Según las informaciones que van apareciendo, el Gobierno se propone dar una salida al conocido como “conflicto del taxi” dando satisfacción al ayuntamiento de Barcelona, que, al parecer, pretende se transfiera a las comunidades autónomas la potestad de regular el número y características técnicas de las licencias VTC; todo ello con objeto, naturalmente, de reducir el número de licencias existentes, llevando a la realidad la proporción legal 1/30 (una VTC por cada 30 taxis). Como es sabido, dicha proporción se encuentra hoy ampliamente superada, como consecuencia de los permisos que hubieron de otorgarse legalmente en el período 2009-2015, en el que tal proporción no estuvo vigente.
Las comunidades autónomas casi nunca han hecho ascos a las transferencias de competencias provenientes del Estado, que invariablemente venían acompañadas de la correspondiente dotación económica. La que ahora se proyecta, en cambio, no solo no trae el pan debajo del brazo −porque se trataría de una mera competencia regulatoria, que no tiene costes de gestión−, sino que, bien al contrario, puede suponer un fortísimo gravamen para las nunca boyantes arcas autonómicas.
Esta paradoja es fácil de explicar. La competencia se transferiría, supuestamente, con objeto de que las comunidades procedan a dictar las normas mediante las que se deje sin efecto, de una u otra forma, una parte sustancial de las licencias VTC existentes: bien mediante su revocación pura y simple, bien mediante la imposición de una segunda licencia municipal que enervaría de facto la concedida por la comunidad autónoma (porque no se concedería nunca o, al menos, hasta la lejanísima fecha en que se consiguiera la efectiva proporción 1/30). Esta segunda vía fue la ensayada por el Área Metropolitana de Barcelona, mediante la aprobación de un reglamento que se encuentra suspendido por la jurisdicción contenciosa.
Pero adoptar alguna de estas medidas, ejercitando la competencia que se les transferiría, no sería gratis. Las licencias VTC –igual que las de taxis− son derechos consolidados de carácter patrimonial y de un indiscutible valor comercial. Y, en nuestro país, la privación coactiva del ejercicio de un derecho patrimonial constituye técnicamente una expropiación, que exige, además de su declaración de utilidad pública o interés social, el abono del íntegro valor del bien expropiado: lo dice el artículo 1 de la Ley de Expropiación, que data de 1954, y lo confirma de modo inequívoco el artículo 33 de la Constitución.
Esta consecuencia, que a ninguna Administración le place recordar, no puede obviarse mediante atajos ni soluciones transversales. Tanto da revocar sencillamente una licencia como someterla a unas condiciones inviables de ejercicio, impedir su renovación o imponer a su titular la obtención de una nueva autorización sin la cual la primera no puede utilizarse; y tanto da hacerlo mediante actos administrativos o mediante leyes o reglamentos. Sea cual sea la fórmula que se utilice, si el normal ejercicio de la licencia se impide, hay expropiación y obligación de indemnizar a su titular. No hay, en derecho, soluciones mágicas para evitarlo.
Es cierto que una operación de esta naturaleza tropezaría con otros múltiples obstáculos. La transferencia que se dice que pretende el Gobierno debería cumplir, necesariamente, los requisitos establecidos por el artículo 150 de la Constitución, ya se trate de la aprobación de una ley marco (de necesaria aprobación por las Cortes Generales, no siendo suficiente el vehículo de un decreto-ley) o de una ley de transferencia o delegación (que tendría que ser orgánica).
Algunas de las vías a explorar, como la de la imposición de una segunda licencia sería, además de absurda –albarda sobre albarda−, abiertamente incompatible con las normas de la Ley de Garantía de la Unidad de Mercado y con el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Pero olvidemos estos inconvenientes, nada irrelevantes: aunque la transferencia y la medida fueran plenamente legales, la obligación de indemnizar subsistiría intacta.
En esta situación, la solución que, según dicen, proyecta el Gobierno, se asemeja a lo que en el rugby se conoce como “patada a seguir”: el que la da, se quita de encima la pelota en una situación incómoda, y traslada el problema al defensa del equipo contrario, obligado a coger un balón incontrolable en las peores condiciones posibles. En términos políticos, es lógico y comprensible que el Gobierno pretenda sacarse de encima un problema práctico; pero no lo resuelve, sino que lo traslada a cada una de las comunidades autónomas, sobre las que pesará en lo sucesivo la presión del sector del taxi.
Si éstas no ejercieran la competencia que se les va a transferir, serán tildadas, por los miembros de ese sector, de colaboradores con el sector de las VTC; y si la ejercen, habrán de hacer frente a las millonarias indemnizaciones que se les reclamen. Y lo mismo cabe decir si las comunidades optan por reproducir la jugada, trasladando la competencia para anular las licencias VTC a los ayuntamientos, cuyos recursos económicos son aún más limitados.
Decía antes que el deber de indemnizar no admite soluciones mágicas. Tampoco las hay para el conflicto del taxi, creado por el comportamiento errático, en la forma de legislar, de dos Gobiernos sucesivos, que abrieron una ventana por la que muchos entraron leal y legalmente; una ventana que luego se volvió a cerrar, pero que hace virtualmente inviable expulsar el aire que se coló por ella, de la misma manera que no hay forma conocida de meter en el tubo la pasta de dientes que hemos empujado alegremente fuera del mismo.
La liberalización de las VTC hecha en 2009 permitió ofrecer más alternativas de transporte urbano. Y aunque hoy, por la presión del taxi, aparezca como un problema, lo cierto es que el transporte urbano sostenible, en unas ciudades que se están cerrando progresivamente a los vehículos particulares, no solo permite sino que demanda distintas alternativas.
Juan Santamaría es Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense