En España se discute mucho en los siguientes términos: para unos el problema del país es que las fuerzas del mercado pesan en demasía y pagamos pocos impuestos, lo que impide tener buenos servicios públicos e impulsar un modelo económico y social más equitativo. Para otros, España tiene una presión fiscal excesiva, hay demasiados funcionarios y eso impide liberar todas las potencialidades en forma de empresas competitivas.
De un tiempo a esta parte ambas posiciones se han declarado como antagónicas frente a otras etapas en las que parecía que el país había encontrado un cierto equilibrio: lo que se vino a denominar en tiempos pretéritos economía social de mercado. Se tardó mucho en conseguir una doble legitimación: la de la figura del empresario y que Hacienda somos todos. El caso es que ambas posiciones tienen parte de razón, pero ninguna de las dos sirve por sí sola para explicar lo que nos pasa, y ambas pecan de retorcer los datos sin ningún complejo.
Es curioso que ninguna de estas voces se acuerden de otras sociedades donde el sector público es muy potente y donde las empresas son muy competitivas, lo que se traduce en mayor creación de riqueza y equidad social, no porque prime el Estado sobre el Mercado, ni viceversa, sino porque se da un equilibrio que retroalimenta lo mejor de ambos modelos. Piensen en Suecia o en Estonia o en Noruega.
Cuando se dice que en España hay muchos trabajadores públicos se falta a la verdad, porque según los datos europeos España apenas tiene un 15% del total de trabajadores, situándose por debajo de la media europea, mientras que Suecia tiene casi un 29% y Estonia, por poner dos ejemplos muy diferentes, un 23%. Si ponemos estos datos en el contexto de la realidad de los ecosistemas de innovación, la sorpresa debería hacer a nuestros extremistas del Estado o del Mercado pensarse un poco sus aseveraciones tan rotundas.
Así, además de ese potente sistema público que asegura salud, educación y buenos servicios sociales, el ecosistema de Estocolmo es líder mundial en número de unicornios (startups valoradas en más de 1.000 millones de dólares) per cápita; y Estonia es el país más digitalizado del mundo. Ambos modelos vienen a decirnos que no sólo no es incompatible tener un fuerte sector público y un fuerte ecosistema de innovación y de emprendimiento, sino que si se hacen las cosas bien, la creación de riqueza y su redistribución funcionan de manera acumulativa y se retroalimentan mutuamente.
Partimos de la base de que la sociología española es relevante para estas reflexiones que estamos haciendo. Los españoles quieren tener buenos servicios públicos, pero también un mercado dinámico que cree buenas empresas y pague buenos salarios. Pero esas opiniones no están exentas de contradicciones: no se pueden tener buenos servicios púbicos si no hay un sistema fiscal progresivo potente, y no se pueden tener empresas competitivas si la intervención pública es excesiva o la regulación, necesaria para resolver los llamados fallos del mercado, se hace mal o se convierte en una pesada carga para el emprendimiento y las empresas.
Por no hablar de otros datos que no dejan en buen lugar al sector privado español: la productividad de la economía española ha caído un 14% en los últimos 20 años ¿Algún día hablaremos de los modelos de empresas que se crean? ¿Y de su tamaño? ¿Y de su presencia masiva en los sectores de menos valor añadido? A veces uno tiene la sensación de que tenemos todos los problemas a la vez.
Subir o bajar impuestos volverá a ser en este año electoral de 2023 un debate que en cierta medida esconde una trampa: pensar que solo una de las dos posiciones nos va a llevar a esa sociedad que una mayoría anhela.
Los que todo lo fían a la subida impositiva no hablarán de que sólo con cerrar la brecha del fraude fiscal se recaudarían más de 90.000 millones anuales. Los que creen que toda solución pasa por bajar impuestos, ignoran la importancia de asegurar buenos niveles de servicios públicos (educación, sanidad, servicios sociales) no sólo para el bienestar de las personas, sino para la propia productividad de la economía (por no hablar del impacto en intangibles como el orden y la seguridad pública).
En próximas tribunas trataremos sobre el modelo empresarial y sus propios retos, pero si ponemos el foco en el ámbito público resulta curioso como las fuerzas políticas y sociales que demandan más gasto público y, por tanto, más impuestos, no dediquen apenas tiempo ni palabras a hablar del que es, en mi opinión, el más grave problema al que se enfrenta nuestro sector público: la falta de innovación, o si lo prefieren, el trágico anquilosamiento de nuestras estructuras públicas. Y me temo que eso no lo va a arreglar el hecho de que se recaude más dinero.
Podríamos hablar de muchos proyectos y objetivos de política económica que sucumben al mismo problema: estructuras departamentales ineficientes, orientadas más a resolver problemas internos de agencia que a pensar en los ciudadanos, cultura de trabajo que se ha ido alejando de la vocación de servicio público, etc.
Fíjense en lo que ha ocurrido con el Ingreso Mínimo Vital aprobado hace dos años y que apenas llega a la mitad de las personas que se había establecido como objetivo, y que está suponiendo un auténtico infierno burocrático para las familias más humildes, incluyendo miles de errores de la propia administración que hace el pago por error y luego reclama miles de euros a familias que no pueden ya devolverlo.
O piensen en la imposibilidad de conseguir citas en las oficinas de la seguridad social, o el bloqueo que han sufrido las gestiones en las oficinas de empleo, por no hablar del enorme impacto que ha tenido la pandemia del covid en la gestión de la sanidad pública y el incremento de las listas de espera y la saturación de la atención primaria y las urgencias hospitalarias.
El asunto es que sólo oirán a los más firmes defensores del sector público (paradójicamente, algunos de ellos me parece que lo están llevando a su destrucción paulatina) reclamar más recursos (principalmente para ir a parar a demandas sindicales) y por tanto más impuestos ¿Creen que eso resolverá el problema? ¿Por cuánto tiempo? Somos muchos los que opinamos que sin una reforma radical de las estructuras, los procesos y la cultura de la función pública, introducir en la maquinaria más recursos no significará más que poner un parche que finalmente no resolverá el problema de fondo.
El mejor ejemplo que evidencia esta realidad es la incapacidad política y pública de gestionar los llamados Fondos de Recuperación Europeos con un mínimo de eficacia. De repente. es como si hubieran aparecido de la nada decenas de miles de millones —en principio algo que se presupone muy positivo— y las estructuras se han bloqueado.
El mejor ejemplo son los PERTE, los proyectos estratégicos para la recuperación y transformación económica, dotados hasta hoy con más de 30.000 millones de euros y de los que apenas se han podido comprometer un 15%. El dinero y los proyectos que deberían estar llegando a la economía real no riega el sistema empresarial y productivo, y mucho menos aún lo está transformando en modo alguno.
Más bien parece que de nuevo se han generado incentivos perversos que están llevando a tapar agujeros contables, a cuadrar balances en los pocos sectores a los que llega el dinero, y a que los sospechosos habituales se lleven buena parte del maná público. En definitiva, no sólo no se alcanza el objetivo, también la reputación del sector público está cayendo a niveles ínfimos.
Y esto no es algo que haya ocurrido en los últimos años, aunque es cierto que esa tendencia se ha acentuado con las políticas de un gobierno que ha elevado el gasto público aprovechando los fondos europeos, el dinero barato y la inflación sin introducir reformas sustanciales, trasladando en cualquier caso el coste del ajuste a las generaciones futuras en forma de deuda pública. El proceso de deterioro ha sido lento pero progresivo, y dura ya al menos dos décadas.
Los progresistas sensatos y honestos de este país deberían ser conscientes de que, por mucha voluntad política que exista, por muy bienintencionados que sean los proyectos, planes y programas en forma de impulso del modelo de bienestar, pueden estar abocados a la completa ineficiencia e ineficacia. Los viejos planes y programas ya no sirven para actuar ante las nuevas realidades sociales y económicas. Ni los planes de empleo van a crear un sólo empleo, ni los proyectos de fomento de la economía consiguen generar el dinamismo económico que pretenden, ni siquiera los servicios púbicos más consolidados están ya en condiciones de seguir ofreciendo servicios de calidad.
Ya no basta con aprobar leyes que aprueben derechos, transferencias o subvenciones. Como muestra un botón: según datos de la OCDE (34 países) España es el cuarto país por la cola en cuanto a la progresividad de las ayudas públicas, es decir, las familias humildes reciben menos transferencias del Estado que las familias de mayor renta. Por tanto y de nuevo el problema no es sólo el montante del gasto, el problema son los instrumentos, la capacidad de las agencias, la orientación de las mismas y el sistema de incentivos que se genera.
Y como les ocurre a las grandes compañías tradicionales, las empresas públicas y la administración van a necesitar ayuda externa para innovar. Además de una voluntad política (que por el momento no pasa de meras declaraciones de buenas intenciones) van a ser necesarias enormes dosis de creatividad y nuevas formas de colaboración público-privadas. Ahí entran en juego las startups especializadas en transformaciones de procesos y en verticales claves para las diferentes áreas del sector público.
Es una forma de colaboración todavía incipiente, pues administración y startups parten de culturas completamente diferentes, los tiempos de la administración son enormes en comparación con el tiempo de ejecución de startups, pero va a resultar inexorable si queremos avanzar en este enorme desafío. De más laboratorios GovTech, más innovación abierta y más compra pública innovadora es de lo que deberíamos hablar en los próximos debates electorales y en los primeros momentos de las próximas legislaturas municipales, autonómicas y generales. A veces los instrumentos son más importantes que la ideología o los discursos.
Los más fieles defensores del sector público deben comenzar a mirar fuera, a los sectores empresariales más dinámicos (aquellos que son también injustamente demonizados), para poder hacer frente a los retos que tiene la administración española si quiere de verdad alcanzar sus objetivos de bienestar social y poder seguir reclamando que mantiene intacta su vocación de servicio público.
*** Agustín Baeza es director de Asuntos Públicos en la Asociación Espñola de Startups.