles en el puerto de Portsmouth, Nuevo Hampshire. Iban a estrenar un reluciente campo de prisioneros vigilado por centinelas con el dedo en el gatillo y rodeado de alambradas de 2,5 metros de alto en la isla Seavey. Descalzos y cóncavos de hambre causaron espanto entre los curiosos. Algunos solo tenían una manta para cubrir sus vergüenzas.
Los lideraba un herido almirante Pascual Cervera y Topete, vestido con una chaqueta prestada que le quedaba grande. La marinería estaba inquieta. Circularon rumores ante el gusto americano por la tortura y los crueles castigos. Para su sorpresa, les aguardaba un abundante rancho de carne con patatas, cebollas, pan y café con el que espantaron el hambre que les corroía desde que hacía 9 días. Desde que sobrevivieron a la escabechina de la bahía de Santiago de Cuba.
Aquella mañana todo habían sido gritos, explosiones y cañonazos. "Salga V.E. inmediatamente", ordenó Madrid a Cervera. Y lo hizo a sabiendas de que su flota iba a quedar convertida en chatarra devorada por las llamas, como ocurrió tras una hora de combate artillero con los acorazados de EEUU. Los marineros se tiraron al agua intentando alcanzar a nado la playa de aquellas aguas tropicales plagadas de tiburones atraídos por las heridas abiertas de mutilados y la casquería de 400 cadáveres despedazados. Algunos llegaron a las playas donde fueron masacrados por un puñado de guerrilleros mambises.
El capitán Juan de Lazaga y Garay, del Almirante Oquendo, al borde de las lágrimas por la derrota y la vergüenza se descerrajó un tiro en la cabeza ahí mismo. Su segundo había sido partido por la mitad por un proyectil en medio del combate, como el capitán Fernando Villaamil y sus novedosos destructores.
Tras cinco horas de rescate, la US Navy consiguió poner a salvo a 1.889 españoles. En un momento la tensión escaló hasta el punto de que el acorazado Iowa amenazó con disparar sus cañones sobre la jungla si los guerrilleros no dejaban de abrir fuego contra los náufragos , algunos de los cuales estaban siendo devorados por los tiburones. Los supervivientes, mojados, derrotados y heridos, se hacinaron en las cubiertas enemigas.
Un "motín" sofocado a tiros
A bordo del Iowa un oficial de la Armada española quiso entregar el sabe a su homólogo estadounidense que quedó con un nudo en la garganta. "Aquel hermoso acto no se borrará jamás de mi memoria. Estreché la mano de aquel valiente español y no acepté su espada. Un sonoro y prolongado hurra salió de toda la tripulación de Iowa", relató en sus memorias. En el Gloucester ocurrió otro tanto cuando subieron a bordo a Cervera, herido y con la guerrera hecha jirones. Sin embargo, aquella misma noche un extraño motín en el Harvard ensució aquellos gestos de reconocimiento.
Más de mil marineros se apretaron en sus cubiertas sin toldos, comida ni agua. Un claustrofóbico preso se saltó el cordón de seguridad y subió a una caseta. Un guardia le encañonó y le ordenó volver al redil hasta que le mató con un disparo de fusil. Al tiro le siguieron varias descargas del resto de guardias sobre la masa indefensa de presos. Algunos españoles saltaron al agua presas del pánico.
"Un oficial yankee, armado de revólver, perseguía a los que se acercaban, y cuando los tenía a tiro disparaba sobre ellos, matando así a algunos. Cuando este energúmeno vio satisfechos sus instintos de fiera, echaron al agua su bote, que recogió a los que quedaban con vida", relató el periódico El Día. Hubo 5 muertos y 14 heridos en un suceso que los americanos consideraron un motín y que se trató a todas luces de una masacre. La oficialidad española a bordo, con el comandante Víctor Concas a la cabeza, se quedó ronca de denunciar aquel brutal atropello.
Enviados al campo de prisioneros de Isla Savey, la situación se calmó y el trato a los presos mejoró notablemente. El comandante Concas acompañó a los heridos y terminó hablando maravillas de los sanitarios de la base naval de Norfolk que se desgañitaron para cuidar a los más de 500 mutilados y quemados que atestaron los hospitales navales. Una vez pasado el susto del "motín", los españoles, con ropas nuevas y con su rancho diario, comenzaron a relajarse tras las alambradas del campo.
Entre jaulas y ramos de flores
Con el paso de los días fueron ganando peso. Para matar el tiempo jugaban a las cartas e imitaban corridas de toros. No era raro que los civiles se acercasen curiosos y divertidos a aquella isla para ver con sus propios ojos a aquellos simpáticos enemigos que la propaganda retrataba como brutos sin piedad.
"En una ocasión, una chica arrojó al agua un ramo de flores, y jugándose la vida al contravenir las normas del campo, uno de los prisioneros se lanzó a recogerlas, entregándole después una flor a cada uno de sus compañeros", explica José Antonio Tojo Ramallo, doctor en Historia, profesor de español en Carolina del Norte en su estudio sobre los prisioneros de guerra españoles en EEUU tras el Desastre del 98 publicado en la Revista de historia naval.
Mientras Madrid, destrozada su flota en un nuevo Trafalgar, negociaba con Washington el final de la guerra, no dejaron de llegar presos a las costas de EEUU entre civiles y militares. La gran mayoría fueron tratados con gran humanidad pero hubo truculentas excepciones. Cerca de 239 españoles quedaron encerrados en sus buques en el puerto de Cayo Hueso (Florida). Sin agua, comida ni medicinas, cuatro murieron de fiebre amarilla y el resto se alimentaban pescando por su cuenta.
La misma Clara Barton, presidenta de la Cruz Roja en EEUU se escandalizó al conocer su situación y les ofreció asistencia sanitaria y comida aunque poco pudo hacer por los 20 militares encarcelados en Fort McPherson (Florida).
"Desprovistos de todas sus pertenencias, encerrados en jaulas como animales, durmiendo en camastros húmedos e infestados de larvas, tratados como criminales, mal alimentados y sujetos a constantes vejaciones, nuestros compatriotas sufrieron un auténtico calvario", desarrolla Tojo Ramallo.
Entre civiles y militares, también se encarceló a los espías y saboteadores del marino y corsario gallego que aterrorizó a EEUU. En Fort Taylor, también en Florida, los guardianes fusilaron a uno de los presos acusado de intentar dinamitar un crucero en uno de los episodios más enigmáticos de la contienda.
Tanto para los supervivientes de Cervera, aburridos jugando a las cartas tras el alambre de isla Seavey en Portshmout, como para los maltratados de Fort McPherson, el tiempo terminó devorando los días hasta que en septiembre de 1898 se llegó a un acuerdo de repatriación y los derrotados de Cuba. Los presos fueron regresando a cuenta gotas a una España gris. El gobierno, temeroso de posibles disgustos no permitió grandes aglomeraciones y puso en alerta a las fuerzas del orden pero no hizo falta. Tras la resaca de patriotismo el país quedó en shock, asimilando que ahora sí se ponía el sol bajo la bandera rojigualda.