Muchos medios de comunicación han tratado los accidentes sufridos por dos Boeing 737 MAX, en los que murieron más de 300 personas, como si de sendas películas de misterio se trataran. Parecía que el objetivo era más encontrar un supuesto mayordomo, autor material de la tragedia, que informar sobre lo sucedido.
La solución fácil en esta circunstancia era, sin que hayan terminado siquiera las investigaciones de ambos accidentes, señalar a un componente del avión, a la supuesta avaricia de la compañía y a la confabulación de la agencia de seguridad más importante del mundo como culpables de los accidentes.
¿Una exageración? La palabra asesino ha llegado a aparecer en un titular de la prensa de nuestro país para referirse al piloto automático de la aeronave. Si recurrimos a la RAE para consultar el significado de esta palabra podemos hacernos a la idea de la gravedad del asunto. Asesino: “Que asesina”. Asesinar: “Matar a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa”.
Por poner en contexto el asunto y tirando de terminología cinematográfica les haré un spoiler: el piloto automático del 737 MAX jamás ha estado en entredicho en ninguna de las investigaciones. Dicho esto, si lo que buscaban era tener clicks, estoy seguro de que lo han conseguido.
Este accidente es un ejemplo más de que vivimos en una época en la que se imponen las explicaciones y soluciones simples para intentar comprender o hacer frente a problemas muy complejos. En el caso del 737 MAX esto lo vemos en el intento de búsqueda de un autor material. De alguien o algo a quien culpar de las tragedias. Pero estamos ante un problema mucho más complejo y, potencialmente, más grave.
En este caso nos enfrentamos a la primera tragedia aérea en la que las redes sociales han llevado al mainstream el nombre de un modelo de avión. A las pocas horas del segundo accidente sufrido por un 737 MAX, el pasado 10 de marzo, los perfiles sociales de las aerolíneas de medio mundo se llenaron de pasajeros preguntando si el avión en el que tenían que realizar su próximo vuelo era uno de esos MAX.
Esta preocupación colectiva llevó a las aerolíneas y a los reguladores de seguridad aéreos a unas cotas de presión desconocidas desde los atentados del 11 de septiembre de 2001. En una buena praxis, sin precedentes, las principales autoridades aéreas mundiales dejaron en tierra los 376 Boeing 737 MAX, que en esos momentos estaban en circulación, en menos de 72 horas.
Poco importaron las pérdidas millonarias que esto va a ocasionar a las aerolíneas o la pérdida de confianza que generará en los procedimientos con los que se certifican los aviones del primer fabricante mundial. La seguridad y la tranquilidad de los pasajeros se puso por delante de todo. Y eso está bien. Muy bien. De hecho, esta decisión puede abrir la puerta a que el sector aéreo vuelva a ordenar sus prioridades con hechos y no sólo con palabras.
Un mercado desbocado
Los accidentes sufridos por sendos 737 MAX de Lion Air, el 29 de octubre de 2018, y Ethiopian Airlines, el 10 de marzo de 2019, se han dado en un contexto muy concreto. El transporte de pasajeros por avión crece a un ritmo vertiginoso desde hace casi una década. Una tendencia que, lejos de relajarse, se va a agudizar en los próximos años.
Cuando entramos en el nuevo milenio, las aerolíneas tuvieron que hacer la digestión de dos fenómenos que atacaban directamente al corazón de su negocio. Los atentados del 11-S cambiaron para siempre los requisitos de seguridad previos a un vuelo. Del mismo modo, la amenaza de un precio del petróleo disparatado -llegó a juguetear con los 200 dólares por barril- obligó al sector aéreo a convertir en una prioridad la eficiencia en sus operaciones. Un punto que la popularización de las denominadas aerolíneas de bajo coste aún agudizó más.
Una vez asumidas las nuevas reglas del juego, el sector aéreo no ha hecho más que crecer y crecer. Esto, lejos de suponer una lluvia de millones, ha traído consigo una presión jamás conocida en el sector. Nunca hubo más competencia que hoy en día. Nunca se miró más cada céntimo gastado o invertido.
Y es que, ya no hay vuelta atrás: En el siglo XXI volar tiene que ser barato. Recorrer continentes y cruzar océanos tiene que ser accesible para los bolsillos de la clase media de todo el mundo. Da igual que hablemos de Europa, América, Asía, Oceanía o incluso África. Volar va camino de convertirse en una commodity ya sea tanto en el sector de los negocios como en el del turismo.
Hace unos meses, uno de los inversores más activos en el sector del turismo me lo explicaba de forma muy clara: "En el negocio vacacional, el vuelo sólo cumple la función de poner al cliente en el lugar en el que vas a poder comenzar a obtener el margen de beneficio".
Camino de una década de récord
Una vez superada la crisis financiera mundial que estalló en 2008 y supuso la caída de gigantes financieros como Lehman Brothers, el tráfico aéreo mundial se disparó. Si las previsiones de la asociación de transporte aéreo internacional (IATA) se cumplen, en 2019 encadenaremos el décimo año consecutivo de crecimiento tanto en pasajeros como en mercancías.
Los datos de 2018 señalan que el tráfico de pasajeros mundial en vuelos internacionales aumentó un 6,3%. Un hito que vino acompañado de un factor de ocupación del 81,2%, ratio que mide lo llenos que van los vuelos. Por su parte, los trayectos domésticos crecieron un 7%, gracias a un incremento del 6,8 % en el ratio de asientos por kilómetro. Su ocupación alcanzó el 83%.
Esta tendencia se lleva repitiendo los últimos años como si de un martillo pilón se tratase. De hecho, en 2017 el sector tocó uno de sus récords con incrementos por encima del 7% en el tráfico internacional de pasajeros y del 9% en el de carga. En 2019, lejos de cambiar esta tendencia, las previsiones de la patronal marcan que el transporte de pasajeros crecerá por encima del 9%.
Este insaciable apetito del sector aéreo tiene su origen en dos factores: Cada vez viajamos más tanto por negocios como por placer. Además, lo hacemos desplazándonos a destinos donde antes no se viajaba. Sólo en 2016, último año en el que existen datos oficiales, se abrieron 700 nuevas rutas. La gran mayoría de ellas se ubican en países en vías de desarrollo.
Al referirse a este fenómeno hace unos años, el director general y consejero delegado de la IATA, Alexandre de Juniac, lanzó una advertencia muy a tener en cuenta: "El desafío para los gobiernos es trabajar con la industria para satisfacer la demanda contando con infraestructuras que pueda adaptarse al crecimiento previsto, una regulación lo suficientemente flexible e impuestos que no asfixien el desarrollo de nuevas oportunidades de negocio".
Regulación en mercados con distinto nivel de desarrollo
En la alerta de Juniac encontramos una de las principales claves que menos atención ha recibido por parte de los periodistas tras los accidentes de los 737 MAX. Un directivo de una línea aérea me lo comentaba hace unos días: "si este avión tiene problemas tan graves, ¿por qué no ha registrado incidentes en dos años en Estados Unidos, Europa y Asia?" Una afirmación que mete el dedo en la verdadera llaga de este conflicto.
La Administración Federal de Aviación estadounidense (FAA) ha reconocido que no ha tenido conocimiento de incidente alguno con el 737 MAX en territorio aéreo estadounidense. Del mismo modo, ni la agencia europea, ni la China han alertado de que este modelo hubiera reportado algún tipo de problema antes de los accidentes. Algunos países de Latinoamérica llegaron a tardar más incluso que Estados Unidos en poner en tierra el avión.
Los accidentes de esta aeronave han tenido lugar en Indonesia y Etiopía operando para dos aerolíneas bien distintas. Lion Air ha llegado a ocupar posiciones en listas negras del sector de la aviación comercial que señalan a las aerolíneas en las que no es recomendable volar. En cambio, Ethiopian Airlines es una compañía aérea con un currículum inmaculado en cuestiones de seguridad.
Esta columna no pretende exonerar a Boeing de cualquier responsabilidad y señalar a los protocoles operativos de los países en los que han tenido lugar los accidentes. El aéreo es el segmento más seguro de cualquier tipo de transporte en todo el mundo. Lo que es importante es entender que, para que se produzcan tragedias como las de los accidentes de Lion Air y Ethiopian Airlines, han de producirse una serie de fallos en cadena. El problema no viene sólo de un eslabón, es el conjunto de los protocolos lo que debe ser repensado.
El ritmo de crecimiento del sector aéreo está sometiendo a un gran nivel de estrés a las aerolíneas de todo el mundo. Estas, a su vez, acuden desesperadas a los fabricantes de aviones pidiendo aviones cada vez más extraordinariamente eficientes. Los fabricantes se ven obligados a crear y evolucionar modelos en tiempos mucho más cortos que en el pasado. Por último, los órganos reguladores encargados de la certificación y de velar por la seguridad, realizan su trabajo con un nivel de presión antes desconocido y unos medios cada vez más limitados. En tiempos en los que la geopolítica disputa guerras comerciales en lugar de militares, la industria aeronáutica es razón de estado y las presiones políticas también juegan su papel.
En este sentido, el segundo de los accidentes del 737 MAX ha hecho que el Gobierno de EEUU abra una investigación sobre el proceso de certificación de esta aeronave. Según se ha publicado en prensa estadounidense, la FAA habría dejado parte de la certificación del avión en manos de técnicos de la propia Boeing. Una práctica común hasta el momento, pero que ahora ha desatado todas las alarmas.
En una de las primeras declaraciones de un responsable de la FAA al ser cuestionado por políticos estadounidenses por esta práctica, respondió de forma contundente: "Para hacer nuestro trabajo sin apoyo de los fabricantes necesitaríamos contratar 10.000 trabajadores".
En este contexto, ¿está siendo el sector aéreo en su conjunto capaz de absorber su ritmo de crecimiento? Potencias mundiales como Estados Unidos y Europa están al límite de su capacidad. Territorios en los que la aviación comercial ocupa un lugar fundamental desde hace más de medio siglo y que cuentan con los profesionales con más experiencia y mejor formados, están cerca de su límite.
Fuera de estas fronteras, la demanda de profesionales cualificados en cuestiones de seguridad, certificación o mantenimiento está disparada para dar respuesta al apetito desmedido del sector. Los puntos de formación son finitos y el ritmo con el que los centros de formación son capaces de preparar a profesionales de estos perfiles es limitado. En cambio, en el otro lado de la balanza, nos encontramos con una industria que no para de crecer y que amenaza con seguir pisando a fondo el acelerador.
Aumento de accidentes fatales en 2018
El último informe de la IATA indica que en 2018 se registraron un total de 11 accidentes fatales con un resultado de 523 muertes entre pasajeros y tripulantes. Esta cifra representa un aumento significativo respecto al promedio de los cinco años previos en los que se registraron 8,8 accidentes fatales y 234 muertes por año.
Poniendo estas cifras en contexto, vemos que se registra un accidente aéreo por cada 740.000 vuelos. Un ratio a años luz de cualquier otro medio de transporte. La seguridad del sector aéreo tiene unos niveles altísimos. Dicho esto, los datos del año pasado, sumados a los accidentes del 737 MAX, deben ser tomados, cuanto menos, como una importante señal de alarma.
Las primeras evidencias de las tragedias aéreas sufridas por el avión de Boeing señalan que uno de los elementos del software implicados, el MCAS, era desconocido para los involucrados. Las decisiones que está tomando Boeing en los últimos días parecen indicar que este sistema, que nada tiene que ver con el piloto automático, debería haberse explicado de forma más profunda en la formación de los pilotos.
La ausencia de incidentes en países como Estados Unidos, territorio donde más vuelos han realizado los 737 MAX, indican que el nivel de formación en el mantenimiento y pilotaje de la aeronave son factores que han podido jugar su papel en estos accidentes. Algunos indicios hechos públicos en prensa estadounidense señalan que el fallo del MCAS tendría su origen en el mal funcionamiento de una serie de sensores de la aeronave. En este punto, cabe preguntarse y evaluar cómo ha sido el proceso de formación y comunicación entre el fabricante, las autoridades de los distintos países y las líneas aéreas en materia de mantenimiento de estos elementos del avión que cada vez son más sofisticados.
El papel de la FAA y el resto de las agencias de seguridad mundiales queda tan señalado o más que el de otros involucrados. Es difícil de entender que un nuevo modelo de avión incorpore unas capacidades de software nuevas y que, en su certificación, no se ponga la suficiente atención en ellas. Un fabricante puede estar 100% convencido de que un nuevo elemento que introduce en un modelo es seguro y que necesita un grado de formación mínimo por parte de los futuros clientes de ese avión. Dicho esto, es responsabilidad final de las agencias de seguridad evaluar a conciencia esas novedades y contar con capacidades suficientes como para entender si esos elementos merecen más atención de la que señalan los fabricantes.
El sector aéreo en su conjunto tiene una oportunidad de oro para pararse a reflexionar tras lo ocurrido con el 737 MAX. Si la aviación comercial quiere seguir siendo el modo de transporte más seguro, tiene que atender a las señales que el propio sector le está mandando. Es preciso que fabricantes, agencias de seguridad, gobiernos, aerolíneas y centros de formación evalúen qué nivel de crecimiento del mercado son capaces de absorber manteniendo sus sobresalientes cotas de seguridad. Sólo de esa manera el sector podrá vacunarse para no caer gravemente enfermo en el futuro.