Hay países a los que tenemos asociada una imagen solvente y de éxito que hace casi inimaginable que hubiera otros tiempos en que no fuera así. Los países nórdicos son un buen ejemplo de ello: su excelente nivel de desarrollo, su clase política intachable y su modelo de Estado del Bienestar los hacen prácticamente perfectos.
Pero esto no siempre fue así. Suecia, sin ir más lejos, era uno de los países más pobres de toda Europa en el siglo XIX. En aquellos tiempos, su economía basada en la agricultura se enfrentó a una crisis galopante que provocó incluso una emigración masiva (más de un millón de sus 3,5 millones de habitantes abandonó el país en ese siglo).
Suecia fue, además, uno de los países a los que la segunda Revolución Industrial llegó excesivamente tarde: no sería hasta ya entrado el siglo XX cuando se adoptaron las tecnologías y métodos de trabajo que hoy conocemos. Mientras, la mayoría de naciones del Viejo Continente ya estaban inmersas en esta transformación desde mediados y finales del siglo XIX.
Curiosamente, hubo otro país que tampoco llegó a tiempo a esta segunda Revolución Industrial y que también figuraba en el vagón de cola de la economía europea: España. Con la salvedad de algunas zonas de Cataluña y País Vasco, lo cierto es que nuestro país pecó de los mismos errores que Suecia tanto en materia económica como de retraso tecnológico y también en cuanto a desafíos institucionales se refiere.
Algunos expertos incluso apelan al concepto de "periferia europea" para referirse a la diferencia de desarrollo entre los países del centro y bordes de la actual Unión Europea.
Entonces, ¿cómo es posible que dos países igual de pobres, con modelos económicos caducos y que llegaron tarde a la industrialización hayan tenido dos derivas tan diferentes? Suecia, convertida en una nación innovadora, referente y motor económico; España, en un ejemplo de las burbujas inmobiliarias y de un tejido económico basado únicamente en el turismo de 'sol y playa'.
Obviamente, hay muchos factores que entran en juego a la hora de cambiar tantísimo el camino de unos y otros. Por supuesto, tanto España como Suecia se beneficiaron de su no participación en las dos guerras mundiales que acontecieron en el siglo XX, aunque con muchos matices: mientras que Suecia aprovechó su posición privilegiada para impulsar su industria, España no sacó tanto provecho de la situación. A mayores, nosotros sufrimos una Guerra Civil que por supuesto dinamitó unos cuantos años de desarrollo en comparación con nuestros lejanos vecinos del norte.
Pero hay otros elementos que explican, con mayor peso, el porqué del éxito económico de Suecia y la 'colección de crisis' que acumula España. Según un trabajo de la UAM, fechado ya en 2017, fue la actitud respecto a la innovación y la apertura de miras las que hicieron que Suecia pasara de patito feo a líder continental.
En concreto, el paper señalaba que los patrones de colaboración entre los agentes innovadores eran muy distintos en ambos países, configurándose un verdadero sistema nacional de innovación en tierras nórdicas que permitía el avance de toda la sociedad en su conjunto. A ello, sumen una mayor apertura a la influencia extranjera y una menor reticencia al cambio: ya tenemos la explicación del retraso histórico en innovación de España.
Quizás puedan señalar que el diagnóstico es más o menos justo. Pero de lo que no cabe duda es de que debería servirnos para reflexionar sobre cuál es nuestra postura, nuestras intenciones, ahora que estamos ante una cuarta (o quinta ya) revolución industrial. Llegamos tarde, una vez más, pero aún estamos a tiempo de dar un cambio a la situación si hacemos los deberes que Suecia nos ha dejado marcados.