El Gobierno anunció el pasado viernes la aprobación de una renta mínima de inserción a nivel nacional: el Ingreso Mínimo Vital. Este programa busca reemplazar, homogeneizar y mejorar las rentas mínimas de inserción que ya existen a nivel autonómico, con el objetivo de llegar a 850.000 hogares que se encuentran en situación de pobreza.
El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, explicó que esta prestación estará destinada a asegurar a los hogares españoles un nivel mínimo de renta en función de su composición, desde los 462 euros para hogares unipersonales hasta los 1.015 euros para aquellos con cinco o más miembros. Las Comunidades Autónomas podrán, a su vez, incrementar este mínimo nacional con un complemento autonómico.
El objetivo teórico de los programas de renta mínima de inserción, que existen en muchos otros países europeos, es servir de red de seguridad para aquellos hogares de muy baja renta y patrimonio hasta que logren incorporarse a la economía productiva. Pero, ¿es en la práctica un mecanismo adecuado para lograr este objetivo? La respuesta es que depende de los detalles: en concreto, depende de si se solucionan dos grandes incentivos perversos que son intrínsecos a este tipo de programas.
Las rentas mínimas generan el incentivo perverso a que sus beneficiarios no se incorporen a la economía productiva
En primer lugar, las rentas mínimas generan el incentivo perverso a que sus beneficiarios no se incorporen a la economía productiva o que trabajen en la economía sumergida. Supongamos, por ejemplo, que un hogar recibe una prestación de 1.015 euros y a uno de sus miembros le hacen una oferta de trabajo por 1.000 euros.
¿Qué sucedería si no se incluyera ninguna solución a este problema?
Lo que ocurriría es que, en caso de aceptar la oferta, la prestación se reduciría de 1.015 euros a 15 euros: acepte o no la oferta, este hogar seguiría obteniendo la misma renta total en la economía formal. Por tanto, tendrán el incentivo a rechazar todas las ofertas de trabajo a menos que sean extraordinariamente atractivas.
De acuerdo con el ministro Escrivá, el Ingreso Mínimo Vital incluirá algunas características para combatir este problema: obligación de estar inscrito en el Servicio de Empleo Público Estatal, bonificaciones fiscales para las empresas que contraten a sus beneficiarios, e implementación de un periodo transitorio en caso de encontrar empleo durante el que la prestación no caerá en la misma proporción en la que aumenta el ingreso salarial.
En mi opinión, estas tres medidas no solucionan de forma correcta el desincentivo a insertarse en la economía productiva. Por un lado, inscribirse en el SEPE no obliga prácticamente a nada; por otro, las bonificaciones a empresas pueden fomentar que lleguen más ofertas a beneficiarios, pero no modifica el incentivo a rechazarlas; y los periodos transitorios de ajuste tendrán un efecto reducido a menos que sean muy generosos o muy largos, en cuyo caso introducirían enormes distorsiones arbitrarias en el sistema y nuevos incentivos perversos.
¿Qué podría hacerse para solucionar de manera eficaz los desincentivos a reincorporarse al mercado laboral? Algunas medidas que se han demostrado eficaces en otros países son, por ejemplo, la obligación de reciclarse laboralmente mediante formación adecuada, la pérdida de parte de la prestación en caso de rechazar ofertas de trabajo razonables o la totalidad si se hace de forma reiterada, o la realización de determinado trabajo social mientras se cobra la prestación. De momento, todo parece indicar que el Ingreso Mínimo Vital no estará condicionado a ninguna de estas obligaciones.
El segundo gran incentivo perverso de los programas de renta mínima es que puede tentar a los gobernantes a crear y perpetuar redes clientelares.
Cuando el intervencionismo gubernamental impide funcionar a la economía de manera correcta, las rentas mínimas de inserción tienden a convertirse en trampas de pobreza: en lugar de servir para incorporar al mercado a aquellas personas que por alguna circunstancia se han quedado descolgadas, tienden a atrapar a un número creciente de personas que se vuelven dependientes crónicos del Estado.
Por ello, la prioridad absoluta de un gobierno que aspire a reducir la pobreza de una manera sostenible y justa, que quiera ver cómo los ciudadanos van aumentando su nivel de vida, debería ser eliminar las trabas al buen funcionamiento de la economía: asegurar un marco atractivo para las empresas y autónomos, un mercado de trabajo flexible y dinámico, y unas condiciones propicias para formarse, ahorrar e invertir.
No tiene sentido, por ejemplo, hacer aún más inaccesible un mercado laboral completamente disfuncional, que genera de manera estructural una de las mayores tasas de desempleo del mundo, y pretender suplir esa deficiencia con un subsidio a quien precisamente por ello no logra acceder a un empleo. Sería como si nos rompieran las piernas para luego entregarnos unas muletas.
En este sentido, también es importante cómo se financia el programa. De acuerdo con los cálculos de la AIReF, contando con que nos ahorraríamos el coste de las actuales rentas mínimas autonómicas, costaría unos 3.000 millones de euros al año: un 0,24% del PIB.
Es cierto que no es un coste disparatado, pero llega en un momento muy delicado para las cuentas públicas españolas. Por ello, la única forma razonable de financiarlo sin poner trabas fiscales adicionales sobre una economía ya suficientemente exprimida, sería mediante ahorros de otras partidas del gasto público. Algo a lo que la actual coalición de gobierno tiene aversión ideológica.
En conclusión, las rentas mínimas de inserción pueden ser medidas razonables siempre y cuando actúen como red de seguridad de última instancia dentro de una economía funcional y sirvan como trampolín para incorporarse a la economía productiva. De lo contrario, se corre el riesgo de que se conviertan en enormes trampas de pobreza que cronifiquen el problema en lugar de resolverlo.
El objetivo del gobernante debería ser que esas rentas mínimas lleguen al menor número de hogares posible precisamente porque no las necesiten. Y es que no hay mejor política social que permitir que la economía funcione correctamente.
*** Ignacio Moncada es economista, analista financiero y miembro del Instituto Juan de Mariana.