Uno de enero de 2002. El euro comienza a circular. Los telediarios abren con la imagen de ciudadanos sacando en los cajeros automáticos billetes del sustituto de la peseta. La alegría se dibuja en sus rostros. Sonrisas que, a lo largo de los días, se acabarán transformando en lágrimas (metafóricamente hablando) al ver que, la llegada de la moneda única, les hizo más pobres.
Y eso que por aquel entonces Pedro Solbes, comisario de Asuntos Económicos y Monetarios de la Unión Europea, se atrevió a decir que el impacto en los precios sería “neutral”. ¿Neutral? Sí, en los tickets aparecían los precios en pesetas y en euros.
Pero, y por poner un ejemplo, un café en Madrid pasó de costar 140 pesetas a 166,386 pesetas. Es decir, de 140 pesetas a 1 euro. Porque, un euro igual a 166,386 pesetas, fue el cambio que se estableció. Por tanto, el café debería haber costado 0,84 euros. En otras áreas de España, el precio solía rondar las 100 pesetas (0,60 euros).
Solbes no fue el único que patinó en sus predicciones. José María Aznar, presidente del Gobierno entonces, dijo que “gracias a la nueva moneda tendremos precios más estables”. Su ministro de Economía, Rodrigo Rato, afirmó: “No esperamos que la introducción del euro tengo impacto sobre el IPC”.
Tesis a la que también se sumó Jaime Caruana, gobernador del Banco de España. José Alberto González, quien fue director de la Sociedad Estatal de Transición al Euro, salió diciendo que “estamos pidiendo al comercio que no aproveche la ocasión para subir precios”. No le hicieron ni caso. Y Eugenio Domingo Solans, entonces miembro del comité ejecutivo del BCE, confiaba “en que los empresarios españoles sean conscientes y no suban los precios. Si lo hacen, que sean castigados”. ¿Fueron inconscientes o avispados los empresarios? Porque castigo no hubo.
El pan nuestro de cada día
Las subidas de precio durante ese 2002 fueron el pan nuestro de cada día. Y no sólo porque el propietario de una cafetería decidiera no liarse con tanto céntimo y elevar el café a un euro. El café y el resto de productos. Hasta las tiendas de los chinos, las del ‘Todo a 100’, acabaron siendo de ‘Todo a un euro’.
A esa subida también contribuyó el tan famoso redondeo. Esa fue la particular bestia negra de los consumidores. Si al hacer la conversión, el tercer decimal era inferior a 5, se redondeaba a la baja. Si era superior, al alza.
Volviendo al ejemplo del café, lo normal es que hubiese costado 0,84 euros aplicando esa regla del redondeo (porque la conversión daba como resultado 0,841). Cobrar a un euro fue mucho más cómodo, práctico y beneficioso para los 'reyes de la barra'.
Pero las cafeterías no fueron los únicos que sacaron provecho del euro. Pronto un periódico pasó de costar 150 pesetas (0,90 euros) a un euro; el paquete de tabaco, de 410 pesetas (2,46 euros) a 4,89 euros; o el menú del día, de 1.100 pesetas (6,61 euros) a nueve, diez y hasta doce euros. “A la saca”, que diría el personaje del cómico José Mota.
Otros precios
La pregunta que se hicieron muchos ciudadanos era para qué servían las monedas de uno y dos céntimos. Se aprobó su acuñación con el fin de evitar los redondeos al alza y la inflación. El objetivo no se logró.
Los precios subieron y subieron. Si en enero la inflación aumentó un 2,53% en tasa interanual, acabó diciembre llegando al 4%. Todo subía como la espuma. Volviendo al bar, una caña de cerveza (por lo de la espuma) incrementó su precio un 11,7%. Pero es que el papel higiénico lo hizo un 14,5%. Y, el kilo de pollo, un 9,6%.
Las compañías petrolíferas no quisieron dejar pasar el carro: el litro de eurosúper se encareció un 9,6%. Si el combustible se disparaba, no iban a ser menos las autoescuelas. Sacarse el carné de conducir resultó un 9,1% más caro.
Las peluquerías tampoco quisieron dejar pasar la oportunidad: un 5,2% más caras. Una crema de manos pasó de costar 2 euros a 2,60 euros (es decir, 100 pesetas más). Las legumbres subieron un 18,1%; la fruta, un 7,7%; el pan, un 4,4%… Y la entrada de cine, de 825 pesetas, a 9 euros. Es decir, un 182% más.
Hasta las administraciones públicas
No fue sólo el sector privado o los intermediarios quienes sacaron tajada de la llegada del euro. Las Administraciones Públicas se apuntaron. Así, el billete de autobús se incrementó una media del 6,3%. Había que ‘coger el tren’ y lo cogieron.
Porque las matriculas en la Universidad subieron un 7,2% y una carta certificada lo hizo un 99%. Hasta el famoso sorteo de la lotería de Navidad pasó por este fenómeno. Hasta entonces, jugar con la diosa fortuna a finales de año tenía un coste de 3.000 pesetas. Pasó a costar 20 euros. Es decir, 3.327,72 pesetas. Por tanto, un 11% de subida.
Y eso que los 'mandamases' de las administraciones Central, Autonómica y Local pregonaron a diestro y siniestro que empresarios y comerciantes no se volvieran locos subiendo precios. El Estado, por poner un ejemplo, subió los impuestos del alcohol y del tabaco un 8%. El de la cerveza lo hizo un 5,5% por hectolitro. Cómo no iban a subir las cañas que se servían en los bares.
No sólo se incrementaron todas las tasas de Hacienda. Incluso crearon otras para gravar a los viajeros del tren: viajar en cercanías tenía una tasa de seguridad de 0,02 euros. ¿Poco? Un anuncio de la actriz Carmen Maura decía aquello de que ‘tacita a tacita’… Porque también se inflaron las de largo recorrido y el AVE.
El dinero “no cunde”
Según denunció la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), todos los sectores habían inflado precios. De septiembre de 2001 a marzo de 2002, un 3,6% los privados; los públicos, un 3,7%. Eso sí, unos y otros tiraban balones fuera. La culpa fue de los otros.
Y, mientras tanto, el ciudadano de a pie pagaba las peras de agua un 29,2% más caras; los tomates para ensalada, un 28,8%; o las anchoas, un 25,5%. De ahí que una de las frases que se hicieron populares fuera: “Un billete de 50 euros no cunde como uno de 5.000 pesetas”. Y eso que 50 euros eran 8.319,30 pesetas.
Por eso, y según un estudio elaborado por la Fundación Grupo Eroski, el 93% de los españoles consideraba que los precios habían subido con el euro. Solo el 7% decía que habían permanecido estables. Ningún ciudadano de a pie se atrevió a decir que habían bajado. Eran más pobres, pero no estúpidos.
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