La reunión del Comité de Mercado Abierto de la Reserva Federal de los Estados Unidos (Fed), supone un giro, no por esperado menos sorprendente, de la política monetaria, volviendo de nuevo al terreno expansivo. Tras varias semanas preparando el terreno, el presidente de la Fed Jerome Powell no ha podido resistir más tiempo las muchas presiones recibidas tanto dentro como fuera, especialmente de dos focos: por un lado, del presidente Trump que desea una debilidad mayor del dólar y, por otro lado, de la mayor parte de agentes del mercado financiero que desean más liquidez y mantener por más tiempo el exceso de liquidez (que no de ahorro, ojo con confundir estos términos).
La unión de estos dos emisores de presión, ha creado una atmósfera favorable a aceptar una mayor reducción de los tipos de interés, incluso viendo este escenario como algo necesario y positivo en la coyuntura actual. Prácticamente nadie se atreve a cuestionar los fundamentos de este retorno a las políticas expansivas, los cuales a poco que se haga un análisis medianamente serio, se puede ver hasta qué punto son extraordinariamente débiles.
La debilidad del nuevo giro en la política monetaria es hasta tal punto evidente que al señor Powell le costó enormemente explicar las razones que están detrás de su decisión, entrando en varias contradicciones flagrantes y, lo que es peor, seguir abonando el empeoramiento de las expectativas de los agentes tanto en materia de crecimiento económico como de inflación para los próximos trimestres. La consecuencia se puede ver en la reacción de los principales índices de la Bolsa de Nueva York minutos después del comunicado de la Fed, los cuales registraron fuertes caídas (Dow Jones cedió 300 puntos).
Esta actuación de la Fed y, por arrastre, del conjunto del mercado financiero, es un caso de manual de generación de expectativas adaptativas auto-cumplidas. Si una de las partes piensa que las condiciones económicas van a empeorar en los próximos meses (tomando una muestra sesgada de indicadores o simplemente no entendiendo el recorrido del ciclo económico) y que para evitar este escenario es necesario bajar los tipos de interés, los indicadores adelantados internalizarán estas expectativas, creando la base que justifique la bajada de tipos. Pero si además cuando se toma la decisión se argumenta que será necesaria una intervención más profunda por el deterioro de la situación económica, aunque luego la realidad lo desmienta, ya ha generado la presión para acometer otra bajada de tipos y así sucesivamente entrando en un “círculo vicioso” que en varios países del mundo ha acabado con tipos de interés oficiales en negativo.
Y, en este sentido, salir de este “círculo vicioso” una vez que se entra en él, es extraordinariamente difícil. La racionalidad se abandona para dar paso a una espiral de expectativas negativas que, en el peor de los casos, puede acabar destruyendo el potencial de crecimiento de la economía como lleva ocurriendo en Japón en los últimos 30 años. El “efecto depresor” que tiene el exceso de liquidez y el enorme volumen de deuda, son un binomio devastador para países que enfrentan importantes retos de largo plazo como la demografía, la productividad o la reconfiguración del equilibrio geopolítico global.
Powell era el último bastión de la racionalidad de la política monetaria
En este momento, muy poca gente está viendo este más que probable desenlace. El consenso de mercado piensa que esto sólo es un “insurance rate cut”, es decir, una medida preventiva necesaria y que, en cualquier caso, no tendría mayor recorrido a medio plazo. Sin embargo, pensar esto denota un desconocimiento evidente –aparte de ser una falacia narrativa– no sólo de la historia monetaria de los últimos dos siglos sino, muy especialmente, las últimas dos décadas. Una vez que se inicia el proceso de bajadas de tipos, no se puede parar.
Incluso, en el hipotético caso de que hubiera sido necesario tomar algún tipo de medida monetaria, la realidad y el futuro inmediato de la economía de Estados Unidos no aconsejan en absoluto bajar los tipos de interés. En primer lugar, el crecimiento del PIB en el segundo trimestre del año sorprendió a los inversores con un 2,1%, superior al 1,8% pronosticado. El consumo (tanto privado como público) fue el principal soporte del crecimiento en este período, mientras que la inversión se ha desacelerado tras el fuerte crecimiento experimentado en los trimestres siguientes a la puesta en marcha de la Reforma Fiscal de 2018. Esgrimir la debilidad del crecimiento global como justificación para bajar tipos es un síntoma de entender más bien poco el ciclo económico global.
En segundo lugar, la Fed rompe con su principal guía de credibilidad y reputación a la hora de fijar el precio de los fondos federales como es la regla de Taylor (unir crecimiento e inflación). Siempre, la Fed primero paraba las subidas de tipos y después comenzaba a bajarlos cuando la Regla de Taylor así lo aconsejaba. Sin embargo, según las últimas estimaciones de la Reserva Federal de Atlanta, no sólo la regla de Taylor no aconseja bajar tipos sino todo lo contrario: la tasa de interés debería situarse en el 3,7%, siguiendo una senda clarísimamente alcista iniciada en el tercer trimestre de 2009.
Por último, la Fed está suministrando en este momento el dinero que la economía necesita. El último dato de la Fed de St. Louis de crecimiento de la oferta monetaria se sitúa en el 3,83%, situándose por debajo del crecimiento nominal del PIB por la necesidad de reducir el exceso de liquidez en el sistema y el balance de la Fed. En cuatro años, el balance de la Fed apenas se ha reducido en 700.000 millones de dólares de un total de 3,8 billones de dólares.
En suma, hace mucho tiempo que se perdió el norte y la racionalidad en la política monetaria. El último bastión que quedaba era el señor Powell, pero con esta decisión pasa tristemente a engrosar la larga lista de banqueros centrales que han decepcionado. Esperemos no lamentar en un período corto de tiempo lo que está sucediendo y, muy especialmente en las economías occidentales, las consecuencias de apoyar aunque sea de forma involuntaria un proceso de “japonización” de la economía.