Aún queda un año. Bueno, casi. El 31 de octubre de 2019 será el último día en el que Mario Draghi será el presidente del Banco Central Europeo (BCE). Y no son pocos los que, pese al tiempo que aún queda por delante, ya están empezando a echarle de menos. Y no precisamente porque el periodo que le resta esté falto de retos, sino por su modo de conducir una entidad a la que ha llevado más lejos que nunca en la gestión de la política monetaria de la Eurozona.

Draghi es el tercer presidente en la todavía breve historia de la institución. El primero fue el holandés Wim Duisenberg, llamado a `inaugurar¿ el BCE en 1998, pero con un mandato temporal. Por esos acuerdos tan propios del proyecto europeo, Alemania y Francia habían pactado que Duisenberg no culminara los ochos años que corresponden a una presidencia completa. Cedería el puesto al francés Jean-Claude Trichet a mitad de camino. Al final, el relevo se demoró más de lo previsto, dado que Trichet tuvo que resolver primero un `asunto¿ con la Justicia francesa vinculado con la manipulación de las cuentas de Crédit Lyonnais. Absuelto, ocupó la silla principal de la mesa redonda que acoge las reuniones del Consejo de Gobierno del BCE en Fráncfort el 1 de noviembre de 2003.

Trichet sí estuvo ocho años en la presidencia, con lo que le tocó lidiar con los primeros compases de la crisis financiera, entre 2007 y 2009, y luego con la crisis del euro, desde el primer rescate griego en abril de 2010. Su dureza, plasmada en una subida de los tipos de interés en julio de 2008, apenas dos meses antes de la quiebra de Lehman Brothers, y en otros dos aumentos en 2011, con los países periféricos aún contra las cuerdas y el futuro del euro en cuestión, provocaron muchas críticas a su gestión y, sobre todo, muchas ganas de que llegara ya noviembre de 2011 para que cediera el testigo.

UN MANDATO EN 23 PALABRAS

Y llegó noviembre de 2011, y con él lo hizo Draghi, elegido finalmente tras la retirada del favorito hasta unos meses antes, el alemán Axel Weber. El BCE perdió así a un halcón, fiel a la ortodoxia monetaria alemana, pero ganó a un banquero central más flexible y pragmática, con un currículum forjado no solo como gobernador del Banco de Italia, sino también como vicepresidente europeo del todopoderoso banco de inversión Goldman Sachs.

El italiano demostró desde el principio que su mandato iba a suponer una ruptura con respecto al pasado. Sobre todo, con respecto al más reciente. Por eso, con apenas tres días en el cargo empujó al Consejo de Gobierno del BCE a bajar los tipos. Había que enmendar la era de Trichet. Y rápido.

Solo fue el principio. Las operaciones de financiación bancaria a muy largo plazo, hasta cuatro años, que ofreció a la banca para abastecerla de suficiente liquidez como para acallar los temores del mercado y del sector; las bajadas de los tipos de interés a mínimos históricos, con los oficiales en el 0% desde marzo de 2016 y los de la facilidad de depósito en negativo desde junio de 2014; la inclusión de una orientación de expectativas sobre los tipos y la política monetaria de la entidad; la publicación de las actas de las reuniones de política monetaria del Consejo y la reducción de esas reuniones de 12 a ocho al año, son algunas de las de las notables novedades con las que Draghi ha cambiado casi al completo la fisonomía hasta entonces pétrea del BCE.

Aunque, sobre todo, es su forma de hacer las cosas la que caracteriza su mandato, reflejada principalmente en dos atributos: su manera de comunicar y su autoridad sobre el Consejo.

Veintitrés palabras suyas, las pronunciadas en Londres el 26 de julio de 2012, con España contra las cuerdas en los mercado y el futuro del euro en el aire, no solo marcaron -y siguen marcando- su mandato, sino la propia forma de proceder de la institución. ¿Dentro de nuestro mandato, el BCE está preparado para hacer todo lo que sea necesario para salvar al euro. Y créanme, será suficiente¿, proclamó en la capital británica para sellar el futuro del euro y relajar la tensión en torno a la deuda española y el resto de los periféricos. Para que no cayera en saco roto, blindó su compromiso con el lanzamiento de un programa condicionado de deuda pública (OMT, por sus siglas en inglés), que no fue ni ha sido estrenado, pero cuya presencia bastó para disuadir a quienes apostaban por la desintegración del euro.

Reforzado en aquel envite, dos años después fue capaz de arrancar del Consejo de Gobierno el apoyo suficiente para lanzar un programa de expansión cuantitativa (QE) mediante la compra de deuda pública y privada en el mercado, similar a los que la Reserva Federal (Fed) aplicó entre 2008 y 2014. En otro tiempo, la simple sugerencia de poner en marcha una cuestión hubiera sido un anatema en Fráncfort, pero Draghi, con su autoridad, lo sacó adelante en un momento en el que la inflación, lejos de andar próxima al objetivo del BCE de situarla por debajo, pero cerca, del 2%, se encontraba en negativo en la Eurozona. Porque eso sí que no lo ha cambiado Draghi, el principio básico que guía la conducta del banco central, la salvaguarda de la estabilidad de precios.

LA DECEPCIÓN DE LAS REFORMAS

Por todo ello, el mandato de Draghi desprende esa leyenda que acompaña a los acontecimientos históricos. Y por eso casi se le echa ya de menos cuando aún no se ha ido. Y eso que le espera un año en el que habrá poco espacio para homenajes, puesto que los retos se agolpan.

La retirada de los estímulos más extraordinarios, porque el BCE dejará de hacer compras netas de deuda en el mercado en 2019; el inicio de la subida de los tipos, que podría llegar en septiembre u octubre de 2019, es decir, justo antes de su marcha; y el pulso fiscal que su país de origen, Italia, está planteando a la Comisión Europa y el riesgo de que reabra la crisis del euro, le esperan en su año de despedida.

Esta última amenaza es la más dolorosa para Draghi. Y no porque Italia tenga un papel protagonista, sino porque le recuerda el principal asunto que su autoridad no ha sido capaz de lograr: el de arrancar más y mejores reformas estructurales de los países del euro y del proyecto europeo en su conjunto. Lo ha reclamado sin desmayo, pero también sin demasiado éxito por la paradoja de que los políticos se han parapetado en las medidas de Draghi no para aprovecharlas y emprender las reformas pedidas, sino para ahorrárselas y evitar el coste electoral que podrían desencadenar.

El aún presidente del BCE es consciente de que sin estas reformas la recuperación es más vulnerable. Sabe de sobra que la política monetaria 'compra' tiempo y da el primer empujón a la reactivación económica, pero que su solidez y su estabilidad dependen de las reformas que refuerzan y mejoran aspectos tan cruciales como el mercado laboral o la productividad de un país. Como también asume que él se 'quemó' con su histórico compromiso de 2012, mientras que los dirigentes europeos siguen sin dar los pasos precisos para completar la Unión Monetaria, como si las palabras y los hechos de Draghi fueran una solución definitiva cuando, en realidad, no son más que el analgésico que alivia, pero no extirpa, la causa del dolor.

De ahí su decepción. Y su miedo, porque una recaída o un accidente financiero en algún 'europaís', como el que se teme en Italia, cogería ahora al BCE sin munición convencional que disparar -los tipos siguen en el 0%- y expuesto exclusivamente a prolongar un escenario -el de las compras de deuda- que no ha traído consigo las reformas requeridas ni la culminación del proyecto europeo. Con una variante: el OMT, que sigue esperando que alguien lo estrene y al que en Fráncfort se evoca cada vez con más frecuencia para ver si así los países se toman en serio las reformas, ya que implica que el BCE comprará en el mercado la deuda de aquel país que, a cambio, se someta a un programa de condiciones tutelado por el Mecanismo Europeo de Estabilidad (Mede).

A LA ESPERA DEL RELEVO

Este panorama es el que aguarda a Draghi en su despedida. Sin olvidar un asunto adicional que no está en su mano, pero que enrarecerá el ambiente en torno al BCE: el nombre de la persona que le sucederá. Por el momento destacan cinco candidatos: el filandés Erkki Liikanen, el holandés Klas Knot, el alemán Jens Weidmann y los franceses Francois Villeroy de Galhau y Christine Lagarde.

Weidmann, actual presidente del Bundesbank germano, parecía el aspirante más firme, pero Berlín podría `sacrificarlo¿ para postular a otros alemanes a cargos igualmente importantes de la Unión Europea. Esta posibilidad eleva las opciones de Liikanen, de un perfil ortodoxo que Alemania podría apoyar, y de los candidatos galos. En el caso de Lagarde, actual directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), podría convertirse en la primera mujer en presidir el BCE, algo que, en caso de ser la candidata de Francia por delante del actual gobernador del banco central francés, Villeroy de Galhau, podría reforzar sus posibilidades. Todos, eso sí, deberán lidiar con la alargada y legendaria figura de Draghi. Ninguno tendrá fácil cubrir el tremendo hueco que dejará el italiano, cuyo adiós ya se lamenta aunque todavía le queda un año para irse. Bueno, casi.