Es un día cualquiera. Nos despierta el móvil o el despertador digital. Calentamos agua en el microondas o hacemos café con la cafetera eléctrica. Abrimos la nevera en busca del desayuno. Salimos de casa y, la mayoría, al hacerlo, pasamos por el ascensor. Algunos iremos al trabajo a pie, pero son más, sobre todo en las ciudades, los que se desplazarán en transporte público o vehículo de motor privado. Los más modernos, utilizarán una app para compartir bicicleta, moto o patinete. Otros, la utilizarán para encargar un taxi o un Uber. Si tenemos que pagar algún servicio, podemos utilizar otra app o una tarjeta bancaria o sacar dinero del cajero automático…
Todavía no hemos comenzado a trabajar y todas las acciones que he enumerado hasta ahora se apoyan, a veces invisiblemente, en unos minúsculos artilugios electrónicos que llamamos chips.
Más ejemplos: la calefacción o aire acondicionado, la alarma, el televisor, el lector de código de barras del supermercado, los semáforos de nuestras calles, los sensores que recogen información sobre la contaminación y el tráfico, las simulaciones informáticas que se utilizan para obtener la previsión del tiempo... Y todo esto sin hablar de nuestras actividades profesionales ni de la cantidad de veces que nos conectamos a teléfonos móviles y tabletas para consultar mensajes, redes sociales, los pasos que hemos andado o información de actualidad. Sin darnos cuenta, los circuitos electrónicos, semiconductores, procesadores y chips rigen nuestras vidas.
Desde finales de 2020, el mercado global está sufriendo una escasez de semiconductores que afecta a la fabricación de todo tipo de aparatos electrónicos: electrodomésticos, ordenadores, teléfonos móviles, coches, sensores, etc. Las esperas para comprar modelos concretos de neveras, ordenadores o portátiles están creciendo a marchas forzadas y la crisis está teniendo un fuerte impacto en la industria, como ha puesto de relieve esta semana SEAT al anunciar un expediente de regulación de empleo que prevé mantener hasta junio de 2022.
Aunque está teniendo graves consecuencias en las cadenas de producción y las cuentas de resultados, esta crisis de abastecimiento es de carácter temporal, ya que está causada por los efectos de la pandemia sobre el consumo y, especialmente, por un desajuste entre la demanda de un determinado tipo de semiconductores y la capacidad de la industria para producirlos, que el propio mercado reequilibrará.
Pero hay amenazas de mucho más calado que pueden causar nuevos desabastecimientos en cualquier momento o, aún peor, adulterar nuestros aparatos electrónicos a base de subministrar a los fabricantes componentes con puertas traseras que permitan su manipulación a distancia o la trasmisión de datos valiosos a los fabricantes o a sus países de origen.
Los semiconductores son fundamentales para el buen funcionamiento de nuestra vida cotidiana pero, sobre todo, son estratégicos para nuestra economía y nuestra seguridad. Y este carácter estratégico los convierte en objetivos de constantes movimientos geopolíticos, como restricciones comerciales, bloqueo de adquisiciones de compañías, listas negras o acusaciones (siempre negadas) de espionajes de todo tipo a través de instrucciones escondidas en el hardware que utilizan los ciudadanos y las propias administraciones.
Aún resuenan las andanadas del anterior presidente estadounidense, Donald Trump, contra empresas tecnológicas chinas o la guerra por el 5G. Pero Barack Obama, en 2015, ya prohibió a las empresas estadounidenses la venta de chips al gigante asiático para la fabricación de un superordenador; y anteriores presidentes, como George Bush, también tomaron iniciativas drásticas destinadas a mantener sus posiciones en la industria de los circuitos electrónicos.
En esta guerra geopolítica, el poder está dividido entre Estados Unidos, que tradicionalmente ha liderado este terreno y aún domina el diseño de semiconductores; y el continente asiático, que cada vez tiene un papel más predominante en la competición y algunas estimaciones apuntan a que ya produce tres cuartas partes de los chips que se fabrican en el mundo.
A principios de este año, Joe Biden, coaligado con las principales empresas tecnológicas de EE. UU., firmó una orden ejecutiva para pedir al Congreso 50.000 millones de dólares para la investigación y producción de chips. Y los gobiernos de Corea del Sur y China también han aprobado programas para financiar el desarrollo y fabricación de nuevos componentes.
Europa tradicionalmente ha apostado más por la producción de software que de hardware y actualmente tiene una posición de dependencia absoluta en este campo. Intel anunció a inicios de este mes su intención de invertir hasta 80.000 millones de euros en una década para impulsar la producción de semiconductores en Europa. Es una buena noticia, pero nuestra dependencia tecnológica no remitirá hasta que seamos capaces de diseñar y desarrollar nuestros propios productos.
Desde Barcelona se ha impulsado la puesta en marcha de iniciativas europeas destinadas a financiar la investigación en el diseño de chips, que ya han dado sus primeros frutos pero que necesitan todavía tiempo e impulso.
Esta semana la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha anunciado su intención de presentar una nueva ley europea de chips. "Lo digital es el punto clave del que depende todo”, proclamó ante los miembros del Parlamento Europeo. El propósito de esta iniciativa es reducir la dependencia de Europa, garantizar el suministro e invertir en soberanía tecnológica europea. Los chips, dijo, son los que “hacen que todo funcione”. Esperemos que la iniciativa esté a la altura del reto. Porque, efectivamente, sin chips, no somos nada.
*** Gemma Ribas Maspoch es directora de comunicación del Barcelona Supercomputing Center-Centro Nacional de Supercomputación (BSC-CNS).