Si una cosa me preocupa seriamente del proceso de desescalada que España está poniendo en práctica es el aparente desprecio de nuestras autoridades con respecto al papel de la tecnología en la misma. Nada más lejos de mi intención que convertirme en agorero, pero la evidencia de pandemias anteriores muestra que, en demasiadas ocasiones, la segunda oleada ha sido peor que la primera, y que no aprender de los errores y las malas experiencias es algo que, desgraciadamente, puede matar.
Nuestro país está afrontando la fase de desescalada sin prácticamente ninguna de las herramientas utilizadas con éxito en otros. ¿Esperar a que no haya nuevos casos detectados, como hizo China? No, por favor, que destrozamos la economía. ¿Llevar a cabo baterías de tests exhaustivas y fácilmente accesibles para toda la población? Ni lo hicimos en su momento, con burdo intento de engaño a la OCDE incluido, ni aparentemente lo estamos haciendo ahora. ¿Aplicaciones de trazabilidad de contagios, o en su defecto, un ejército de rastreadores dispuestos a investigar todos los detalles de la vida de cada contagiado? Ni están, ni se les espera, ni parece que el Ministro de Economía o el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias pongan demasiada confianza en su importantísimo papel.
Que España ha hecho las cosas mal en esta pandemia es algo completamente indiscutible a la luz de los datos. No solo reaccionamos tarde y mal, algo que podría ser extensivo a muchos otros países y que posibilitó una fase de expansión de la infección demasiado larga y llena de manifestaciones, mítines, espectáculos y aglomeraciones de todo tipo, sino que nos aprovisionamos espantosamente mal en los mercados internacionales.
Con la notable excepción de Inditex y de algunas otras compañías privadas con gran experiencia en cadenas de suministro, nuestro gobierno demostró ser un auténtico amateur en comercio internacional, y terminó enviando a nuestros sanitarios a la batalla sin los adecuados equipos de protección individual.
El resultado es ese liderazgo internacional en muertes por millón de habitantes (con la excepción de Bélgica, que contabiliza sus bajas de manera diferente, y de países minúsculos como San Marino o Andorra) y en número de profesionales sanitarios contagiados.
La evidencia de pandemias anteriores muestra que, en demasiadas ocasiones, la segunda oleada ha sido peor que la primera
A partir de esos malos comienzos, especialmente relevantes porque situaron a nuestra marca país, cuya economía es especialmente dependiente del turismo, en un lugar de evocación prácticamente siniestra en el imaginario internacional, deberíamos plantearnos, como mínimo, aprender de la mala experiencia y tratar de hacer mejor las cosas.
¿Cómo un país con fama de tener uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo ha podido convertirse en el que peores métricas ha tenido en la práctica totalidad de los parámetros? ¿Cómo deberíamos afrontar la fase de desescalada, y más aún, el futuro que viene?
Desgraciadamente, en nuestra fase de desescalada nos seguiremos guiando por indicios y barruntos. Cada vez que una persona presente síntomas, sabremos positivamente que se habrá pasado muchos días anteriores extendiendo la enfermedad, y no sabremos ni a cuántos, ni a quiénes, porque sencillamente despreciamos la importancia de esos datos.
Si tuviese lugar, que esperemos que no, otra fase de crecimiento exponencial como la que ya vivimos, nos limitaremos a volver al confinamiento, a recibir alguna bronca sin sentido del político de turno, y a esperar. Confiar todo a que la capacidad del sistema de salud no se sature es, como Boris Johnson sabe, una jugada harto peligrosa.
En el futuro, deberíamos plantearnos cómo reconstruir nuestro sistema de salud no tanto para incrementar su capacidad - ningún país puede permitirse un sobredimensionamiento irracional del mismo - sino para enfocarlo a la prevención.
La tecnología, hoy, permite obtener muchos parámetros de salud de manera rutinaria de cualquiera que cuente con determinado equipamiento, algo que permitiría, hipotéticamente, que una serie de algoritmos monitorizasen la salud de un gran porcentaje de la población, y que fuese el sistema de salud el que llamase al paciente cuando detecta alguna anomalía, en lugar de ser el paciente al sentir que algo no funciona como debería.
Un sistema así supondría no solo un menor sufrimiento para los pacientes, sino un menor gasto para el sistema, y podría ponerse en marcha con las garantías adecuadas de confidencialidad y buen uso de la información personal, además de posibilitar un auténtico tesoro para la investigación médica del futuro.
¿Podríamos plantearnos, como país, construir un sistema así? ¿Podría al menos servir el durísimo sacrificio de varias decenas de miles de españoles para que nos pusiésemos las pilas y liderásemos iniciativas en ese sentido?