De 'cliente' a 'usuario': la otra transformación digital de las personas como consumidores
Las empresas tradicionales se asocian con personas que compran productos. Los 'usuarios' con quienes se suscriben a servicios 'online'.
16 diciembre, 2021 03:23A veces, también en tecnología es bueno echar la vista atrás pare entender mejor el presente tecnológico y su impacto social. Así he hecho con formulación de la Web 2.0 que desarrolló Tim O'Reilly –luego materializada en el actual internet social– que iba acompañada de un mapa conceptual o meme, en el que enumeraba las distintas facetas tecnológicas que integraba el mapa de conocimiento o elementos conceptuales.
Una de las características del internet social en aquel meme hablaba de una "emocionante y rica experiencia de usuario.". Muchos quedamos convencidos de que sería así. Aquel mapa fue una proyección visionaria que, en su inmensa mayoría, se ha materializado en el funcionamiento del actual internet social. Sin embargo, aquella visión estaba hecha desde un internet abierto y desde la idea de un convencido Tim de que "la tecnología es algo para hacer del mundo un lugar mejor".
Ese pensamiento lo hemos compartido muchos durante toda la revolución tecnológica y digital de las últimas cinco décadas, desde la famosa y asombrosa 'Madre de todas las demos' del gran Douglas Engelbart –de la que ahora se cumple, precisamente, el 53 aniversario–. Una demostración en vivo en el Memorial Auditorium de la Universidad de Stanford, en la que el científico introdujo el sistema NLS, que incluyó uno de los primeros ratones de ordenador, así como las primeras videoconferencias, hipertextos, procesadores de textos, hipermedia, archivos de vinculación dinámica, el control de revisiones y un editor colaborativo en tiempo real.
Fue algo revolucionario y todos esos elementos dieron lugar a la interfaz gráfica de usuario o GUI (del inglés graphical user interface), un conjunto de tecnologías que actúa en cualquier máquina digital como interfaz de usuario, mediante un conjunto de imágenes y objetos gráficos para representar la información y acciones disponibles.
Así que, de aquella alucinante 'demo' de Engelbart no sólo nació todo eso, también, de alguna manera, emergió una nueva fórmula aplicada a la condición humana: la de 'usuario' de la tecnología digital. De hecho, fue el comienzo de la evolución de las empresas tecnológicas que hasta entonces, como las demás, vendían sus productos físicos a sus clientes. A partir de ese momento se abrió una nueva situación en la que aparecían y crecían empresas de base tecnológica que se caracterizaban por sus servicios originados por el software (la Web es producto de ello) y que comenzaban a tratar a quienes vendían sus productos no como clientes, sino como usuarios.
Actualmente, por ejemplo, las personas suscritas a los servicios de redes sociales son denominadas por los gigantes de estas plataformas como 'usuarios' y no como 'clientes'. Y no estamos hablando de espacios sociales pequeños. El paradigma de ello sería Facebook (ahora Meta), que es dueña de las redes sociales Facebook y Facebook Messenger, con un total 2.200 millones de usuarios mensuales activos en 2018; además de Whatsapp (1.500 millones de usuarios en dic. de 2017) e Instagram (que alcanzó los 1.000 millones de usuarios en junio de 2018).
La condición de 'cliente' y 'usuario' es distinta para estas empresas. Si las empresas tradicionales se asocian claramente con personas que compran productos que ellas producen; los 'usuarios', que es un concepto mucho más difuso, se asocian a los que se suscriben a servicios basados en internet.
Ilusión de gratuidad
La pérdida de control del usuario sobre el propio tiempo y sus decisiones es cada vez más evidente. Si la forma de rentabilizar un producto se basa en la compra por el cliente, la 'monetización' de esa suscripción por parte de las empresas, por ejemplo, en el caso de las de redes sociales, se lleva a cabo por diversos métodos distintos a la 'venta'. Con lo cual, por ejemplo, las empresas de redes sociales crean una 'ilusión' de gratuidad.
Esa ilusión se mantiene en los usuarios con menor cultura tecnológica, que son mayoría, y que, en realidad, ignoran de forma evidente cómo funcionan e, incluso, las verdaderas consecuencias de sus propias acciones como 'usuario' de ellas.
La arquitectura algorítmica de las plataformas de redes sociales descansa no sólo sobre esa ilusión, también sobre otras que vuelven su uso adictivo, como la de instantaneidad (las notificaciones sonoras y de otro tipo hacen 'urgente' cualquier mensaje que llegue al usuario por nimio que sea su contenido). Así que el uso, sobre todo en quienes son más vulnerables emocional y culturalmente (las modas también se convierten en instantáneas en las redes sociales ya que se 'viralizan' rápidamente con la conexión ubicua), se convierte en una 'adicción digital sin sustancia' porque el bombardeo constante de contenidos mediante algoritmos que apuntan a las emociones pretende aumentar a toda costa el tráfico de datos, que es la clave de la monetización del tiempo y atención de los usuarios.
La algoritmia de la estadística computacional se apoya en el conocimiento previo del comportamiento más probable de los usuarios –parte del modelo de negocio consiste en monetizarlo– y consigue eliminar el control del 'usuario', no sólo sobre sus máquinas digitales, sino también sobre el uso de su propio tiempo. El efecto social conjunto de esta pérdida de control sobre las propias capacidades de decisión de los conectados es demoledor y de una escala sin precedentes, ya que no sólo afecta a la vida personal sino social, modelando incluso los estados de opinión pública.
Distintos sucesos han provocado que los legisladores hayan empezado a poner la lupa en el funcionamiento de los modelos de negocio globales de las grandes plataformas que operan en un espacio sin regulación –no hay gobernanza global que obligue con leyes vinculantes a corregir los problemas en esta escala–. Hasta el punto de que varios empresarios han sido llamados a dar explicaciones por sospechas de que ciertos funcionamientos no sólo escapan a las regulaciones a las que están obligadas el resto de empresas, sino que tienen comportamientos monopolísticos globales, algo que les leyes de los países sí prohíben expresamente en los marcos estatales, sobre todo en EE. UU.
Y aún más allá, también hay sospechas de que el inmenso impacto social que producen sobre las sociedades también escapa a la capacidad de control de las propias empresas.
El secuestro generalizado de la atención
Todo ocurre online de una forma subrepticia, sutil, sofisticada y asimétrica para el usuario, que no es capaz de dilucidar con precisión el secuestro de su propia atención debido al adictivo ritmo frenético que se le impone. No hace mucho, en una comparecencia en el Congreso de –causada por la gravedad de las sospechas sobre el impacto social y político del funcionamiento de sus empresas–, el senador Orrin Hatch preguntó a Mark Zuckerberg, fundador y CEO de Facebook: "¿Cómo se sostiene un modelo de negocio en el que los usuarios no pagan por su servicio?" Zuckerberg le respondió: "Senador, ponemos anuncios". Faltó preguntar al senador, dónde, cuándo y cómo los ponían, aunque la respuesta oculta sería la misma que si la hiciera un anunciante al que venden esa acción: ante los ojos y la atención de los usuarios.
Haga números el lector: la empresa Meta es la propietaria de las cuatro redes sociales creadas fuera de China que poseen más de 1.000 millones de usuarios. Esa sería la versión inocente si esos 'anuncios' que dice Zuckerberg fueran inserciones publicitarias tipo valla al lado de la carretera, en una calle o en la página impresa de un periódico, pero no son así, sino algo mucho más complejo.
La relación de una empresa de redes sociales con su 'usuario' es mucho menos diáfana que la de una empresa clásica y su 'cliente' que, además, está regulada cuando el cliente actúa como consumidor. El teórico de nuevos medios Douglas Rushkoff fue uno de los primeros en señalar esta paradoja ya en 2011. Refiriéndose a la empresa de Zuckerberg dijo: "Con Facebook tú eres el producto, no el cliente". Sin embargo, cuando explicas esto a cualquier usuario, la mayoría no comprende la frase ni el cambio de paradigma.
Pero hay otro problema añadido. Con cualquier servicio que utilices –tanto los de pago (como Netflix), como los supuestamente gratuitos de Google (Docs, Gmail, Search) o redes sociales (Snapchat, WhatsApp, Twitter, Instagram, TikTok)– tus 'datos', es decir, tu conducta completa de interacciones online, forman parte del 'producto' que se monetiza. Y esta parte es demasiado sofisticada para ser reconocida en la conciencia de los usuarios que manejan interfaces de apps de smartphones que son cómodas, adictivas y con curva de aprendizaje casi cero. Los subterráneos detalles de ese funcionamiento ubicuo esconden cosas como recolección masiva de los comportamientos y datos, retargeting, intercambio y comercio global opaco de cookies, y otras muchas prácticas 'éticamente ambiguas' dentro del omnipresente marketing digital.
Hay también un aspecto preocupante para millones de empresas y marcas, que pagan por esas inserciones publicitarias unos precios que dependen de unas métricas relacionadas con sofisticadas herramientas que tienen, así mismo, sesgos ocultos.
Sesgos derivados de la deformación de ciertos mecanismos, como los de las tecnologías de búsquedas de última generación mediadas por inteligencia artificial (en realidad machine learning y matching de estadística computacional puro y duro), y sistemas de recomendación basados en la web que ha convertido el panorama tecnológico en una auténtica selva digital global muy despiadada.
La persistente ingenuidad de los 'usuarios'
A pesar de ello, sigue habiendo una enorme diferencia entre nuestra mentalidad como 'clientes' y la de nuestro comportamiento como 'usuarios. Como clientes tenemos una desconfianza arraigada sobre si una empresa nos puede engañar o no. Por ello, leemos las etiquetas de los productos fruto de regulaciones de protección al consumidor. Al mismo tiempo, en nuestra condición de usuarios online aún emerge un componente de candorosa ingenuidad sobre nuestra propia manipulación.
Si hacemos una búsqueda en la web seguimos pensando que los resultados son fruto de una matemática limpia, rápida y efectiva. Si buscamos precios de una habitación de hotel o de un producto en plataformas tipo Amazon, por ejemplo, aún no tenemos conciencia sobre los llamados sistemas de precios dinámicos que hacen que, en la misma web, el mismo producto o servicio aparezca de forma diferente según nuestro lugar de conexión, sistema operativo, navegador, dispositivo o la app que usemos antes de tomar una decisión.
La realidad actual es que las grandes plataformas de supuesto acceso gratuito aprovechan al máximo esa candidez sobre lo digital cuando actuamos como usuarios en un comportamiento masivo –pero con conexión individual y en solitario, lo cual limita muchísimo nuestra capacidad de comparar con otros para decidir– que ya hemos asumido como inevitable.
Es enorme nuestra asimetría de control sobre lo que hacemos con relación a la cibernética de las corporaciones. Alphabet, Microsoft, Facebook o Amazon, que utiliza los datos para la personalización y el retargeting (algorítmico), son empresas que se encuentran entre las diez primeras del mundo por valor de mercado y no es por casualidad. Su objetivo, cada vez más evidente, es limitar sistemáticamente la competitividad de otras compañías aprovechando su enorme potencia cibernética para moldear casi todos los nichos de mercado en su propio beneficio.
Nosotros, acostumbrados a vivir, al tiempo, en el mundo físico, donde somos consumidores de productos 'clientes' de bancos, tiendas y todo tipo de empresas, casi nadie se plantea su propia indefensión online. La teoría antimonopolio de EE. UU. se ha basado en gran medida en la cuestión del daño a los 'consumidores', cosa difícil de probar en mercados online en los que los servicios se prestan a los usuarios a coste cero y en los que el coste marginal de experimentar y manipular a esos 'consumidores' es también cercano a cero.
Otra pregunta es si este comportamiento de las plataformas globales, que les está dando unas tasas de beneficios nunca vistas en la historia económica, debe ser dado por inevitable y con resignación por el resto de empresas, que basan su competitividad principalmente en la innovación en mercados abiertos y sin trampas. Actualmente, los mercados son ecosistemas y hay dependencias ocultas en todas partes (se está viendo claramente en la crisis mundial de las cadenas de suministro).
El perjuicio de que Google, Amazon y tutti cuanti sigan abusando de su posición de monopolio no se reflejará a medio plazo en el daño a los consumidores en modo 'usuario', sino en la disminución de los beneficios del resto de empresas, la reducción generalizada de la inversión en innovación en I+D y de los salarios. Estamos asistiendo –afirma O'Reilly– a un incremento de daños en el lado de la oferta de las plataformas globales, en el que la mayoría de las ganancias son captadas por el ganador del modelo ("el ganador se lo lleva todo") que fomentó inicialmente Silicon Valley, y acaban repercutiendo en los ''consumidores' entendidos siempre en el modo online como 'usuarios'.
Hay un gran damnificado por todo ello: la innovación que siempre había sido el gran motor de emprendedores y la vida empresarial. El citado Tim O'Reilly lo ha denunciado recientemente. Cuando –advierte O'Reilly– "las 'empresas superestrella' (grandes plataformas tecnológicas globales) compiten despiadadamente con otras más pequeñas e innovadoras, que aportan nuevas ideas, no sólo privándolas de talento sino introduciendo a menudo productos y/o servicios de imitación, disminuyen la tasa de innovación del mercado en su conjunto".
"Las ciudades están dominadas por una nueva clase de empleados altamente remunerados de grandes empresas, que hacen subir los costes de la vivienda y 'gentrifican' a los trabajadores con salarios más bajos; y los salarios y las condiciones de trabajo de las industrias menos rentables se reducen para impulsar el crecimiento de los gigantes. Sus propios puestos de trabajo se convierten en contingentes y desechables, con desigualdades incorporadas desde el principio de su empleo. Estas empresas gigantes, que dominan el arte de la evasión fiscal, privan a los Estados de ingresos".
"En el caso de las plataformas de redes sociales, la manipulación de los 'usuarios' (que ya no son clientes) para obtener beneficios ha 'deshilachado' incluso el tejido de la democracia y el respeto a la verdad. Silicon Valley, que antes aprovechaba la inteligencia colectiva de sus usuarios, ahora utiliza su profundo conocimiento de los mismos para 'comerciar contra ellos'". Estaría muy bien que las empresas, en general, no dieran el actual statu quo económico impuesto por la cibernética de las plataformas globales como algo determinista, inevitable.
Considero un suicidio empresarial sucumbir sin resistencia a ello y mucho más ser, a medio plazo, cómplice e imitador (para supuestamente conseguir por imitación grandes beneficios basados en la manipulación y deformación encubierta de los mercados a gran escala). Ese sería un comportamiento depredador de la innovación y, por tanto, un mal para todos. La arquitectura algorítmica que usan va justo en dirección contraria a innovar, convirtiendo en beneficios el reforzar sólo lo que ya sabías. Por eso, se va camino hacia la extinción del 'oxígeno' de la innovación, que ha sido, es –y espero que siga siendo– el primer y más sano gran motor para el emprendimiento, la constante renovación empresarial y la producción de riqueza de un modo razonable y no tramposo.