La deuda pública con relación al PIB ha cerrado el 2019 en el 95,7%, lo que supone una mejora de dos puntos porcentuales en este indicador. No obstante, en esta aparente reducción del endeudamiento subyacen causas que precisan ser debidamente valoradas. Así, la mejora no ha descansado en una reducción del total de deuda pública viva (numerador), sino en un incremento de esta que es inferior al registrado por el PIB nominal (denominador), lo que se conoce como “desapalancamiento” pasivo.

De hecho, el stock de deuda pública ha continuado incrementándose en el pasado ejercicio, hasta alcanzar los 1,18 billones de euros, lo que supone un menor ritmo de avance, eso sí, que en períodos anteriores. Además, este año, se ha producido una “oportuna” reclasificación como Administración Pública del Consorcio de Compensación de Seguros, con lo que su cartera de valores de deuda pública ha pasado a consolidar, y, por tanto, a reducir, en tres décimas de PIB, el monto total computable.

A la vista del escenario de menor crecimiento en el que nos encontramos, y que tarde o temprano tendrá lugar una normalización de la política monetaria, no parece que haya sido especialmente prudente fiar hasta ahora la estabilización de la deuda, más a la corrección estadística del dato que a la consolidación de nuestro déficit público estructural, que sigue siendo de los más elevados de Europa.

Ya anticipo que lo óptimo hubiera sido llegar sin déficit a este momento cíclico, pero lo peor es posponer aún más en el tiempo la corrección. La razón es que existe una incuestionable relación negativa a largo plazo entre un elevado nivel de deuda pública y las posibilidades de crecimiento económico, sin perjuicio de que sus efectos sean en ocasiones diferidos y acumulativos en el tiempo.

Las expectativas sobre la senda fiscal aprobada recientemente por el Consejo de Ministros tampoco son tranquilizadoras. Se echa de menos que a estas alturas de primer trimestre no se cuente, al menos, con una estimación previa sobre cuál ha sido el déficit público para el conjunto del año 2019.

En todo caso, la estimación media del consenso de analistas sitúa el desequilibrio fiscal en el entorno del 2,5% del PIB, lo que superaría holgadamente, el ya ampliado compromiso de limitarlo al 2%. De cumplirse estos pronósticos, va a ser muy difícil que en 2020, un año de inferior crecimiento y sin presupuestos aprobados durante buena parte del ejercicio, se consiga situar el déficit público en el 1,8% del PIB que el Gobierno ha planteado en su nueva senda objetivo, ya de por sí insuficiente, en la medida en que no se contempla alcanzar el equilibrio presupuestario ni siquiera en 2023.

 

Lo óptimo hubiera sido llegar sin déficit a este momento cíclico, pero lo peor es posponer aún más en el tiempo la corrección

Nuestra arquitectura institucional debe establecer incentivos más inteligentes que ideológicos para el control estructural del déficit. Por ello, no está de más recordar que el “dumping”, del que tanto se quejan ahora en el Ministerio de Hacienda, no es otra cosa que vender (con pérdidas) por debajo del coste.

Esto implica que una Administración no pueda financiarse permanentemente con déficit, puesto que este es la equivalencia de la venta a pérdidas en el sector privado. Dicho de otra forma, una Administración especialmente ineficiente en su gasto estaría incurriendo en competencia desleal, si sus servicios públicos se financian con déficit, con independencia de que sus impuestos sean particularmente gravosos o no. Por lo tanto, la ley de estabilidad presupuestaria debe limitarse a establecer objetivos de déficit, e incorporar medidas obligadas de eficiencia del gasto público.

La consolidación de las finanzas públicas no sólo es necesaria desde la perspectiva de la deuda, sino que es una obligación constitucional desde el pasado 1 de enero, cuando entró en vigor el punto 2 del artículo 135 de la Constitución, que obliga a que las Administraciones Públicas no puedan tener un déficit estructural superior al comprometido con la Comisión Europea.

Las Administraciones Públicas no pueden tener un déficit estructural superior al comprometido por la Comisión Europea

En este contexto, la próxima reforma de la financiación autonómica debe garantizar que las Comunidades Autónomas mantengan su actual corresponsabilidad fiscal, para que no se pierdan los de ya por si muy limitados incentivos a la mejora de la eficiencia del gasto público en los ámbitos que gestionan.

En todo caso, el entorno de menor crecimiento económico desaconseja que el ajuste se realice mediante subidas de impuestos, que intensifiquen de forma procíclica la desaceleración y la pérdida de empleo. Por ello, debemos acometer la consolidación inmediata y exclusivamente a través de la mejora de eficiencia del gasto, ya que los márgenes en este ámbito pueden ser especialmente destacados, sobre todo si nos homologamos con las mejores prácticas de nuestro entorno.

***Gregorio Izquierdo es director general del Instituto de Estudios Económicos (IEE)