La detención de Pavel Durov, héroe para unos, villano para otros, ha generado gran polémica en redes sociales. En líneas generales, el ruido se centra en por qué sí se detiene a Durov por lo que se comparte en Telegram, aplicación de su creación y, casi en su totalidad, de su propiedad, y no por todo el contenido que se transmite en el universo Meta, amplio y bien conocido: Instagram, Facebook y, sobre todo, WhatsApp.
La respuesta es fácil. Meta (y sus plataformas) cuentan con mecanismos de moderación en Facebook e Instagram. Polémicos, mejorables, pero costosos al fin y al cabo. En Meta saben que es uno de sus puntos flacos y se refuerza de manera constante.
No así en WhatsApp, donde se ha adoptado la encriptación de punto a punto. Y, salvo que el usuario, lo reporte voluntariamente, no hay control sobre lo que se comparte.
Telegram, adalid de la libertad, desde el comienzo fue un dolor de cabeza para los editores. Se convirtió en el kiosko diario y semanal gratuito para muchos. También fue la forma favorita de conversación para cultura underground.
De ahí que también se use en contextos de propaganda y conflictos. Para entender mejor su funcionamiento y significado hay que remontarse al origen. Pavel Durov creó el equivalente al LinkedIn de Rusia, su país natal.
Hijo de profesores universitarios y hermano de un genio matemático, cuando se negó a compartir datos de la red social creada, terminó por venderla por 700 millones de dólares. Tras algunos actos polémicos, como tirar billetes de dólares a la gente amontonada alrededor de la ventana de su hotel en San Petersburgo durante una visita, abandonó el país.
Pasó a verse con sus padres en Finlandia y a construir Telegram junto a su hermano como especialista encriptación. Él mismo fondeó la creación de la aplicación. Lo hizo, mientras creaba un equipo itinerante, no pasaban más de dos meses en el mismo lugar.
Casi como si fueran un comando. Su grupo de confianza estaba formado, sobre todo, por desarrolladores. Apenas nada comercial. Quería hacer la herramienta, difundir, poco importaba si comercialmente era un éxito o un fracaso.
En diciembre de 2014 visitó Silicon Valley, donde nos encontramos en un par de ocasiones. Allí mantuvo algunas reuniones con amigos en común que, a su vez, le llevaron a conocer especialistas y fondos interesados en entrar en el accionariado. No se fió. Durov sentía que era más seguro si todo seguía bajo su batuta, responsabilidad y apoyo económico.
Como anécdota, uno de los aspectos más costosos eran los SMS de activación de nuevas cuentas, algo que cobran a la aplicación las operadoras telefónicas locales y que Durov asumía de su bolsillo.
Fueron varios los fondos de capital riesgo con interés por invertir en Telegram. Normal, la fiebre de WhatsApp estaba todavía latente. Así como los competidores. Durov no se dejó. Lo quiso para sí. Toda la comunicación, la seguridad, la infraestructura dependía casi de sí mismo, su hermano y este escuadrón itinerante de especialistas.
En paralelo, WhatsApp florecía dentro de Facebook, que cotizaba en bolsa, que tenía inversores, que tenía que rendir cuentas. En definitiva, que aunque Zuckerberg tuviese gran parte del control de la compañía, no dependía solo de él.
Cuando quieren comparar ambos casos en redes, quizá deberían reflexionar sobre la gobernanza de las aplicaciones, aunque el uso que haga el usuario final, en apariencia, sea similar.