Los grandes errores que explican por qué las tropas de Hitler no pudieron frenar el desembarco de Normandía
- El investigador Jonathan Trigg analiza en un libro cómo la Wehrmacht perdió Francia a través de los ojos de los soldados, marineros y aviadores nazis.
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El cabo primero Henrik Naube estaba agradecido de haber sobrevivido al bombardeo aliado que había matado a tantos de sus compañeros. Casi sin tiempo para recuperarse, alzó su ametralladora MG 42 y la preparó para la batalla. Desde su Widerstandsnest (punto de resistencia) localizado en el extremo occidental Omaha, contempló cómo cientos de soldados estadounidenses bajaban por las rampas de las barcazas y saltaban al agua inundando la playa de Normandía. Lo hacían de forma ordenada, "como si estuvieran en medio de un ejercicio o de una instrucción", recordaría el Landser alemán.
Pero el caos se desató cuando el comandante nazi ordenó a los defensores abrir fuego. "Era la primera vez que disparaba a gente viva y con mi ametralladora disparaba, disparaba, ¡disparaba! ¡Por cada americano que veía caer llegaban mil más!", relataría Franz Rachmann, otro ametrallador. Karl Wegner, un joven de 19 años con solo con tres semanas de instrucción básica, empezó a liquidar a enemigos en el sector oriental: "Mi mente lo racionalizó; esto era la guerra. Aun así, me dejó un sabor amargo en la boca. Pero no era el momento de pensar en el bien o el mal, solo en la supervivencia".
Tras dos horas de combates feroces, las defensas alemanas resistían, pero la munición empezaba a escasear y los cañones de las ametralladoras se sobrecalentaban. El cabo Hein Severloh afirmó que durante el Día D disparó 13.500 balas con su MG 42 y más de 400 con otros dos fusiles. Asombrosa cantidad que le reportó el título de "la bestia de Omaha" y que, sin embargo, no fue suficiente para contener la mayor operación anfibia de la historia. Ya lo había vaticinado un veterano sargento unas jornadas antes: "Tenemos suficiente munición para detener la primera, la segunda, la tercera, la cuarta y tal vez incluso la quinta oleada de tommies. Pero después, echarán la puerta al suelo de una patada y todo estará perdido".
Estos soldados de la 352. Infanterie-Division, una de las cuatro formaciones de la Wehrmacht desplegadas en Normandía antes del Día D, estuvieron a punto de forzar una retirada estadounidense que podía haber alterado de forma dramática la Operación Overlord. Pero lejos de lo que dictaminan los relatos legendarios, no era una división veterana ni repleta de lo último en armamento pesado: carecía de mandos y, aunque se había formado a partir de los restos de unidades desgastadas en el frente ruso, los soldados rasos eran en general reclutas de 17 y 18 años.
Ellos estaban cumpliendo con su parte del arriesgado plan del mariscal de campo Erwin Rommel, que se encontraba en su casa de Alemania celebrando el cumpleaños de su esposa, para frustrar el desembarco aliado: guarecer las defensas del Muro Atlántico con un fino cascarón de infantería y resistir los ataques en las playas y sus cercanías. Pero la segunda parte, contraatacar con refuerzos móviles y arrojar a los enemigos de vuelta al mar, nunca se logró.
Las claves de este fracaso las expone de forma brillante y con un ritmo sobrecogedor Jonathan Trigg, reconocido autor sobre la II Guerra Mundial y antiguo oficial del Ejército británico, en El Día D. La batalla de Normandía vista por los alemanes (Pasado&Presente). Un libro que trata de responder a la pregunta de cómo la Wehrmacht perdió Francia a ojos de los soldados, marineros y aviadores nazis, cuyas experiencias bélicas desde primera línea de combate estremecen a cada salto de página. Una visión diferente y esclarecedora, como ya hizo con Stalingrado, de uno de los momentos decisivos de la contienda.
Malas defensas, tropas escasas
El investigador desgrana con minuciosidad las fallidas maniobras de contraataque del comandante Dietrich Kraiss y del coronel Hermann von Oppeln-Bronikovski. El primero, un hombre duro y práctico, optó por la opción conservadora y envió al KG Meyer, un grupo de asalto con blindados, hacia el noreste para apuntalar un flanco que era poco importante y acabó desbordado por los británicos. El segundo, un medallista olímpico al mando de la 21. Panzer-Division, tuvo la mejor oportunidad para avanzar y crear un acuña entre Juno y Sword —de hecho, algunos de sus granaderos alcanzaron la línea del mar—, pero su regimiento fue aniquilado en los alrededores de Caen.
Aunque el relato de la derrota nazi en Francia ha estado dominado por la abrumadora superioridad material de los Aliados, su supremacía aérea y la desastrosa interferencia en la toma de decisiones militares de Hitler y sus generales preferidos, Trigg también subraya que los rangos medios alemanes a escala regimental y divisional no consiguieron hacer lo que supuestamente habían sido entrenados para hacer: "Pensar en un nivel por encima y cumplir con la intención de su comandante superior".
El historiador derriba además el mito en torno al temible Atlantikwall, que no era más que propaganda, una "ilusión", como confesó el propio Gerd von Rundstedt, comandante supremo de la Wehrmacht en el Oeste: la realidad de la "Fortaleza Europa" mostraba búnkeres de tierra construidos a toda prisa con trincheras revestidas de madera, torretas de tanques franceses capturados y ametralladoras checas ya obsoletas.
Por si eso no fuera suficiente, el arma de guerra nazi estaba integrada por tropas mayores, no aptas —a la 709. ID se le llamaba "el ejército de los panzones"— y con una variedad étnica sorprendente: polacos, húngaros, rumanos, rusos... Una estampa que chocaba con el principio irrefutable de Hitler de que solo a los alemanes se les permitiría portar armas. La mayoría se movía en bicicleta o a caballo, del que dependían "de un modo no muy diferente al de un ejército de la Edad Media", resume Trigg, que sentencia: "La campaña de Normandía y la batalla de Francia serían en parte una lucha del camión contra el caballo".
Aspectos que engrosan un revelador volumen en muchos sentidos, pero en el que sin duda sobresale su apetencia por las vivencias humanas. Difícil resaltar solo una, pero esta reflexión del cabo primero Henrik Naube es escalofriante: "Cuando pensaba en la playa, las pilas de cadáveres allí abajo (...) pensé que el enemigo nos mataría sin importar la Convención de Ginebra ni nada de todo eso. ¿Les habríamos mostrado piedad si los papeles se hubieran invertido, si fuéramos nosotros los atacantes?".