Por un país innovador
No abre telediarios, y en la mayoría de ocasiones, ni siquiera se hacen eco de ello. No consta entre las prioridades de la agenda política de ningún partido; como mucho se solventa con una vacua e intrascendente aseveración, conformada con un verbo del tipo “mejorar”, “fomentar”, “impulsar”, pero sin profundizar o describir algún detalle, medida, presupuesto o acción que haga sospechar que hay algo más que un mera declaración al uso. Y mientras tanto, España languidece en uno de los parámetros económicos más importantes para cualquier economía que quiera presumir de moderna, sostenible y de futuro, justo en uno de los momentos históricos en el que la Innovación – tecnológica- adquiere un valor más decisivo. Sí, hablamos de Innovación.
Se trata de un debate de palabras y números. El mediático y político, se cierne sobre las primeras. El declive de la Innovación en nuestro país, se deduce de los segundos.
Los indicadores, métricas, estadísticas y cifras de todo tipo y origen se empeñan en demostrar que España sufre la mayor crisis de su historia en términos de innovación, investigación y desarrollo. Desde el European Innovation Scoreboard al más internacional Global Innovation Index, pasando por el reconocido Bloomberg Innovation Index, en todos y cada uno de ellos, se demuestra, en el mejor de los casos, la parálisis de nuestro tejido productivo en términos de innovación, cuando no se afirma, directamente, su progresivo y pertinaz empeoramiento.
En la comparativa europea, la Comisión Europa describe a nuestra economía con un eufemístico “moderate innovator” –moderate también tiene la acepción de mediocre-, ubicándonos, comparativamente, muy lejos de los países punteros, y entre estados como Malta y Lituania, que no suelen distinguirse por su dinamismo tecnológico. Sin lugar a dudas, ostentar la posición 17 en Innovación, de 28 países miembros, cuando somos la cuarta economía europea, no es un puesto para sentirse orgulloso ni satisfecho.
Pero la verdadera mala noticia se deriva de la tendencia plurianual: el indicador de innovación total de España desciende 1,8 puntos entre 2010 y 2016 (de 80,1 a 78,3), siempre por debajo de la media comunitaria.
Entre las debilidades señaladas por Europa, que luego veremos igualmente destacadas en otros indicadores, están las consabidas sobre financiación pública (escasa o nula) y la ausencia de empresas innovadoras (especialmente PYMES). Entre las fortalezas, despunta nuestro Capital Humano, gracias al número y preparación de nuestros universitarios y doctores, un lujo lamentablemente desperdiciado.
El European Innovation Scoreboard dispone, además, de un desglose de sus métricas por regiones y CCAA, que reflejan una evidente disparidad: mientras una única CCAA es distinguida con el calificativo de “innovador intenso” –strong innovator-, el resto se debate, casi a partes iguales, entre los diversos grados de “moderación innovadora”.
Yendo ahora de lo local a lo global, el Global Innovation Index confeccionado por la Universidad de Cornell, INSEAD, y la World Intellectual Property Organization (WIPO), reitera, de forma casi calcada las conclusiones de la Comisión Europea.
Así, nos encontramos muy lejos del grupo de líderes mundiales, donde encontramos a ocho estados europeos en el top ten, relegando a España al puesto 28 de 127 países analizados, repitiendo el puesto del año anterior, a pesar de seguir siendo la 13ª economía del mundo.
El detalle de los indicadores aporta curiosas conclusiones: una inadmisible 88ª posición en gasto en formación sobre el PIB, que choca, paradójicamente con el grado de preparación de nuestros universitarios (sexta posición mundial); una excelente nota en infraestructuras TIC y servicios públicos online, mientras nuestra tasa de crecimiento del PIB/trabajador se va hasta el puesto 78. Parece evidente que, si nuestra inversión en educación es tan ínfima y el reparto de la riqueza tan desigual, difícilmente podremos construir un ecosistema innovador. Lo mismo podríamos concluir con la inversión general en I+D: abochorna compararnos con otros países y ponernos como ejemplo de economía en franco retroceso en aspectos como Gastos de las empresas en I+D o Gasto interno bruto en I+D.
La foto fija que esbozan los tres informes es obviamente negativa, pero quizá no refleje la verdadera dimensión del declive de la innovación en España. El INE nos facilita esta comprensión, cuando se hace un ejercicio de retrospectiva: en la última década han desaparecido casi dos tercios de las empresas innovadoras en tecnología. Este ocaso mercantil, que no solo ha acaecido entre empresas tecnológicas, sino que ha sido transversal a todo nuestro tejido productivo, sí ha sido más agudo entre estas. Entre 2006 y 2016 el peso de las empresas innovadoras ha descendido a la mitad: desde un 25% a un 12,75%.
Es evidente que el panorama es desolador, incluso desalentador, pero no todo está perdido si se comienza a actuar, con inmediatez, con eficiencia y con criterio. Huelga afirmar que el trasfondo que explica esta situación es una compleja mixtura de factores dinerarios, políticos, culturales y de propia idiosincrasia empresarial. Ninguna es irresoluble, pero todas pasan por una acción política, estatal y gubernamental que ejerza un papel tractor y vertebrador.
Así, nuestra reiterada costumbre de llegar tarde a cualquier revolución industrial puede revertirse si nos sumamos, con vocación de liderazgo, a esta transformación digital. Nuestra morfología empresarial, de corta escala y excesivamente poblada de microempresas, se puede reestructurar con los incentivos fiscales y financieros adecuados. El lastre que supone que el 66% de nuestra economía resida en sectores con media o baja vocación tecnológica puede cambiarse si decidimos entre todos, cambiar para siempre nuestro modelo productivo hacia uno de vanguardia, sostenible, anticíclico e innovador.
Pero para que todo esto acontezca, debemos pasar de la apatía política a la implicación pública. De discursos de continente a acciones con contenido. De palabras generalistas a hechos concretos. Y nada de esto será posible si la Innovación con mayúsculas, la Investigación, el Desarrollo, la Ciencia, la Tecnología no empiezan a copar titulares, a cubrir la agenda política, a tenerse en cuenta, de verdad, para la construcción de un país con futuro, moderno, sostenible y de progreso.
José Varela es miembro del Foro de Empresas Innovadoras y consultor en Regulación en Telecomunicaciones y Sociedad de la Información y Digitalización en UGT.