El 17 de abril se cumplen 54 años de la presentación de Gordon E. Moore, cofundador de Intel, de la célebre Ley de Moore. La vertiginosa aceleración de la informática, o sea, de lo digital, sucede con certeza desde hace más de 50 años al ritmo de la citada ley, que señala que cada 18 meses se cumple un ciclo, ya que se duplica el número de transistores, y con ello la capacidad de cómputo de los microprocesadores que se fabrican, al tiempo que su tamaño y su precio disminuyen a la mitad. Se ha podido constatar que esta ley empírica se ha cumplido hasta hoy durante cinco décadas y media. Algo con enormes y variadas consecuencias en este casi totalmente impulsado por lo digital.
Las cifras son absolutamente asombrosas: un ordenador que en un momento dado vale 1.000 euros, costará la mitad al año siguiente y estará obsoleto en dos años. En 26 años el número de transistores en un chip se ha incrementado 3.200 veces.
Por ejemplo, en 1978, un vuelo comercial entre Nueva York y París tenía un precio de casi 900 dólares y tardaba seis horas. Si los mismos principios de la Ley de Moore (que miden el cambio de la industria de los semiconductores desde 1978), se hubieran aplicado a la industria de la aviación comercial, hoy ese vuelo costaría cerca de un céntimo de euro y tendría una duración de menos de un segundo.
El chip Intel 4004 lanzado en 1971 integraba 2.300 transistores en total, más o menos el número de espectadores de un concierto de tipo medio. Pero el Intel Core i7 Extreme Edition lanzado en 2011 ya integraba 1.300 millones de transistores, tantos como personas viven hoy en China. Y el chip Apple A12 Bionic incorpora una CPU de seis núcleos de procesador de 64 bits, capaz de realizar 5.000 millones de operaciones por segundo. Ese chip es el que va en los iPhone XS, XS Max y XR, lanzados en septiembre de 2018, integra casi 7.000 millones de transistores gracias a su litografía de siete nanómetros. Es decir, un solo chip, o ‘cerebro’, que hace funcionar el iPhone XS, integra tantos transistores en su interior como habitantes tiene el planeta ahora mismo.
Lo importante no son estas apabullantes cifras, sino las consecuencias que esta evolución tiene para nuestras vidas. Tras cinco décadas y media de Ley de Moore, ya sabemos que ciertos efectos han sentado las bases de grandes saltos de progreso, como nunca antes habían ocurrido en la historia. Han sido saltos tecnológicos transformadores del mundo y sus sociedades; y cada vez más, de las formas de vida y la relaciones entre los humanos. Los gigantescos cambios que nos ha traído la tecnología digital nos han deslumbrado y apasionado, durante años y lo siguen haciendo, pero empezamos a ver también que nos traen, además de oportunidades, nuevos retos que afrontar y nos sumergen en mayores cotas de incertidumbre y complejidad, a las que no es fácil enfrentarse.
La compleja naturaleza de lo digital
Cambiar un artefacto de analógico a digital añade, además de las obvias ventajas, nuevos problemas a los que ahora no hay más remedio que enfrentarse. Al ‘digitalizar’ un artefacto, se le añade un "alma informática", que es parte esencial de la naturaleza de lo digital, o characteristica digitalis (Echeverría). Un ‘alma’ compuesta de hardware y sobre todo de software, que tendrá todas las ventajas que ofrece la digitalización, pero también quedará sometida a la Ley de Moore, y por tanto a su aceleración de prestaciones y miniaturización en el hardware -y a su obsolescencia en el software-. Pero ahora, además, a las condiciones de la segunda digitalización, que lo hará un ‘artefacto’ conectado ubicuamente, pero al tiempo ‘hackeable’ a distancia y vulnerable a ciberataques.
La citada obsolescencia, además, les aleja de cualquier existencia durable. Sus componentes deben ser actualizados constantemente al ritmo de la Ley de Moore. Y a veces eso es un problema muy serio. Por ejemplo, en los satélites en órbita cuyos componentes de hardware no puede ser actualizados porque subir a la órbita tendría un coste prohibitivo. Su vida útil es limitada por ello, a pesar que los paneles solares allí arriba les podrían dar energía casi ilimitadamente. Así que, en su existencia digital no existe lo duradero, con todo lo que ello implica. La existencia digital es una ‘vida’ sin longevidad.
Alta tecnología ‘hackeable’ y con obsolescencia digital
Además, la vanguardia digital empieza a enfrentarse a sus nuevas contradicciones. Estamos viendo cómo surgen nuevas dificultades desconocidas. Si hay ahora mismo un símbolo de alta tecnología ese es el nuevo coche eléctrico de Tesla, la joya de la corona del genio Elon Musk, el CEO de Tesla y Space X. Pues bien, como es un coche digital y conectado; y dotado de inteligencia artificial en su piloto automático, los ‘hackers’ ya han encontrado una vulnerabilidad digital inesperada en el nuevo Tesla Model S.
Han conseguido ‘engañarlo’ haciendo que se desvíe hasta una vía de tráfico en sentido contrario -mediante un sencillo y barato ‘hack’ analógico-, simplemente colocando una serie de pequeñas pegatinas en la carretera. Esto ha demostrado que el piloto automático del Tesla es muy vulnerable, ya que reconoce los carriles en autovías y calles por donde circula porque está dotado de ‘visión artificial’ y su sistema se apoya en los datos de sus cámaras, analizados por una red neuronal, que indica a la conducción del vehículo cómo mantenerse centrado, dentro de su carril.
La denominación técnica del vector de este tipo de ciberataque se llama ataque 'digital adversarial’ y permite manipular el modelo de aprendizaje de una máquina, alimentándolo con una ‘entrada’ de información especialmente diseñada para confundirle. Estos nuevos retos también dan mucho de sí para las guerras en la vanguardia de la tecnología. Resulta que los investigadores que están detrás del ‘hackeo del reconocimiento de carril’, del Keen Security Lab, que forma parte del gigante tecnológico chino Tencent, usaron un ataque similar para interrumpir los limpiaparabrisas automáticos del vehículo. Es decir, los sistemas operativos y aplicaciones informáticas son ya parte esencial de los vehículos y, por tanto, les proporcionan las ventajas de la Ley de Moore, pero también les dirigen hacia lo efímero de la obsolescencia continuada de lo digital y a su vulnerabilidad por ‘hackeado’; y no solo eso, también pueden sucumbir a nuevos peligros de la complejidad que emerge de los algoritmos de inteligencia artificial usados para la conducción automática, o no-humana.
Los automóviles no son los únicos que se enfrentan a los nuevos dilemas de la digitalización avanzada y su creciente complejidad. El desarrollo de aviones de vanguardia de Boeing se ha dado de bruces con esos nuevos dilemas, con la tragedia de 346 personas fallecidas en los dos accidentes de los Boeing 737 Max 8 en menos de seis meses, algo de una magnitud catastrófica para un gigante global de la tecnología aeronáutica como Boeing. Y el software del MCAS de los 737 que parce ser la causa de la catástrofes de los aviones, también está sometido a la Ley de Moore y su obsolescencia continua, además del dilema de la complejidad de la interfaz que emerge en las nuevas relaciones entre humanos y máquinas que, como demuestra lo ocurrido, no está ni mucho menos resuelta.
La segunda digitalización es horizontal y afecta a casi todos los ámbitos del mundo ‘tecnologizado’ actual; es un proceso caracterizado por no tener longevidad, sino cambios continuos. Cambios que nos dan inesperadas y nuevas sorpresas, y no solo en el transporte. Pronto, hablaré de otra apasionante batalla de esta guerra actual entre lo digital y lo analógico. Es la contienda entre la galaxia Gutenberg y sus libros de papel, y el libro digital, que tiene que ver con algo esencial: el cambio continuo en la cultura digital. De ello, prometo hablarles en una próxima entrega.