Este sábado 16 de enero entar en vigor el Impuesto sobre las Transacciones Financieras. Llamado abusivamente “Tasa Tobin” y, cándidamente, “Tasa Robin Hood”, el impuesto constituye un ejemplo de la enorme distancia que la ideología induce entre la imagen de una medida política y sus efectos prácticos.
James Tobin, economista estadounidense premio Nobel de economía en 1981 y discípulo del economista británico John Maynard Keynes, reformuló en 1971 con ocasión de la desaparición del sistema de Breton Woods una idea que su maestro había expuesto en su Teoría General del Empleo del Interés y del Dinero; el establecimiento de una tasa sobre las transacciones financieras que, para el economista británico, debería servir para vincular al inversor con su inversión, y que se planteó por Tobin como un sistema para evitar la excesiva fluctuación del precio de las divisas debida a la desaparición del patrón oro.
La idea es muy simple: en cada cambio de una moneda a otra se impondrá una pequeña tasa, digamos del 0,5% del volumen de la transacción. La idea fue asumida por las organizaciones antiglobalización como medio de limitar el desarrollo de un capitalismo cada vez más especulativo y su implantación mundial fue seriamente analizada en el seno del G20 a partir del año 2011 con el particular impulso de Francia (Sarkozy) y Alemania (Merkel).
En resumen, el loable objetivo declarado de esta medida es frenar la especulación mediante la imposición de una tasa sobre toda operación financiera especulativa, inicialmente las transacciones sobre divisas, pero con intención de generalizar su aplicación a todo tipo de transacción financiera y, al mismo tiempo, contribuir a la lucha contra la pobreza destinando a ese fin la recaudación obtenida.
Ahora bien, el impuesto que realmente va a aplicarse a partir de este sábado (como los de naturaleza semejante en los que se inspira, instaurados en Francia e Italia) está muy lejos de responder a tan altos fines. Más bien se trata de un simple gravamen sobre la compra de acciones de sociedades españolas cotizadas, implantado con fines recaudatorios que, por el camino, quiebra el principio de neutralidad presente en la sistemática exención de tributación indirecta de las operaciones financieras.
Además, lejos de limitar la especulación financiera, deja fuera, entre otras, las operaciones de derivados financieros, instrumento habitual de las “manos fuertes” que operan en bolsa. Su capacidad regulatoria no va a tener ningún efecto significativo sobre la especulación financiera, ni su limitada recaudación (se calcula en torno a los 800 millones de euros) tendrá un efecto relevante en la lucha contra la pobreza.
En efecto, el Impuesto grava con un 0,2% el precio neto de compra de acciones de ciertas sociedades españolas cotizadas, con un valor de capitalización bursátil superior a 1.000 millones de euros. Una extensa lista exime de gravamen desde las operaciones del mercado primario: emisión de acciones, OPVs, ampliaciones de capital etc., pasando por las operaciones de reestructuración empresarial, fusiones, escisiones, etc., hasta las operaciones propias de las entidades creadoras de mercado o proveedoras de liquidez.
Su capacidad regulatoria no va a tener ningún efecto significativo sobre la especulación financiera
El contribuyente del Impuesto es el adquirente de los valores. No son aplicables exenciones subjetivas: fondos de pensiones, instituciones de inversión colectiva, y cualquier persona física o jurídica, residente o no en España debe contribuir por este impuesto.
La repercusión, declaración y liquidación del Impuesto la llevará a cabo el intermediario financiero que transmita o ejecute la orden de adquisición mediante autoliquidación de periodicidad mensual. Se prevé un sistema de declaración en el caso de transacciones efectuadas en mercados extranjeros, mediante acuerdos de colaboración.
La Agencia Tributaria ha publicado la relación de sociedades españolas cuyas acciones, a fecha 16 de diciembre de 2020, tienen un valor de capitalización bursátil superior a 1.000 millones de euros y el modelo de declaración.
En definitiva, un nuevo impuesto indirecto que no recae sobre “las” transacciones financieras, en general, como de su título parecería deducirse sino sólo sobre algunas de ellas: las compras directas de acciones. Operaciones éstas que, ni por volumen de transacciones ni por sus efectos sobre la economía real, tendrán una incidencia significativa sobre la especulación financiera o sobre la redistribución de la renta. P
or ello, aunque parezca haberse satisfecho una reivindicación social con esta medida, lo cierto es que ni Tobin la respaldaría como desarrollo de sus ideas, ni desde luego, Robin Hood hubiera adquirido su fama si se hubiera limitado a obtener tan parcos efectos redistributivos como los que el Impuesto procura.
*** F. Javier Rodríguez Santos es Socio del despacho B. Cremades & Asociados