Hace escasos días, el Gobierno remitió a Bruselas un cuadro macroeconómico en el que ya descuenta una auténtica debacle económica: este año el PIB se hundiría un 9,2%, el desempleo se dispararía al 19% y el déficit público superaría el 10,3%. Además, la previsión para 2021 es que apenas se recuperen dos tercios de la caída, descartando por completo una recuperación en V.
En la presentación de estas estimaciones, la ministra de Economía, Nadia Calviño, achacó estas cifras a que las medidas de distanciamiento social "suponen un estado de hibernación económica temporal".
El Gobierno ha venido recurriendo de manera habitual a la metáfora de que la economía se encuentra "hibernando" desde que se decretó el cerrojazo al sistema productivo. Sin embargo, referirse a la actual situación de cierre parcial de la economía como "hibernación" resulta enormemente engañoso.
Este término, probablemente salido de la factoría de eufemismos de Iván Redondo, nos sugiere que la economía está plácidamente dormida y que, en cuanto la pandemia esté bajo control, se reactivará como si no hubiera pasado nada. La metáfora invita a pensar que la estructura productiva puede comportarse como un oso que se pasa el invierno en estado de letargo: que en cuanto nos despertemos del actual paréntesis productivo, nuestra capacidad de producción, consumo e inversión no se habrá visto alterada.
Pero no es eso lo que le sucede a la economía mientras se encuentra en situación de cierre forzoso. La economía no hiberna, sino que se está desangrando. Cada día que pasa sin poder funcionar a pleno rendimiento se generan daños irreversibles adicionales que incrementan la probabilidad de entrar en una depresión económica duradera. Pensemos por un momento cuáles son las consecuencias concretas que tiene el cierre económico sobre empresas y autónomos, sobre familias y sobre el Estado.
Referirse a la actual situación de cierre parcial de la economía como 'hibernación' resulta enormemente engañoso
Por un lado, empresas y autónomos sufren un desplome de sus ingresos por no poder generar bienes y servicios, mientras tienen que seguir pagando deudas, costes fijos e impuestos. En consecuencia, con el paso del tiempo van quemando sus posiciones de liquidez y deteriorando su solvencia, sufriendo un daño irreversible que afectará a su capacidad de producción futura.
Esta situación sostenida en el tiempo provoca que, cada día, miles de empresas y autónomos en España terminen de consumir su capital y se vean obligados a echar el cierre permanente. Si el parón se va alargando y se empiezan a encadenar impagos, este 'shock' de oferta puede degenerar en una crisis financiera que provoque un colapso duradero de nuestra economía.
Por otro lado, una gran cantidad de trabajadores también absorben parte del agujero generado por la falta de producción y por tanto dejan de recibir parte de sus ingresos.
Al principio fundamentalmente por la parada temporal de las empresas, pero con el tiempo la progresiva destrucción del tejido empresarial redunda en una cifra cada vez mayor de desempleados. Las familias, en definitiva, sufren un hundimiento de sus rentas, y día a día ven cómo se deterioran sus colchones de liquidez, su patrimonio y su capacidad de consumo presente y futura.
Las familias sufren un hundimiento de sus rentas y día a día ven cómo se deterioran sus colchones de liquidez
Por último, el Estado también se ve gravemente afectado por el parón de la economía. Por una parte, la recaudación sufre un brutal desplome debido a la caída de las rentas salariales, de los beneficios empresariales y del consumo.
Por otro lado, se activan los seguros de desempleo, los ERTE y los subsidios a familias y empresas. Adicionalmente, la puesta en marcha de avales del Estado a préstamos empresariales aumenta la exposición de las cuentas públicas: los impagos de esos préstamos bancarios no los sufrirá la banca, sino el Estado.
El Estado, por tanto, también absorbe otra gran parte del agujero provocado por la caída de la producción, también deteriorando a marchas forzadas su liquidez y su solvencia, con el problema añadido de que la situación de partida ya era delicada. El Gobierno estima que la deuda pública a final de este año ascenderá al 115% del PIB, mientras que el Banco de España maneja un escenario en el que se supera el 122%.
Sin un plan serio para cuadrar las cuentas, esta situación es totalmente insostenible y podría abocar a la economía española a una depresión económica agravada.
Esta situación es insostenible y podría abocar a la economía española a una depresión económica agravada
Por ello, el Ejecutivo está desesperado por pasarle la factura a Europa, al tiempo que intenta evitar las exigencias que suele implicar un rescate formal y que muy probablemente dinamitarían la actual coalición de Gobierno. Pero creer que otros países, que también tienen sus problemas, van a entregarnos el dinero de sus contribuyentes de forma masiva e incondicional sería engañarse.
En resumen, la economía no se encuentra en un plácido estado de hibernación del que saldremos como si nada hubiera ocurrido. No solo por la necesaria reestructuración del sistema productivo por el cambio de preferencias y necesidades que tendremos cuando comience la "nueva normalidad".
Sobre todo, porque cada día que pasa con la economía parcialmente cerrada es un día en el que la situación de empresas, familias y Estado se deteriora de forma irreversible y se profundiza la crisis posterior. Es cierto que pueden ponerse en marcha medidas encaminadas a ralentizar el deterioro de la liquidez y la solvencia de la economía, pero solo pueden ayudar a ganar tiempo: la prioridad debe ser parar la hemorragia de forma definitiva.
¿Significa esto que hay que reabrir la economía ya, como sea? En absoluto. Una apertura precipitada provocaría un nuevo descontrol de la epidemia que obligaría a nuevos confinamientos y restricciones, y empeoraría aún más el problema.
Es necesario abrir con urgencia, pero con las garantías de que el virus permanecerá bajo control. Y para ello es esencial no solo el uso generalizado de mascarillas y otros elementos de prevención, sino sobre todo la capacidad para realizar tests de forma masiva y un sistema logístico de detección y aislamiento precoz de los contagios.
Unas condiciones que, lamentablemente, hoy en día no se dan, en gran parte por la mala gestión de un Gobierno más preocupado por la propaganda que por resolver el problema de fondo. Mientras no seamos capaces de restaurar la normalidad manteniendo la epidemia bajo control, nuestra economía continuará desangrándose.
*** Ignacio Moncada es economista, analista financiero y miembro del Instituto Juan de Mariana.